1. Cómo empezó la cosa
En una casa de Copenhague, en la calle del Este, no lejos del Nuevo Mercado Real, se celebraba una gran reunión, a la que asistían muchos invitados. No hay más remedio que hacerlo alguna vez que otra, pues lo exige la vida de sociedad, y así otro día lo invitan a uno. La mitad de los contertulios estaban ya sentados a las mesas de juego y la otra mitad aguardaba el resultado del "¿Qué vamos a hacer ahora?" de la señora de la casa. En ésas estaban, y la tertulia seguía adelante del mejor modo posible. Entre otros temas, la conversación recayó sobre la Edad Media. Algunos la consideraban mucho más interesante que nuestra época. Knapp, el consejero de Justicia, defendía con tanto celo este punto de vista, que la señora de la casa se puso enseguida de su lado, y ambos se lanzaron a atacar un ensayo de Orsted, publicado en el almanaque, en el que, después de comparar los tiempos antiguos y los modernos, terminaba concediendo la ventaja a nuestra época. El consejero afirmaba que el tiempo del rey danés Hans había sido el más bello y feliz de todos.
Mientras se discute este tema, interrumpido sólo un momento por la llegada de un periódico que no trae nada digno de ser leído, entrémonos nosotros en el vestíbulo, donde estaban guardados los abrigos, bastones, paraguas y chanclos. En él estaban sentadas dos mujeres, una de ellas joven, vieja la otra. Habría podido pensarse que su misión era acampanar a su señora, una vieja solterona o tal vez una viuda; pero observándolas más atentamente, uno se daba cuenta de que no eran criadas ordinarias; tenían las manos demasiado finas, su porte y actitud eran demasiado majestuosos - pues eran, en efecto, personas reales -, y el corte de sus vestidos revelaba una audacia muy personal. Eran, ni más ni menos, dos hadas; la más joven, aunque no era la Felicidad en persona, sí era, en cambio, una camarera de una de sus damas de honor, las encargadas de distribuir los favores menos valiosos de la suerte. La más vieja parecía un tanto sombría, era la Preocupación. Sus asuntos los cuida siempre personalmente; así está segura de que se han llevado a término de la manera debida.
Las dos hadas se estaban contando mutuamente sus andanzas de aquel día. La mensajera de la Suerte sólo había hecho unos encargos de poca monta: preservado un sombrero nuevo de un chaparrón, procurado a un señor honorable un saludo de una nulidad distinguida, etc.; pero le quedaba por hacer algo que se salía de lo corriente.
- Tengo que decirle aún -prosiguió- que hoy es mi cumpleaños, y para celebrarlo me han confiado un par de chanclos para que los entregue a los hombres. Estos chanclos tienen la propiedad de transportar en el acto, a quien los calce, al lugar y la época en que más le gustaría vivir. Todo deseo que guarde relación con el tiempo, el lugar o la duración, es cumplido al acto, y así el hombre encuentra finalmente la felicidad en este mundo.
- Eso crees tú -replicó la Preocupación-. El hombre que haga uso de esa facultad será muy desgraciado, y bendecirá el instante en que pueda quitarse los chanclos.
- ¿Por qué dices eso? -respondió la otra-. Mira, voy a dejarlos en el umbral; alguien se los pondrá equivocadamente y verás lo feliz que será.
Ésta fue la conversación.
2. - Qué tal le fue al consejero
Se había hecho ya tarde. El consejero de Justicia, absorto en su panegírico de la época del rey Hans, se acordó al fin de que era hora de despedirse, y quiso el azar que, en vez de sus chanclos, se calzase los de la suerte y saliese con ellos a la calle del Este; pero la fuerza mágica del calzado lo trasladó al tiempo del rey Hans, y por eso se metió de pies en la porquería y el barro, pues en aquellos tiempos las calles no estaban empedradas.
- ¡Es espantoso cómo está de sucia esta calle! -exclamó el Consejero-. Han quitado la acera, y todos los faroles están apagados.
La luna estaba aún baja sobre el horizonte, y el aire era además bastante denso, por lo que todos los objetos se confundían en la oscuridad. En la primera esquina brillaba una lamparilla debajo de una imagen de la Virgen, pero la luz que arrojaba era casi nula; el hombre no la vio hasta que estuvo junto a ella, y sus ojos se fijaron en la estampa pintada en que se representaba a la Virgen con el Niño.
"Debe anunciar una colección de arte, y se habrán olvidado de quitar el cartel", pensó.
Pasaron por su lado varias personas vestidas con el traje de aquella época.
"¡Vaya fachas! Saldrán de algún baile de máscaras".
De pronto resonaron tambores y pífanos y brillaron antorchas. El Consejero se detuvo, sorprendido, y vio pasar una extraña comitiva. A la cabeza marchaba una sección de tambores aporreando reciamente sus instrumentos; seguíanles alabarderos con arcos y ballestas. El más distinguido de toda la tropa era un sacerdote. El Consejero, asombrado, preguntó qué significaba todo aquello y quién era aquel hombre.
- Es el obispo de Zelanda -le respondieron.
"¡Dios santo! ¿Qué se le ha ocurrido al obispo?", suspiró nuestro hombre, meneando la cabeza. Pero era imposible que fuese aquél el obispo. Cavilando y sin ver por dónde iba, siguió el Consejero por la calle del Este y la plaza del Puente Alto. No hubo medio de dar con el puente que lleva a la plaza de Palacio. Sólo veía una ribera baja, y al fin divisó dos individuos sentados en una barca.
- ¿Desea el señor que le pasemos a la isla? -preguntaron.
- ¿Pasar a la isla? -respondió el Consejero, ignorante aún de la época en que se encontraba-. Adonde voy es a Christianshafen, a la calle del Mercado.
Los individuos lo miraron sin decir nada.
- Decidme sólo dónde está el puente -prosiguió-. Es vergonzoso que no estén encendidos los faroles; y, además, hay tanto barro que no parece sino que camine uno por un cenagal.
A medida que hablaba con los barqueros, se le hacían más y más incomprensibles.
- No entiendo vuestra jerga -dijo, finalmente, volviéndoles la espalda. No lograba dar con el puente, y ni siquiera había barandilla. "¡Esto es una vergüenza de dejadez!", dijo. Nunca le había parecido su época más miserable que aquella noche. "Creo que lo mejor será tomar un coche", pensó; pero, ¿coches me has dicho? No se veía ninguno. "Tendré que volver al Nuevo Mercado Real; de seguro que allí los hay; de otro modo, nunca llegaré a Christianshafen".
Volvió a la calle del Este, y casi la había recorrido toda cuando salió la luna.
"¡Dios mío, qué esperpento han levantado aquí!", exclamó al distinguir la puerta del Este, que en aquellos tiempos se hallaba en el extremo de la calle.
Entretanto encontró un portalito, por el que salió al actual Mercado Nuevo; pero no era sino una extensa explanada cubierta de hierba, con algunos matorrales, atravesada por una ancha corriente de agua. Varias míseras barracas de madera, habitadas por marineros de Halland, de quienes venía el nombre de Punta de Halland, se levantaban en la orilla opuesta.
"O lo que estoy viendo es un espejismo o estoy borracho -suspiró el Consejero-. ¿Qué diablos es eso?".
Volvióse persuadido de que estaba enfermo; al entrar de nuevo en la calle observó las casas con más detención; la mayoría eran de entramado de madera, y muchas tenían tejado de paja.
"¡No, yo no estoy bien! -exclamó-, y, sin embargo, sólo he tomado un vaso de ponche; cierto que es una bebida que siempre se me sube a la cabeza. Además, fue una gran equivocación servirnos ponche con salmón caliente; se lo diré a la señora del Agente. ¿Y si volviese a decirle lo que me ocurre? Pero sería ridículo, y, por otra parte, tal vez estén ya acostados".
Buscó la casa, pero no aparecía por ningún lado.
"¡Pero esto es espantoso, no reconozco la calle del Este, no hay ninguna tienda! Sólo veo casas viejas, míseras y semiderruidas, como si estuviese en Roeskilde o Ringsted. ¡Yo estoy enfermo! Pero de nada sirve hacerse imaginaciones. ¿Dónde diablos está la casa del Agente? Ésta no se le parece en nada, y, sin embargo, hay gente aún. ¡Ah, no hay duda, estoy enfermo!".
Empujó una puerta entornada, a la que llegaba la luz por una rendija. Era una posada de los viejos tiempos, una especie de cervecería. La sala presentaba el aspecto de una taberna del Holstein; cierto número de personas, marinos, burgueses de Copenhague y dos o tres clérigos, estaban enfrascados en animadas charlas sobre sus jarras de cerveza, y apenas se dieron cuenta del forastero.
- Usted perdone -dijo el Consejero a la posadera, que se adelantó a su encuentro-. Me siento muy indispuesto. ¿No podría usted proporcionarme un coche que me llevase a Christianshafen? La mujer lo miró, sacudiendo la cabeza; luego dirigióle la palabra en lengua alemana. Nuestro consejero, pensando que no conocía la danesa, le repitió su ruego en alemán. Aquello, añadido a la indumentaria del forastero, afirmó en la tabernera la creencia de que trataba con un extranjero; comprendió, sin embargo, que no se encontraba bien, y le trajo un jarro de agua; y por cierto que sabía un tanto a agua de mar, a pesar que era del pozo de la calle.
El Consejero, apoyando la cabeza en la mano, respiró profundamente y se puso a cavilar sobre todas las cosas raras que le rodeaban.
- ¿Es éste "El Día" de esta tarde? -preguntó, sólo por decir, algo, viendo que la mujer apartaba una gran hoja de papel.
Ella, sin comprender la pregunta, alargóle la hoja, que era un grabado en madera que representaba un fenómeno atmosférico visto en Colonia.
- Es un grabado muy antiguo -exclamó el Consejero, contento de ver un ejemplar tan raro-. ¿Cómo ha venido a sus manos este rarísimo documento? Es de un interés enorme, aunque sólo se trata de una fábula. Se afirma que estos fenómenos lumínicos son auroras boreales, y probablemente son efectos de la electricidad atmosférica.
Los que se hallaban sentados cerca de él, al oír sus palabras lo miraron con asombro; uno se levantó, y, quitándose respetuosamente el sombrero, le dijo muy serio:
- Seguramente sois un hombre de gran erudición, Monsieur.
- ¡Oh, no! -respondió el Consejero-. Sólo sé hablar de unas cuantas cosas que todo el mundo conoce.
- La modestia es una hermosa virtud -observó el otro- Por lo demás, debo contestar a vuestro discurso: mihi secus videtur; pero dejo en suspenso mi juicio.
- ¿Tendríais la bondad de decirme con quién tengo el honor de hablar? -preguntó el Consejero.
- Soy bachiller en Sagradas Escrituras -respondió el hombre.
Aquella respuesta bastó al magistrado; el título se correspondía con el traje. "Seguramente -pensó- se trata de algún viejo maestro de pueblo, un original de ésos que uno encuentra con frecuencia en Jutlandia".
- Aunque esto no es en realidad un locus docendi -prosiguió el hombre-, os ruego que os dignéis hablar. Indudablemente habéis leído mucho sobre la Antigüedad.
- Desde luego -contestó el Consejero-. Me gusta leer escritos antiguos y útiles, pero también soy aficionado a las cosas modernas, con excepción de esas historias triviales, tan abundantes en verdad.
- ¿Historias triviales? -preguntó el bachiller.
- Sí, me refiero a estas novelas de hoy, tan corrientes.
- ¡Oh! -dijo, sonriendo, el hombre-, sin embargo, tienen mucho ingenio y se leen en la Corte. El Rey gusta de modo particular de la novela del Señor de Iffven y el Señor Gaudian, con el rey Artús y los Caballeros de la Tabla Redonda; se ha reído no poco con sus altos dignatarios.
- Pues yo no la he leído -dijo el Consejero-. Debe de ser alguna edición recientísima de Heiberg.
- No -rectificó el otro-. No es de Heiberg, sino de Godofredo de Gehmen.
- Ya. ¿Así, éste es el autor? -preguntó el magistrado-. Es un nombre antiquísimo; así se llama el primer impresor que hubo en Dinamarca, ¿verdad?
- Sí, es nuestro primer impresor -asintió el hombre.
Hasta aquí todo marchaba sin tropiezos; luego, uno de los buenos burgueses se puso a hablar de la grave peste que se había declarado algunos años antes, refiriéndose a la de 1494; pero el Consejero creyó que se trataba de la epidemia de cólera, con lo cual la conversación prosiguió como sobre ruedas. La guerra de los piratas de 1490, tan reciente, salió a su vez a colación. Los corsarios ingleses habían capturado barcos en la rada, dijeron; y el Consejero, que había vivido los acontecimientos de 1801, se sumó a los vituperios contra los ingleses. El resto de la charla, en cambio, ya no discurrió tan llanamente, y en más de un momento pusieron los unos y el otro caras agrias; el buen bachiller resultaba demasiado ignorante, y las manifestaciones más simples del magistrado le sonaban a atrevidas y exageradas. Se consideraban mutuamente de reojo, y cuando las cosas se ponían demasiado tirantes, el bachiller hablaba en latín con la esperanza de ser mejor comprendido; pero nada se sacaba en limpio.
- ¿Qué tal se siente? -preguntó la posadera tirando de la manga al Consejero. Entonces éste volvió a la realidad; en el calor de la discusión había olvidado por completo lo que antes le ocurriera.
- ¡Dios mío! pero, ¿dónde estoy? -preguntó, sintiendo que le daba vueltas la cabeza.
- ¡Vamos a tomar un vaso de lo caro! Hidromiel y cerveza de Brema -pidió uno de los presentes-, y vos beberéis con nosotros.
Entraron dos mozas, una de ellas cubierta con una cofia bicolor; sirvieron la bebida y saludaron con una inclinación. Al Consejero le pareció que un extraño frío le recorría el espinazo.
- ¿Pero qué es esto, qué es esto? -repetía; pero no tuvo más remedio que beber con ellos, los cuales se apoderaron del buen señor. Estaba completamente desconcertado, y al decir uno que estaba borracho, no lo puso en duda, y se limitó a pedirles que le procurasen un coche. Entonces pensaron los otros que hablaba en moscovita.
Nunca se había encontrado en una compañía tan ruda y tan ordinaria. "¡Es para pensar que el país ha vuelto al paganismo -dijo para sí-. Estoy pasando el momento más horrible de mi vida". De repente le vino la idea de meterse debajo de la mesa y alcanzar la puerta andando a gatas. Así lo hizo, pero cuando ya estaba en la salida, los otros se dieron cuenta de su propósito, lo agarraron por los pies y se quedaron con los chanclos en la mano... afortunadamente para él, pues al quitarle los chanclos cesó el hechizo.
El Consejero vio entonces ante él un farol encendido, y detrás, un gran edificio; todo le resultaba ya conocido y familiar; era la calle del Este, tal como nosotros la conocemos. Se encontró tendido en el suelo con las piernas contra una puerta, frente al dormido vigilante nocturno.
"¡Dios bendito! ¿Es posible que haya estado tendido en plena calle y soñando? -dijo-. ¡Sí, ésta es la calle del Este! ¡Qué bonita, qué clara y pintoresca! ¡Es terrible el efecto de un vaso de ponche!".
Dos minutos más tarde se hallaba en un coche de punto, que lo conducía a Christianshafen; pensaba en las angustias sufridas y daba gracias de todo corazón a la dichosa realidad de nuestra época, que, con todos sus defectos, es infinitamente mejor que la que acababa de dejar; y, bien mirado, el consejero de Justicia era muy discreto al pensar de este modo.
3. - La aventura del vigilante nocturno
"¡Si son unos chanclos de verdad! -exclamó el vigilante-. Serán del teniente que vive allí. Están delante de la puerta".
El buen hombre tuvo la intención de llamar y entregarlos, pues en el piso habla luz; pero, temiendo despertar a los demás vecinos, no lo hizo.
"¡Qué calentito debe sentirse uno con estas cosas en los pies! -pensó-. El cuero es muy suave" -. Le venían bien-. "¡Qué extraño es el mundo! El teniente podría meterse ahora en su cama bien caliente, pero no señor, ni se le ocurre. Venga pasearse por la habitación; éste sí que es un hombre feliz. No tiene mujer ni hijos, y cada noche va de tertulia. ¡Qué dicha estar en su lugar!".
Al expresar este deseo, obró el hechizo de los chanclos que se había calzado: el vigilante nocturno pasó a convertirse en el teniente. Encontróse en la habitación alta, con un papel color de rosa en las manos, en el que estaba escrita una poesía, obra del propio teniente. Pues todos hemos tenido en la vida un momento de inspiración poética, y si entonces hemos anotado nuestros pensamientos, el resultado ha sido una poesía. La del papel rezaba así:
¡Quién fuera rico!, suspiré a menudo,
cuando un palmo del suelo levantaba.
Fuera yo rico, serviría al rey
con sable y uniforme y bandolera.
Llegó sí el tiempo en que fui oficial
mas la riqueza rehuye mi encuentro.
¡Ayúdame, Dios del Cielo!
Era, una noche, joven y dichoso,
me besaba en los labios una niña.
Yo era rico en hechizos y poesía,
pero pobre en dineros, ¡ay de mí!
Ella sólo pedía fantasías,
y en esto yo era rico, que no de oro.
Tú lo sabes, Dios del Cielo.
¡Quién fuera rico!, suspira mi alma.
Ya la niña se ha hecho una doncella,
hermosa, inteligente y bondadosa.
¡Si oyera mi canción, que hoy yo te canto
y quisiera quererme como antaño!
Pero he de enmudecer, pues soy tan pobre.
¡Así lo quieres, Dios del Cielo!
¡Oh, sí fuera yo rico en paz y amor,
no irían al papel estas mis penas.
Sólo tú, amada, puedes comprenderme.
Lee estas líneas, oye mi lamento...
oscuro cuento, hijo de la noche,
pues que sólo tinieblas se me ofrecen...
¡Bendígate el Dios del Cielo!
Poesías así sólo se escriben cuando se está enamorado; pero un hombre discreto se abstiene de darlas a la luz. Teniente, amor, escasez de dineros, es un triángulo o, lo que viene a ser lo mismo, la mitad del dado roto de la felicidad. El teniente lo experimentaba en su entraña, y por eso suspiraba con la cabeza apoyada contra el marco de la ventana.
"Ese pobre vigilante de la calle es mucho más feliz que yo; no conoce lo que yo llamo la miseria; tiene un hogar, mujer e hijos, que lloran con sus penas y gozan con sus alegrías. ¡Ah, cuánto más feliz sería yo si pudiese cambiarme con él, y avanzar por la vida enfrentándome con sus exigencias y sus esperanzas! ¡Sin duda es más feliz que yo!".
En el mismo instante el vigilante volvió a ser vigilante, pues con los chanclos de la suerte se había transformado en el teniente, pero, según hemos visto, se sintió desdichado y deseó ser lo que poco antes era. Y de este modo el vigilante pasó de nuevo a ser vigilante.
"Ha sido un sueño muy desagradable -dijo-, pero muy raro. Me pareció que era el teniente de arriba, y, sin embargo, no me dio ningún gusto. Echaba en falta a mi mujercita y los chiquillos, que me aturden con sus besos".
Volvióse a sentar y a dar cabezadas; el sueño no lo abandonaba, pues aún llevaba los chanclos puestos. Una estrella errante surcó el cielo.
"¡Allá va! -dijo-, pero, ¡qué importa, con las que hay! Me habría gustado ver esas cosas más de cerca, especialmente la Luna, que no se escapa tan deprisa como las estrellas errantes. Según aquel estudiante, cuya ropa lava mi mujer, cuando morimos vamos volando de estrella en estrella. Es un cuento, desde luego, pero lo bonito que sería, si fuera verdad. Ojalá pudiera yo pegar un saltito hasta allí; el cuerpo podría quedarse aquí, echado en la escalera".
¿Sabes?, hay ciertas cosas en el mundo que no deben mentarse sin mucho cuidado; pero hay que redoblar aún la prudencia cuando se llevan puestos los chanclos de la suerte. Escucha, si no, lo que le sucedió al vigilante.
Todos conocemos la velocidad de la tracción a vapor; la hemos experimentado, ya viajando en ferrocarril, ya por mar, en barcos; pero este vuelo es como la marcha de un caracol comparada con la velocidad de la luz; corre diecinueve millones de veces más rápida que el mejor corredor, y, sin embargo, la electricidad todavía la supera. La muerte es un choque eléctrico que recibimos en el corazón; en alas de la electricidad, el alma, liberada emprende el vuelo. Ocho minutos y unos segundos necesita la luz del sol para efectuar un viaje de más de veinte millones de millas; con el tren expreso de la electricidad, el alma necesita solamente unos pocos minutos para efectuar el mismo recorrido. El espacio que separa los astros no es para ella mayor que para nosotros las distancias que, en una misma ciudad, median entre las casas de nuestros amigos, incluso cuando son vecinas. Pero este choque eléctrico cardíaco nos cuesta el uso del cuerpo aquí abajo, a no ser que, como el vigilante, llevemos puestos los chanclos de la suerte.
En breves segundos recorrió nuestro hombre las cincuenta y dos mil millas que nos separan de la Luna, la cual, como se sabe, es de una materia más ligera que nuestra Tierra; podríamos decir que tiene la blanda consistencia de la nieve recién caída. Encontróse en una de aquellas innúmeras montañas anulares que conocemos por el gran mapa de la Luna que trazara el doctor Mädler; lo has visto, ¿verdad? Por el interior era un embudo que descendía cosa de media milla, y en el fondo se levantaba una ciudad, cuyo aspecto podemos figurarnos si batimos claras de huevo en un vaso de agua; los materiales eran blandos como ellas, y formaban torres parecidas, con cúpulas y terrazas en forma de velas, transparentes y flotantes en la tenue atmósfera. Nuestra tierra flotaba encima de su cabeza como un globo de color rojo oscuro.
Inmediatamente vio un gran número de seres, que serían sin duda los que nosotros llamamos "personas"; pero su figura era muy distinta de la nuestra. Tenían también su lengua, y nadie puede exigir que un vigilante nocturno la entendiera; pues bien, a pesar de ello, resultó que la entendía.
Sí, señor, resultó que el alma del vigilante entendía perfectamente la lengua de los selenitas, los cuales hablaban de nuestra Tierra y dudaban de que pudiese estar habitada. En ella la atmósfera debía de ser demasiado densa para permitir la vida de un ser lunático racional. Consideraban que sólo la Luna estaba habitada; era, según ellos, el astro idóneo para servir de vivienda a los moradores del universo.
Pero volvamos a la calle del Este y veamos qué pasa con el cuerpo del vigilante nocturno.
Yacía inanimado en la escalera; el chuzo le había caído de la mano, y los ojos tenían la mirada clavada en la Luna, donde vagaba su alma de bendito.
- ¿Qué hora es, vigilante? -preguntó un transeúnte. Pero el vigilante no respondió. Entonces el hombre le dio un capirotazo en las narices, con lo que el cuerpo perdió el equilibrio, quedando tan largo como era; ¡el vigilante estaba muerto! Al transeúnte le sobrevino una gran angustia ante aquel hombre al que acababa de propinar un capirotazo. El vigilante estaba muerto, y muerto quedó; se dio parte, se comentó el acontecimiento, y a la madrugada trasladaron el cuerpo al hospital.
Ahora bien, ¿cómo se las iba a arreglar el alma, si se le ocurría volver, y, como es muy natural, buscaba el cuerpo en la calle del Este? Allí, desde luego, no lo encontraría. Lo más probable es que acudiese a la policía, y de ella a la oficina de informaciones, donde preguntarían e investigarían entre los objetos extraviados; y luego iría al hospital. Pero tranquilicémonos; el alma es muy inteligente cuando obra por sí misma; es el cuerpo el que la vuelve tonta.
Según ya dijimos, el cuerpo del vigilante fue a parar al hospital y depositado en la sala de desinfección, donde, como era lógico, la primera cosa que hicieron fue quitarle los chanclos, con lo cual el alma hubo de volver. Dirigióse enseguida al lugar donde estaba el cuerpo, y un momento después nuestro hombre estaba de nuevo vivito y coleando. Aseguró que acababa de pasar la noche más horrible de su vida; ni por un escudo se avendría a volver a las andadas; suerte que ya había pasado.
Lo dieron de alta el mismo día, pero los chanclos quedaron en el hospital.
4. - La historia en su punto culminante
Un número de declamación
Un viaje muy fuera de lo corriente
Todos los ciudadanos de Copenhague saben hoy día cómo es la entrada del hospital del rey Federico. Pero como puede darse el caso de que lean la presente historia algunas personas desconocedoras de la capital, forzoso nos será comenzar dando una descripción de ella.
El hospital queda separado de la calle por una reja bastante alta, cuyos barrotes de hierro están tan distantes entre sí, que algunos de los estudiantes internos de Medicina, si eran flacos, podían escabullirse por entre ellos y efectuar sus pequeñas correrías por el exterior. La parte del cuerpo que más costaba de pasar era la cabeza; en este caso, como en tantos otros que vemos en la vida, las cabezas menores eran las más afortunadas. Lo dicho bastará como introducción.
Uno de los jóvenes candidatos, de quien sólo desde el punto de vista corporal podía decirse que tenía una gran cabeza, estaba de guardia aquella noche. La lluvia caía a cántaros, lo cual suponía un obstáculo más; pero, a pesar de todo, el mozo tenía que salir, aunque fuere sólo por un cuarto de hora. Para una ausencia tan breve no había necesidad de dar explicaciones al portero, pensó, con tal de poder escurrirse por entre las rejas. Allí estaban los chanclos que el vigilante había olvidado; ni por un momento se le ocurrió que pudiesen ser los de la Suerte, y si sólo que con aquel tiempo le harían buen servicio; por eso se los puso. Le vino entonces la duda de si podría o no pasar por entre los barrotes, pues nunca lo había intentado aún.
Y allí estaba.
"¡Quiera Dios que pueda pasar la cabeza!" -dijo, e inmediatamente, a pesar de que era grande y dura, pasó con facilidad y sin contratiempos, gracias a los chanclos; pero no el cuerpo, y allí se quedó.
"¡Uf, estoy demasiado gordo! -dijo-. Creía que la cabeza era lo más difícil. No podré salir".
Trató entonces de retirarla, pero no hubo medio. Podía mover el cuello fácilmente, pero eso era todo. Su primer impulso fue de ira, y el segundo, de total desaliento. Los chanclos de la Suerte lo habían puesto en aquella terrible situación, y, desgraciadamente para él, no se le ocurrió desear liberarse de ella, sino que continuó forcejeando sin conseguir nada positivo. Seguía lloviendo intensamente, y por la calle no pasaba un alma. Le era imposible alcanzar la cadena de la campanilla de la puerta; ¿cómo soltarse? Comprendió que tendría que permanecer allí hasta la mañana; entonces habrían de llamar a un herrero para que limase un barrote; pero esto lleva tiempo. Toda la escuela de pobres, situada enfrente, acudiría con sus alumnos uniformados de azul, todo el barrio marinero de Nyboder se concentraría allí para verlo en la picota; habría una afluencia enorme, mucho mayor que la del pasado año en que había florecido el agave gigante. "¡Uf, la sangre se me sube a la cabeza, creo que me volveré loco! ¡Sí, me volveré loco! ¡Ah, si pudiese soltarme, todo estaría resuelto!".
¡Hubiera podido decirlo antes! No bien hubo manifestado aquel deseo, quedóle libre la cabeza y se precipitó al interior, desconcertado por el susto que acababan de causarle los chanclos de la Suerte.
Pero no creáis que paró aquí la cosa, no; lo peor es lo que sucedió más tarde.
Transcurrieron la noche y el día siguiente, sin que nadie reclamara los chanclos.
Al atardecer se celebraba una representación en el pequeño teatro del callejón de Kannike, la sala estaba llena de bote en bote. En un intermedio leyeron una poesía nueva que tenía por título "Las gafas de la abuela". Hablábase en ella de unas gafas que tenían la virtud de hacer aparecer a las personas en figura de naipes, con los cuales podía adivinarse el futuro y predecir lo que iba a ocurrir al año siguiente.
El recitador cosechó grandes aplausos. Entre los espectadores se encontraba también nuestro estudiante del hospital, que no parecía ya acordarse de su aventura de la pasada noche. Llevaba puestos los chanclos, pues nadie los había reclamado, y como la calle estaba sucia de barro, pensó que le prestaron buen servicio. Estimó que la poesía era muy buena.
Aquella idea le preocupaba; le habría gustado no poco poseer unos anteojos como los descritos; utilizándolos bien, tal vez fuera posible ver el mismo corazón de las personas, lo cual resultaría aún más interesante que saber los acontecimientos del próximo año. Éstos se sabrían al cabo, mientras que aquello quedaría siempre oculto. "Sólo imagino toda la hilera de caballeros y señoras de primera fila: ¡si pudiese uno ver en sus corazones! Tendría que haber una abertura, una especie de escaparate. ¡Cómo recorrerían mis ojos las tiendas! Aquella dama posee seguramente un gran negocio de confección; la otra tiene la tienda vacía, pero no le vendría mal una limpieza general. Pero encontraría también buenos establecimientos. ¡Ay, sí! -suspiró-, sé de uno en que todo es excelente, lástima del empleado que hay en él; es lo único malo de la tienda. De todas partes me llamarían: ¡Venga, acérquese más, por favor! ¡Oh, si pudiese filtrarme en ellos como un minúsculo pensamiento!".
No necesitaron más los chanclos; el joven se contrajo e inició un viaje absolutamente insólito por los corazones de los espectadores de la primera fila. El primer corazón por el que pasó pertenecía a una dama; sin embargo, en el primer momento creyó encontrarse en un instituto ortopédico, como suelen llamarse esos establecimientos en los que el médico arregla deformidades humanas y endereza a las personas. Estaba en el cuarto de cuyas paredes cuelgan los moldes en yeso de los miembros deformes; con la única diferencia de que en el instituto se moldean al entrar el paciente, mientras en el corazón no se moldeaban y guardaban hasta que los interesados habían vuelto a salir. Eran vaciados de amigas, cuyos defectos, corporales y espirituales, se guardaban allí.
Rápidamente pasó a otro corazón, que le hizo el efecto de un venerable y espacioso templo. La blanca paloma de la inocencia aleteaba sobre el altar; ¡qué deseos sintió de hincarse de rodillas! Pero inmediatamente hubo de trasladarse al tercer corazón, aunque seguía oyendo las notas del órgano y tenía la impresión de haberse vuelto un hombre nuevo y mejor; no se sentía indigno de penetrar en el siguiente santuario, que le mostró una pobre buhardilla con una madre enferma. Por la abierta ventana, el sol bendito de Dios; magníficas rosas le hacían señas desde la pequeña maceta del tejado, y dos pájaros de color azul celeste cantaban alegrías infantiles, mientras la doliente madre pedía bendiciones para su hija.
Andando a gatas entróse luego en una carnicería abarrotada. No hacía sino toparse con carne y más carne. Era el corazón de un hombre rico y prestigioso, cuyo nombre anda en todas las bocas.
A continuación penetró en el corazón de su mujer, palomar viejo y derruido. El retrato del hombre servía de veleta; estaba en combinación con las puertas, las cuales se abrían y cerraban según giraba el hombre.
Vino después un salón de espejos, tal como el que tenemos en el palacio de Rosenborg; sólo que los cristales aumentaban en proporciones desmesuradas. En el centro del recinto, sentado en el suelo como un Dalai-Lama, estaba el insignificante YO de la persona, contemplando maravillado su propia talla.
Luego creyó entrar en un estrecho alfiletero lleno de punzantes alfileres, y no tuvo más remedio que pensar: "Seguramente es el corazón de una solterona". Pero era el de un joven guerrero, poseedor de numerosas condecoraciones y de quien se decía: es hombre de alma y corazón.
Completamente desconcertado salió el pobre pecador del último corazón de la serie; no era capaz de ordenar sus pensamientos, y pensó que su excesiva imaginación le había jugado una mala pasada. "¡Dios mío! -suspiró-, debo tener propensión a la locura. Además, aquí hace un calor asfixiante, la sangre se me sube a la cabeza". Entonces se acordó de su peripecia de la noche anterior, cuando la cabeza se le había quedado aprisionada entre los barrotes de la reja. "¡Allí lo cogí de seguro! -pensó-. Tengo que ponerle remedio cuanto antes. Un baño ruso me aliviaría. ¡Si pudiese estar ahora en la tabla más alta del baño de vapor!".
Y ahí lo tenéis en la tabla más alta del baño de vapor, pero con todos los vestidos, botas y chanclos. Las ardientes gotas de agua que caían del techo le daban en la cara.
"¡Uy!", gritó, saltando precipitadamente para meterse bajo la ducha fría. El guardián soltó un estridente grito al ver a aquel individuo vestido.
El estudiante tuvo la suficiente presencia de ánimo para decirle en voz baja:
- ¡Es una apuesta!
Pero lo primero que hizo en cuanto estuvo en su habitación fue aplicarse al pescuezo un gran vejigatorio español y tumbarse de espaldas, para que le saliese del cuerpo la locura.
A la mañana siguiente tenía toda la espalda ensangrentada; era cuanto había sacado de los chanclos de la Suerte.
5. - La metamorfosis del escribiente
Entretanto, el vigilante nocturno, a quien a buen seguro no habéis olvidado, pensaba en los chanclos que había encontrado y dejado luego en el hospital. Fue a reclamarlos, pero como ni el teniente ni nadie más de su calle los reconocieron por suyos, los entregó a la policía.
- Se parecen exactamente a los míos -dijo uno de los escribientes, examinando el par encontrado y poniéndolo al lado del suyo-. Creo que ni un zapatero los distinguiría.
- ¡Señor escribiente! -dijo un subalterno, entrando con unos papeles.
El escribiente se volvió y se puso a hablar con el otro; después miró nuevamente los chanclos, pero le resultaba ya imposible afirmar si los suyos eran los de la derecha o los de la izquierda.
"¿Deben de ser los mojados?" -pensó; pero se equivocó, pues eran los de la Suerte. ¿O creéis tal vez que un policía no puede equivocarse? Se los calzó, metióse los papeles en el bolsillo y se llevó algunos escritos bajo el brazo, para leerlos y copiarlos en su casa. Pero como era domingo por la mañana y hacía buen tiempo, pensó: "Una excursión a Frederiksberg me sentaría bien". ¡Pensado y hecho!
No podéis imaginar un hombre más plácido y diligente que aquel joven; justo es, pues, que le concedamos pasear a su gusto. Después de tantas horas de permanecer sentado, indudablemente la salida le hará bien.
Comenzó la excursioncita sin pensar en nada; por eso los chanclos no tuvieron ocasión de poner en efecto su virtud mágica. En el camino se encontró con un conocido, uno de nuestros jóvenes poetas, el cual le comunicó que al día siguiente emprendería su viaje veraniego.
- De modo que se marcha -dijo el escribiente-. Es usted un hombre feliz y libre. Puede volar adonde quiera, mientras nosotros estamos aquí encadenados.
- Pero su cadena está sujeta al árbol del pan -replicó el poeta- No tienen que preocuparse por el día de mañana, y si llegan a viejos, cobran una pensión.
- Sin embargo, ustedes llevan la mejor parte, -repuso el escribiente-. Es un placer estarse tranquilo componiendo poemas; todo el mundo les dirige palabras amables, y son dueños de su vida y de sus actos. Me gustaría que probase a lo que sabe, el ocuparse en esos estúpidos procesos.
El poeta meneó la cabeza, el escribiente hizo lo mismo, y se separaron sin haberse convencido mutuamente.
"Son gente original esos poetas -dijo el escribiente-. Me gustaría transformarme en una naturaleza como la suya y volverme poeta. Estoy seguro de que no escribiría estas elegías que ellos escriben. ¡Qué precioso día de primavera para un poeta! El aire es límpido y translúcido, las nubes se deslizan blandamente, y los prados nos envían sus aromas, ¡Cuántos años hacía que no gozaba de un momento como éste?".
Como podéis observar, se había transformado en poeta; no es que fuese nada extraordinario, pues es un disparate figurarse a los poetas como seres diferentes de los demás humanos; cabe muy bien que entre éstos haya naturalezas mucho más poéticas que algunas grandes personalidades reputadas de tales. La diferencia consiste sólo en que el poeta posee una memoria espiritual mejor y más potente, es capaz de retener las ideas y los sentimientos hasta darles forma clara y precisa por medio de la palabra; en cambio, los demás no son capaces de hacerlo. Pero el paso de una naturaleza ordinaria a otra mejor dotada supone siempre una transición, y ésta es la transición que experimentó nuestro escribiente.
"¡Qué maravillosa fragancia! -exclamó-. Me recuerda las violetas de tía Elena. Era yo un chiquillo entonces. ¡Cuánto tiempo hace que no había pensado en aquellos días! La pobre y bondadosa mujer vivía detrás de la Bolsa. Siempre tenía una rama o unos brotes en agua, por rudo que fuese el invierno. Las violetas olían, mientras yo aplicaba una perra chica calentada al cristal helado de la ventana para hacerme una mirilla. Era una vista preciosa. Fuera, en el canal, se alineaban los barcos inmovilizados por el hielo, sin tripulantes a bordo; toda la dotación se reducía a una chillona corneja. Pero, cuando empezaban a soplar los vientos primaverales, todo se animaba; entre cantos y hurras, aserraban el hielo, calafateaban los barcos y los aparejaban, y muy pronto se hacían a la mar hacia tierras extrañas. Yo me quedé y estoy condenado a seguir aquí, encerrado en la Comisaría, mirando cómo los demás sacan los pasaportes para trasladarse al extranjero. Es mi destino. ¿Qué hacerle?". Y suspiró profundamente. De pronto quedó suspenso: "¡Dios santo! ¿Qué me pasa? Jamás pensé ni sentí estas impresiones; debe ser el aire de primavera, angustioso y agradable al mismo tiempo". Y se sacó los papeles de¡ bolsillo. "Esto me hará pensar en otras cosas", dijo, dejando correr la mirada por el papel. "La Señora de Sigbrith; tragedia original en cinco actos", leyó. "¿Qué significa esto? Y, sin embargo, es de mi puño y letra. Es posible que haya escrito yo esta obra?". "La intriga del muro o El día de la penitencia; farsa musical", "Pero, ¿de dónde salen estas cosas? ¡Me lo habrán metido en el bolsillo! Aquí hay una carta". Era de la dirección del teatro, en que le rechazaban las obras en un lenguaje muy poco cortés. "¡Hum!", dijo el escribiente sentándose en un banco. Sus ideas estaban llenas de vida, y su corazón, de sentimiento; maquinalmente cogió una de las flores más cercanas; era una margarita vulgar; en un momento reveló todo aquello que, para explicarlo, los naturalistas emplean varias sesiones; le habló del mito de su nacimiento, de la fuerza de la luz solar, que extiende sus delicadas hojas y la obliga a esparcir su aroma. Entonces pensó él en las luchas de la vida, que tantos sentimientos despiertan también en nuestro pecho. El aire y la luz eran los amantes de la flor, pero la luz era el preferido, a ella se dirigía la flor, y si la luz se extinguía, ella plegaba sus pétalos y se dormía mecida por el aire. "A la luz es a quien debo mi hermosura", decía la flor. "Pero respiras gracias al aire", le susurró la voz del poeta.
A poca distancia, un muchachito golpeaba con un palo en un foso lleno de barro; las gotas de agua saltaban por entre las ramas verdes, y el escribiente pensó en los millones de animalitos que, encerrados en aquellas gotas, eran proyectados al aire, lo cual, considerando su volumen, significaba lo que para nosotros ser disparados a la región de las nubes. Pensando en el cambio que se había originado en su persona, el escribiente sonrió y dijo: "Debo dormir y soñar. Pero es muy extraño eso de estar soñando de modo tan natural y saber que se trata sólo de un sueño. ¡Si al menos lo recordase mañana, cuando despierte! Ahora me parece estar extraordinariamente bien dispuesto. ¡Lo veo todo tan claramente y me siento tan excitado!, y, sin embargo, estoy seguro de que si al despertarme recuerdo algo, será una estupidez; ya me ha ocurrido otras veces. Con las magnificencias que se ven y oyen en sueños, sucede lo que con el oro de los seres infernales. Cuando a uno se lo dan, es rico y espléndido, pero mirado a la luz del día no son más que piedras y hojas secas. ¡Ay! -suspiró melancólico, contemplando los pájaros cantores que saltaban alegremente de rama en rama-, ¡ésos son más dichosos que yo! ¡Volar! Éste sí que es un arte maravilloso. Feliz quien nació con él. Si me fuera dado metamorfosearme, lo haría en alondra".
En el mismo instante se le contrajeron los faldones de la levita y las mangas, transformándose en alas; los vestidos se trocaron en plumas, y los chanclos, en garras. El se dio cuenta, riéndose para sus adentros. "Bueno, ahora puedo convencerme de que estoy soñando, aunque nunca había tenido un sueño tan disparatado". Y remontándose a las ramas, se puso a cantar; pero en su canto no había poesía, pues su naturaleza poética había desaparecido. Como todo aquel que hace las cosas a conciencia, los chanclos no podían llevar a cabo dos funciones simultáneamente: quiso ser poeta, y lo fue; quiso ser pajarillo, y se convirtió en ave, pero cesando la propiedad anterior.
"Esto es lo más delicioso de todo -dijo-. De día estoy en la comisaría, sumido en la lectura de los expedientes más serios; de noche puedo soñar que vuelo, convertido en alondra, en los jardines de Frederiksberg. ¡Habría asunto para escribir una comedia!".
Bajó de nuevo para posarse en la hierba, y, volviendo la cabeza en todas direcciones, se puso a picotear los tallitos flexibles que, en proporción a su actual tamaño, le parecían largos como ramas de palmeras africanas.
Aquello duró unos instantes; luego lo envolvió la noche oscura: un objeto enorme -así se lo pareció- fue arrojado sobre él. Era una gorra con que un grumete quiso atrapar al pajarillo. Una mano que se metió por debajo, cogió al escribiente por la espalda y las alas, forzándolo a piar. En su primer momento de susto gritó con todas sus fuerzas: - ¡Mocoso desvergonzado! ¡Soy funcionario de la policía!-. Pero el muchacho no oyó más que un "¡pío-pío!". Dando un golpe al pájaro en el pico, se alejó con él.
En el paseo se encontró con dos escolares de la clase superior, me refiero a la clase social, entendámonos; pues como alumnos figuraban entre los de la cola. Compraron el pájaro por ocho chelines y de esta manera el escribiente fue a parar al seno de una familia de la calle de los Godos, de Copenhague.
"¡Menos mal que todo esto es un sueño! -dijo el escribiente-, de otro modo me enfadaría de verdad. Primero fui poeta, ahora soy alondra; seguramente fue la naturaleza poética la que me convirtió en este animalito. Sea como fuere, no deja de ser muy desagradable caer en manos de esta chiquillería. Me gustaría saber cómo terminará todo esto".
Los niños lo llevaron a una habitación hermosísima, donde los recibió sonriente una señora muy gorda. No se mostró muy contenta, empero, de que trajeran un pájaro tan vulgar como la alondra, pero, en fin, por aquel día les permitiría meterlo en la jaula desocupada que colgaba de la ventana. - Tal vez le guste a "Papaíto" -añadió, dirigiendo una sonrisa a un gran papagayo verde que se columpiaba muy orondo en su anillo, dentro de la preciosa jaula de latón-. Hoy es el cumpleaños de "Papaíto" -dijo con tonta ingenuidad-, y el pajarillo del campo lo va a felicitar.
"Papaíto" siguió columpiándose elegantemente sin responder una palabra; en cambio, rompió a cantar un lindo canario traído el año anterior de su cálida y fragante patria.
- ¡Escandaloso! -gritó la señora, echando sobre la jaula un pañuelo blanco.
- ¡pipip! -suspiró el pájaro-. ¡Vaya horrible nevada! - y se calló.
El escribiente, o, como decía la señorita, el pájaro campestre, fue a parar a una jaula, junto a la del canario y no lejos del loro. La única frase que sabía éste decir, y que a menudo repetía con mucha gracia, era: "¡Bueno, vamos a ser personas!".
Todo lo demás que gritaba era tan ininteligible como el trinar del canario, excepto para el escribiente, transformado ahora en pájaro. El comprendía muy bien a su compañero.
- Volaba en la verde palmera y el almendro florido -cantó el canario-. Volaba con mis hermanos por encima de flores bellísimas, por encima del lago, terso como un espejo, en cuyo fondo se mecían los reflejos de las plantas. Veía también muchos papagayos de vivos colores, que contaban graciosas historias.
- Eran salvajes -replicó el loro-, salvajes sin cultura.- Bueno, ¡vamos a ser personas! ¿Por qué no te ríes? Si la señora y los forasteros se ríen, también puedes hacerlo tú. Es un gran defecto el no ser capaz de disfrutar de lo que es verdaderamente recreativo. ¡Bueno, vamos a ser personas!
- ¡Oh!, ¿te acuerdas de las lindas doncellas que bailaban bajo las tiendas levantadas, junto a los árboles en flor? ¿Te acuerdas de los dulces frutos y del jugo refrescante de las hierbas silvestres?
- Sí, me acuerdo -dijo el papagayo-; pero aquí lo paso mucho mejor; me dan bien de comer y me tratan con todos los cuidados; sé que soy una buena cabeza y no pido más. ¡Seamos personas! Tú eres un alma de poeta, como dicen, pero yo poseo conocimientos fundamentales y gracia. Tú tienes eso que llaman genio, pero careces de discreción; te pierdes en esas elevadas notas naturales, y por eso te tapan. A mí no me lo hacen, pues les he costado más caro. Me impongo con el pico y, además, sé decir: ¡vitz, vitz, vitz! Bueno, ¡vamos a ser personas!
- ¡Ah, patria mía cálida y florida! -repitió el canario-. Quiero cantar tus árboles verde oscuro, y tus bahías tranquilas, donde las ramas besan la límpida superficie del agua; quiero cantar el gozo de mis relucientes hermanos, allí donde crecen las plantas-fuentes del desierto!
- ¡Cállate ya, con tus canciones tristes! -exclamó el papagayo-. Di algo que nos haga reír. La risa es el signo del sumo nivel intelectual. Dime tú si un perro o un caballo pueden reírse: no, llorar sí pueden, pero ¡reír!... Esta cualidad sólo se ha dado al hombre. ¡Ho, ho, ho! - riose el loro, y añadió su chiste: - ¡Vamos a ser personas!
- Tú, pobre y gris pajarillo danés -exclamó el canario también has caído prisionero. Seguramente en tus bosques hace más frío, pero por lo menos hay libertad. ¡Echa a volar! Se olvidaron de cerrar tu jaula, y la ventana superior está abierta. ¡Escapa, escapa!
El funcionario obedeció maquinalmente y salió volando de la jaula; en el mismo momento se oyó rechinar la entornada puerta de la habitación contigua y, con centelleantes ojos verdes, el gato de la casa se deslizó en la sala, lanzándose a la caza del pajarillo. El canario aleteó en la jaula, el papagayo gritó su "Vamos a ser personas", y el escribiente, presa de mortal pánico, levantó el vuelo, saliendo por la ventana y alejándose por encima de las casas y calles. Finalmente, hubo de detenerse a descansar. La casa de enfrente tenía algo de familiar, y como estaba abierta una de las ventanas, entró por ella: era su propio cuarto. Se posó sobre la mesa.
"¡Vamos a ser personas!" -exclamó, sin reparar en lo que decía; simplemente remedaba al papagayo y en el mismo instante volvió a ser el escribiente, sólo que se encontró sentado sobre la mesa.
- ¡Dios me ampare! -dijo-. ¿Cómo vine a parar aquí y me quedé dormido? ¡Qué sueño más agitado! ¡Y qué estupidez todo él!
6. - Lo mejor que trajeron los chanclos
Al día siguiente, a primera hora, y cuando el escribiente estaba aún acostado, llamaron a la puerta. Era su vecino de la puerta de enfrente, un joven seminarista.
- Préstame tus chanclos -dijo-, el jardín está muy mojado, pero hace un sol espléndido. Me apetece bajar a fumar una pipa.
Calzóse los chanclos, y poco después se encontraba en el jardín, donde crecían un ciruelo y un peral. En el centro de Copenhague, un jardincito como aquél es tenido por un lujo envidiable.
El seminarista se puso a pasear de un lado a otro; eran sólo las seis; en la calle resonó la corneta del postillón.
- ¡Ay, viajar, viajar! -exclamó el hombre-. Es la máxima felicidad del mundo, el colmo de mis deseos. Si pudiera hacerlo, se calmaría esta inquietud que me atormenta. Pero habría de ir muy lejos; quisiera ver Suiza, recorrer Italia...
Por fortuna, los chanclos obraron en seguida, pues de otro modo habría ido a parar demasiado lejos, tanto para el como para nosotros. Estaba en pleno viaje: se encontró nada menos que en Suiza, apretujado con otros ocho pasajeros en el interior de una diligencia.
Le dolía la cabeza, sentía un gran cansancio en la nuca, y la sangre se le había acumulado en los pies, que estaban hinchados y oprimidos por el calzado. Se hallaba en un estado de duermevela, entre dormido y despierto. En el bolsillo derecho llevaba una carta de crédito; en el izquierdo, el pasaporte, y en un pequeño bolso de cuero, sobre el pecho, algunas monedas de oro bien cosidas. En sus sueños veía que uno u otro de aquellos tesoros se había perdido; por eso despertó sobresaltado, y el primer movimiento de su mano fue dibujar un triángulo, de derecha a izquierda y al pecho, para cerciorarse de que sus cosas seguían en su sitio. Paraguas, bastones y sombreros se tambaleaban en la red de encima de su cabeza, privándose de gozar de un panorama maravilloso. Él lo miraba por el rabillo del ojo, mientras su corazón cantaba lo que ya cantara en Suiza por lo menos un poeta a quien conocemos, bien que hasta la fecha no ha dado el poema a la imprenta:
Es éste un mundo en verdad maravilloso.
Veo alzarse el Montblanc altivo y majestuoso.
¡Ah!, si dinero para viajar tuviera,
la vida fuera entonces llevadera.
La Naturaleza que lo rodeaba era grandiosa, grave y oscura. Los bosques de abetos parecían brezos en las altas rocas, cuyas cumbres se ocultaban en la niebla. Comenzaba a nevar, y soplaba un viento helado.
"¡Uf! -suspiró-, ojalá estuviésemos del otro lado de los Alpes. Sería tiempo de verano y habría cobrado la letra. El miedo que esto me da, me quita todo el gusto de estar en Suiza. ¡Ay, si estuviese ya del otro lado!".
Ahí lo tenéis en la otra vertiente de los Alpes, en plena Italia, entre Florencia y Roma. El Lago Trasimeno brillaba, a la luz vespertina, como oro flameante entre las montañas de un azul oscuro. En el lugar donde Aníbal derrotara a Flaminio, los sarmientos de la vid se daban ahora las manos, cogiéndose apaciblemente por los verdes dedos; simpáticos rapaces medio desnudos guardaban una manada de cerdos, negros como el carbón, bajo un grupo de olorosos laureles, al borde del camino. Si fuésemos capaces de reproducir fielmente aquel cuadro, los lectores gritarían: "¡Magnífica Italia!". Sin embargo, no fue ésta la exclamación que salió de los labios del seminarista ni de ninguno de los viajeros.
Moscas y mosquitos apestosos invadían por millares el interior del coche; era inútil esquivarlos con ramas de mirto; a pesar de todo, seguían picando. No había nadie en el carruaje cuyo rostro no estuviese hinchado por las sangrientas picaduras. Los pobres caballos eran devorados vivos; las moscas los atacaban a montones, y sólo de tarde en tarde bajaba el cochero a espantarlas. Se puso el sol, y un frío, pasajero pero intenso, recorrió la Naturaleza toda; verdaderamente no resultaba agradable; pero en derredor, montañas y nubes adquirían una maravillosa tonalidad gris, clara y brillante - ¿cómo decirlo? Ve tú mismo y míralo con tus propios ojos; mejor es esto que leer descripciones de viaje. Era incomparable, y así lo encontraron también los viajeros; pero iban con el estómago vacío, y el cuerpo cansado; todo el anhelo del corazón se centraba en un buen descanso nocturno: ¿lo encontrarían? Todos pensaban más en resolver este problema que en las bellezas naturales.
Atravesaban un bosque de olivos; era algo así como cuando en la patria pasaban entre nudosos sauces; y allí encontraron una solitaria posada, en cuya puerta se había estacionado una docena de mendigos lisiados; el más robusto de ellos parecía - para servirnos de una expresión de Marryat - "el hijo primogénito del Hambre, llegado a la mayor edad"; los restantes eran ciegos, o privados de piernas, por lo que se arrastraban sobre las manos, o mancos, sin brazos o sin dedos. Era la miseria harapienta.
- Eccellenza, miserabili! -clamaban, exhibiendo los miembros mutilados. Salió a recibir a los pasajeros la posadera en persona, descalza, desgreñada y con una blusa asquerosa. Las puertas estaban sujetas con bramantes; el suelo de las habitaciones era de una mezcla abigarrada de ladrillos; murciélagos volaban por debajo del techo, y en cuanto al olor...
- Creo que sería mejor instalarnos en el establo -dijo uno de los viajeros-, al menos allí sabe uno lo que respira.
Abrieron las ventanas para que penetrase un poco de aire fresco; pero antes que éste llegaron los brazos estropeados y la eterna lamentación: "Miserabili, Eccellenza!". En las paredes podían leerse numerosas inscripciones, la mitad de ellas contra la "bella Italia".
Sirvieron la comida: una sopa de agua, sazonada con pimienta y aceite rancio; luego un plato de ensalada aliñada con el mismo aceite. Los platos fuertes fueron huevos podridos y crestas de pollo asadas. Incluso el vino tenía un sabor extraño; sabía a medicina.
Por la noche colocaron las maletas contra la puerta, y uno de los viajeros se encargó de la vigilancia mientras los demás dormían. Al seminarista lo tocó actuar de centinela. ¡Qué bochorno! El calor era opresivo, los mosquitos zumbaban y picaban, y los "miserabili" del exterior seguían quejándose en sueños.
"Sí, eso de viajar está muy bien -díjose el seminarista-, sólo que sobra el cuerpo. Éste debiera poder descansar, mientras el espíritu vuela. Dondequiera que llego, noto que me falta algo, y siento como una opresión en el corazón; quiero algo que sea mejor que lo que tengo en aquel momento; pero, ¿qué es y dónde está? En el fondo sé bien lo que quiero: llegar a un fin feliz, el más feliz de todos".
No bien había pronunciado este deseo, se encontró en su patria, en su hogar; las largas cortinas blancas colgaban ante las ventanas, y en el suelo, en el centro de la habitación, había el negro ataúd, en el cual dormía él el sueño de la muerte. Su deseo quedaba cumplido: el cuerpo reposaba, y el alma viajaba. "No creas que nadie sea feliz antes de estar en la tumba" -tales fueron las palabras de Solón; y aquí se confirmaba su verdad.
Todo cadáver es una esfinge de la inmortalidad. La esfinge tendida en aquel féretro tampoco nos respondió a lo que el vivo había escrito dos días antes:
Tu silencio, ¡oh, muerte!, es horror y desconsuelo,
tus duras huellas son losas sepulcrales.
¿No puede el pensamiento elevarse al cielo?
¿Somos acaso sólo carne y huesos mortales?
Al mundo un gran dolor suele quedar oculto.
Para ti, solo siempre, fue una gracia la muerte.
Más pesó el mundo sobre tu corazón,
que la tierra que echaron sobre tu cuerpo inerte.
Dos personajes iban de un lado para otro de la habitación, dos personajes a quienes ya conocemos: el hada de la Preocupación y la mensajera de la Suerte. Las dos se inclinaron sobre el cadáver.
- ¿Ves -dijo la primera qué felicidad han proporcionado tus chanclos a los humanos?
- Al menos al que aquí duerme le dieron un bien eterno -respondió la otra.
- ¡Oh, no! -replicó la Preocupación-. Se marchó por propia voluntad, sin ser llamado; su fuerza espiritual no fue bastante para explotar los tesoros que su destino le asignó en esta Tierra. Voy a hacerle un favor.
Y le quitó los chanclos de los pies, con lo cual terminó el sueño de muerte, y el resucitado se incorporó. La Preocupación desapareció, llevándose los chanclos; seguramente los consideraría como de su propiedad.
I. En begyndelse.
Det var i København, på Østergade i et af husene, ikke langt fra Kongens Nytorv, at der var stort selskab, for det må man have imellem, så er det gjort og så kan man blive inviteret igen. Den ene halvdel af selskabet sad allerede ved spillebordene, og den anden halvdel ventede på hvad der ville komme ud af fruens: "Ja, nu skulle vi se til at finde på noget!" Så vidt var man og samtalen gik, som den kunne. Blandt andet faldt også talen på Middelalderen, Enkelte anså denne for langt bedre end vor tid, ja justitsråd Knap forsvarede så ivrig denne mening, at fruen straks holdt med ham, og begge ivrede da mod Ørsteds ord i almanakken om gamle og nye tider, hvori vor tidsalder i det væsentlige sættes øverst. Justitsråden anså kong Hans' tid for den dejligste og allerlykkeligste.
Under al den snak for og imod, der ikke blev afbrudt uden et øjeblik ved avisen der kom, men i den stod der ikke noget der var værd at læse, vil vi gå ud i det forreste værelse, hvor overtøj, stokke, paraplyer og galocher havde plads. Her sad to piger, en ung og en gammel; man skulle tro, at de var kommet for at følge deres herskab, en eller anden gammel frøken eller enkefrue, men så man lidt nøjere på dem, så begreb man snart, at de ikke var almindelige tjenestepiger, dertil var deres hænder for fine, deres holdning og hele bevægelse for kongelig, for det var den, og klæderne havde også et ganske eget dristigt snit. Det var to feer, den yngste var vel ikke Lykken selv, men en af hendes kammerjomfruers kammerpiger, der bringer de mindre Lykkens gaver omkring, den ældre så så inderlig alvorlig ud, det var Sorgen, hun går altid selv i egen høje person sine ærinder, så ved hun, at de bliver vel udført.
De fortalte hinanden, hvor de denne dag havde været; hun, som var kammerjomfruens kammerpige hos Lykken, havde endnu kun besørget nogle ubetydelige ærinder, hun havde, sagde hun, frelst en ny hat fra regnskyl, skaffet en ærlig mand en hilsen af et fornemt nul og sådant noget, men hvad hun endnu havde tilbage var noget ganske ualmindeligt.
"Jeg må da fortælle," sagde hun, "at det er min fødselsdag i dag, og til ære for denne er mig betroet et par galocher, som jeg skal bringe menneskeheden. Disse galocher har den egenskab, at enhver, som får dem på, øjeblikkelig er på det sted eller i den tid, hvor han helst vil være, ethvert ønske med hensyn til tid eller sted bliver straks opfyldt, og mennesket således endelig engang lykkelig hernede!"
"Jo, det kan du tro!" sagde Sorgen, "han bliver såre ulykkelig og velsigner det øjeblik, han igen er fri for galocherne!"
"Hvor vil du hen!" sagde den anden, "nu stiller jeg dem her ved døren, én tager fejl og bliver den lykkelige!"
Se det var den samtale.
II. Hvorledes det gik justitsråden.
Det var sildigt; justitsråd Knap, fordybet i kong Hans' tid, ville hjem og nu var det ham styret så, at han, i stedet for sine galocher, fik Lykkens på og trådte ud på Østergade; men han var ved galochernes tryllekraft trådt tilbage i kong Hans' tid, og derfor satte han foden lige ud i dynd og mudder på gaden, eftersom der i de tider endnu ikke fandtes brolægning.
"Det er jo forfærdeligt, hvor sølet her er!" sagde justitsråden. "Hele fortovet er væk og alle lygterne slukkede!"
Månen var endnu ikke kommet højt nok op, luften desuden temmelig tyk, så alt rundt om flød hen i mørke. På det nærmeste hjørne hang imidlertid en lanterne foran et madonnabillede, men den lysning var så godt som ingen, han bemærkede den først, idet han stod lige derunder og hans øjne faldt på det malede billede med moderen og barnet.
"Det er nok," tænkte han, "et kunstkabinet, hvor de har glemt at tage skiltet ind!"
Et par mennesker, i tidsalderens dragt, gik ham forbi.
"Hvordan var det de så ud! de kom nok fra maskerade!"
Med ét lød trommer og piber, stærke blus lyste; justitsråden standsede og så nu et forunderligt tog komme forbi. Allerforrest gik en hel trop trommeslagere, som ret artigt behandlede deres instrument, dem fulgte drabanter med buer og armbøsser. Den fornemste i toget var en gejstlig mand. Forbavset spurgte justitsråden, hvad dette havde at betyde og hvem denne mand var.
"Det er Sjællands biskop!" svarede man.
"Herregud, hvad går der af bispen?" sukkede justitsråden og rystede med hovedet, bispen kunne det dog umuligt være. Grundende herover og uden at se til højre eller venstre gik justitsråden gennem Østergade og over Højbroplads. Broen til Slotspladsen var ikke at finde, han skimtede en sid åbred og stødte endelig her på to karle, der lå med en båd.
"Vil herren sættes over på Holmen?" spurgte de.
"Over på Holmen?" sagde justitsråden, der jo ikke vidste i hvilken tidsalder han vandrede, "jeg vil ud på Christianshavn i Lille Torvegade!"
Karlene så på ham.
"Sig mig bare, hvor broen er!" sagde han. "Det er skændigt, her ingen lygter er tændt, og så er det et søle, som om man gik i en mose!"
Jo længere han talte med bådsmændene, des uforståeligere blev de ham.
"Jeg forstår ikke jeres bornholmsk!" sagde han til sidst vredt, og vendte dem ryggen. Broen kunne han ikke finde; rækværk var der heller ikke! "Det er en skandale, som her ser ud!" sagde han. Aldrig havde han fundet sin tidsalder elendigere, end denne aften. "Jeg tror, jeg vil tage en droske!" tænkte han, men hvor var droskerne? Ingen var at se. "Jeg får gå tilbage til Kongens Nytorv, der holder vel vogne, ellers kommer jeg nok aldrig ud på Christianshavn!"
Nu gik han da til Østergade og var næsten igennem den, idet Månen kom frem.
"Herregud, hvad er det for et stillads de har stillet op!" sagde han, ved at se Østerport, som på den tid havde plads for enden af Østergade.
Endelig fandt han dog en låge, og gennem denne kom han ud på vort Nytorv, men det var en stor enggrund; enkelte buske struttede frem og tværs over engen gik en bred kanal eller strøm. Nogle usle træboder for de hollandske skippere, efter hvilke stedet havde navnet Hallandsås, lå på den modsatte bred.
"Enten ser jeg fata morgana, som man kalder det, eller jeg er fuld!" jamrede justitsråden. "Hvad er dog dette! hvad er dog dette?"
Han vendte om igen i den fast tro, at han var syg; idet han kom ind i gaden, så han lidt nøjere på husene, de fleste var bindingsværk og mange havde kun stråtag.
"Nej, jeg er slet ikke vel!" sukkede han, "og jeg drak dog kun ét glas punch! men jeg kan ikke tåle det! og det var også inderligt galt, at give os punch og varm laks! det skal jeg også sige agentinden! Skulle jeg gå tilbage igen og lade dem vide, hvorledes jeg har det! men det er så flovt! og mon de er oppe endnu!"
Han søgte efter gården, men den var ikke til at finde.
"Det er dog forfærdeligt! jeg kan ikke kende Østergade igen! ikke én butik er der! gamle, elendige rønner ser jeg, som om jeg var i Roskilde eller Ringsted! Ak jeg er syg! det kan ikke hjælpe at genere sig! Men hvor i verden er dog agentens gård? Den er ikke sig selv mere! men derinde er dog folk oppe; ak! jeg er ganske vist syg!"
Nu stødte han på en halvåben dør, hvor lyset faldt ud gennem sprækken. Det var et af den tids herbergsteder, en art ølhus. Stuen havde udseende af de holstenske diler; en del godtfolk, bestående af skippere, københavnske borgere og et par lærde sad her i dyb diskurs ved deres krus og gav kun liden agt på ham som trådte ind.
"Om forladelse," sagde justitsråden til værtinden, som kom hen imod ham, "jeg har fået så inderlig ondt! vil De ikke skaffe mig en droske ud til Christianshavn!"
Konen så på ham og rystede med hovedet; derpå tiltalte hun ham i det tyske sprog. Justitsråden antog, at hun ikke kunne den danske tunge og fremførte derfor sit ønske i tysk; dette tilligemed hans dragt bestyrkede konen i, at han var en udlænding; at han befandt sig ilde, begreb hun snart og gav ham derfor et krus vand, rigtignok noget brak, det var hentet ude fra brønden.
Justitsråden støttede sit hoved på sin hånd, trak vejret dybt og grundede over alt det sælsomme omkring sig.
"Er det 'Dagen' for i aften," spurgte han for at sige noget, idet han så konen flytte et stort papir.
Hun forstod ikke, hvad han mente, men rakte ham bladet, det var et træsnit, der viste et luftsyn, set udi den stad Køln.
"Det er meget gammelt!" sagde justitsråden og blev ganske oprømt ved at træffe på sådant et gammelt stykke. "Hvor er De dog kommet over det sjældne blad? Det er meget interessant, skønt det hele er en fabel! man forklarer slige luftsyn ved at det er nordlys, man har set; rimeligvis fremkommer de ved elektriciteten!"
De som sad nærmest og hørte hans tale, så forundrede på ham og en af dem rejste sig, tog ærbødigt hatten af og sagde med den alvorligste mine: "I er vist en meget lærd mand, monsieur!"
"Oh, nej!" svarede justitsråden, "jeg kan tale med om et og andet, som man jo skal kunne det!"
"Modestia er en skønne dyd!" sagde manden, "i øvrigt må jeg sige til eders tale, mihi secus videtur, dog suspenderer jeg gerne her mit Judicium!"
"Tør jeg ikke spørge, hvem jeg har den fornøjelse at tale med?" spurgte justitsråden.
"Jeg er baccalaureus udi den hellige skrift!" svarede manden.
Dette svar var justitsråden nok, titlen svarede her til dragten; det er vist, tænkte han, en gammel landsbyskolemester, en aparte fyr, som man endnu kan træffe dem oppe i Jylland.
"Her er vel ikke locus docendi," begyndte manden, "dog beder jeg, I vil bemøje eder med at tale! I har en stor læsning vist i de gamle!"
"Oh, ja såmænd!" svarede justitsråden, "jeg læser gerne gamle nyttige skrifter, men jeg kan også godt lide de nyere, kun ikke 'Hverdagshistorierne,' dem har vi nok af i virkeligheden!"
"Hverdagshistorier?" spurgte vor baccalaureus.
"Ja, jeg mener disse nye romaner man har."
"Oh," smilede manden, "der er dog et stort snilde i dem og de læses ved hoffet; kongen ynder særdeles romanen om hr. Iffven og hr. Gaudian, der handler om kong Artus og hans kæmper ved det runde bord, han har skæmtet derover med sine høje herrer!"*
* Holberg fortæller i sin Danmarks Riges Historie, at kong Hans en dag, da han havde læst i romanen om kong Artus, skæmtede med den bekendte Otto Rud, som han holdt meget af: "Hr. Iffvent og hr. Gaudian som jeg finder udi denne bog, har været mærkelige riddere, sådanne riddere finder man nu om stunder ikke mere!" Hvortil Otto Rud svarede, "hvis der var sådanne kæmper, som kong Artus, skulle der vel også findes mange riddere, som hr. Iffvent og hr. Gaudian!"
"Ja, den har jeg ikke læst endnu!" sagde justitsråden, "det må være en ganske ny en, Heiberg har ladet udkomme!"
"Nej," svarede manden, "den er ikke udkommet ved Heiberg, men ved Godfred von Gehmen!"
"Så det er forfatteren!" sagde justitsråden, "det er et meget gammelt navn! det er jo den første bogtrykker, der har været i Danmark?"
"Ja, det er vor første bogtrykker!" sagde manden. Således gik det ganske godt; nu talte en af de gode borgermænd om den særdeles pestilens, der havde regeret for et par år siden, og mente den i 1484, justitsråden antog, at det var kolera talen var om, og så gik diskursen ret godt. Fribytterkrigen 1490 lå så nær, at den måtte berøres, de engelske fribyttere havde taget skibene på Reden, sagde de; og justitsråden, der ret havde levet ind i begivenheden 1801, stemte fortræffeligt i med mod engelskmanden. Den øvrige tale derimod gik ikke så vel, hvert øjeblik blev det gensidig bedemandsstil; den gode baccalaureus var alt for uvidende, og justitsrådens simpleste ytringer klang ham igen for dristige og for fantastiske. De så på hinanden, og blev det alt for galt, så talte baccalaureus latin, idet han så troede bedre at blive forstået, men det hjalp dog ikke.
"Hvorledes er det med Dem!" spurgte værtinden, og trak justitsråden i ærmet; nu kom hans besindelse tilbage, for imedens han talte havde han rent glemt alt hvad der var gået forud.
"Herregud, hvor er jeg!" sagde han og svimlede ved at betænke det.
"Klaret vil vi drikke! Mjød og bremerøl," råbte en af gæsterne, "og I skal drikke med!"
To piger kom ind, den ene havde to kulører i huen. De skænkede og nejede; justitsråden løb det iskoldt ned af ryggen.
"Hvad er dog dette! hvad er dog dette!" sagde han, men han måtte drikke med dem; de tog ganske artigt fat på den gode mand, han var meget fortvivlet, og da en af dem sagde, at han var drukken, tvivlede han aldeles ikke på mandens ord, bed dem bare om at skaffe sig en droske, og så troede de, han talte moskovitisk.
Aldrig havde han været i så råt og simpelt selskab; man skulle tro, landet var gået tilbage i hedendømmet, mente han, "det er det skrækkeligste øjeblik i mit liv!" men i det samme fik han den tanke, at han ville bukke sig ned under bordet, krybe hen til døren og så se til at slippe ud, men idet han var ved udgangen, mærkede de andre, hvad han havde for, de greb ham ved benene, og da, til hans gode lykke, gik galocherne af og - med disse, hele trylleriet.
Justitsråden så ganske tydeligt foran sig en klar lygte brænde, og bag denne lå en stor gård; han kendte den og nabogårdene, det var på Østergade, således som vi alle kender den, han lå med benene hen imod en port, og lige overfor sad vægteren og sov.
"Du min skaber, har jeg ligget her på gaden og drømt!" sagde han. "Ja, det er Østergade! hvor velsignet lys og broget! Det er dog skrækkeligt, hvor det glas punch må have virket på mig!"
To minutter efter sad han i en droske, som kørte til Christianshavn med ham; han tænkte på den angst og nød, han havde overstået, og priste af hjertet den lykkelige virkelighed, vor tid, der med alle sine mangler dog var langt bedre, end den han nylig havde været i, og se det var fornuftigt af justitsråden!
III. Vægterens eventyr.
"Der ligger såmænd et par galocher!" sagde vægteren. "Det er vistnok løjtnantens, som bor deroppe. De ligger lige ved porten!"
Gerne havde den ærlige mand ringet på og afleveret dem, thi der var lys endnu, men han ville ikke vække de andre folk i huset og derfor lod han være.
"Det må være ganske lunt, at have et sådant par tingester på!" sagde han. "De er så linde i læderet!" De sluttede om hans fødder. "Hvor det dog er løjerligt i verden! nu kunne han gå i sin gode seng, men se, om han gør det! op og ned af gulvet trisser han! det er et lykkeligt menneske! han har hverken mutter eller rollingerne! hver aften er han i selskab, gid at jeg var ham, ja så var jeg en lykkelig mand!"
Idet han sagde sit ønske, virkede galocherne, han havde taget på, vægteren gik over i løjtnantens hele person og tænkning. Der stod han oppe i værelset og holdt mellem fingrene et lille rosenrødt papir, hvorpå var et digt, et digt af hr. løjtnanten selv; for hvem har ikke engang i sit liv været stemt til at digte, og nedskriver man da tanken, så har man verset. Her stod skrevet:
"Gid jeg var rig!"
"Gid jeg var rig!" det bad jeg mangen gang,
da jeg endnu var knap en alen lang.
Gid jeg var rig! så blev jeg officer,
fik mig en sabel, uniform og fjer.
Den tid dog kom, at jeg blev officer,
Men ingensinde var jeg rig, desværre!
Mig hjalp Vorherre!
Livsglad og ung, jeg sad en aftenstund,
en syvårs pige kyssede min mund,
thi jeg var rig på sagn og eventyr,
i penge derimod en fattig fyr,
men barnet brød sig kun om eventyr,
da var jeg rig, men ej på guld desværre,
det ved Vorherre!
"Gid jeg var rig!" er end min bøn til Gud,
nu er den syvårs pige vokset ud,
hun er så smuk, så klog, så ejegod.
Hvis hun mit hjertes eventyr forstod,
hvis hun, som før - jeg mener, var mig god,
dog jer er fattig, derfor tavs desværre,
så vil Vorherre!
Gid jeg var rig på trøst og rolighed,
da kom min sorg ej på papiret ned!
Du, som jeg elsker, hvis du mig forstår,
læs dette, som et digt fra ungdoms år!
Det er dog bedst, hvis du det ej forstår,
jeg fattig er, min fremtid mørk desværre,
dig signe vil Vorherre!
Ja, sådanne vers skriver man, når man er forelsket, men en besindig mand lader dem ikke trykke. Løjtnant, kærlighed og trang, det er en trekant eller lige så godt, det er halvparten af Lykkens sønderbrudte terning. Dette følte løjtnanten også, og derfor lagde han hovedet mod vindueskarmen og sukkede ganske dybt:
"Den fattige vægter ude på gaden er langt lykkeligere end jeg! han kender ikke hvad jeg kalder savn! han har et hjem, en kone og børn, der græder ved hans sorg, glæder sig ved hans glæde! oh jeg var lykkeligere, end jeg er, kunne jeg gå lige lukt over i ham, for han er lykkeligere end jeg!"
I samme øjeblik var vægteren igen vægter, thi det var ved Lykkens galocher han var blevet løjtnanten, men som vi så, følte han sig da endnu langt mindre tilfreds og ville dog helst være hvad han egentlig var. Altså vægteren var igen vægter.
"Det var en fæl drøm!" sagde han, "men løjerlig nok var den. Jeg syntes, at jeg var løjtnant deroppe og det var slet ingen fornøjelse. Jeg savnede mutter og rollingerne, som er færdige ved at kysse mig øjnene ud!"
Han sad igen og nikkede, drømmen ville ham ikke ret ud af tankerne, galocherne havde han endnu på fødderne. Et stjerneskud spillede lige hen ad himlen.
"Der gik den!" sagde han, "der er nok alligevel! jeg havde nok lyst til at se de tingester lidt nærmere, især Månen, for den bliver da ikke borte mellem hænderne. Når vi dør, sagde studenten, som min kone vasker groft for, flyver vi fra den ene til den anden. Det er en løgn, men artigt nok kunne det være. Gid jeg måtte gøre et lille hop derop, så kunne kroppen gerne blive her på trappen!"
Se, der er nu visse ting i verden, man må være meget forsigtig med at udtale, men endnu mere forsigtig bør man især være, dersom man har Lykkens galocher på fødderne. Hør bare, hvorledes det gik vægteren.
Hvad os mennesker angår, da kender vi jo næsten alle hurtigheden ved damp, vi har prøvet den enten på jernbaner eller med skibet hen over havet; dog denne flugt er ligesom dovendyrets vandring eller sneglens march mod den hurtighed, lyset tager; det flyver nitten millioner gange hurtigere end den bedste væddeløber, og dog er elektriciteten endnu hurtigere. Døden er et elektrisk stød, vi får i hjertet; på elektricitetens vinger flyver den frigjorte sjæl. Otte minutter og nogle sekunder er sollyset om en rejse af over tyve millioner mile; med elektricitetens hurtigpost behøver sjælen færre minutter, for at gøre samme flugt. Rummet mellem kloderne er for den ej større, end det i en og samme by er for os mellem vore venners huse, selv om disse ligger temmeligt nær ved hinanden, imidlertid koster dette elektriske hjertestød os legemets brug hernede, dersom vi ikke, ligesom vægteren her, har Lykkens galocher på.
I nogle sekunder var vægteren faret de 52,000 mil til månen, der, som man ved, er skabt af et stof, langt lettere end vor jord, og er hvad vi vil kalde blød, som nysfalden sne. Han befandt sig på et af de utallige mange ringbjerge, som vi kender af Dr. Mädlers store kort over Månen; for det kender du da? indvendigt gik ringbjerget lige stejlt ned i en kedel, en hel dansk mil; dernede lå en by, der havde et udseende som æggehvide i et glas vand, lige så blød og lige sådan med tårne og kupler og sejlformede altaner, gennemsigtige og svajende i den tynde luft; vor jord svævede, som en stor ildrød kugle over hans hoved.
Der var så mange skabninger, og alle vistnok hvad vi vil kalde mennesker, men de så ganske anderledes ud, end vi; de havde også et sprog, men ingen kan jo forlange, at vægterens sjæl skulle forstå det, alligevel kunne den det.
Vægterens sjæl forstod meget godt månebeboernes sprog. De disputerede om vor jord og betvivlede, at den kunne være beboet, luften måtte der være for tyk til at nogen fornuftig måneskabning kunne leve i den. De anså alene Månen for at have levende væsener, den var den egentlige klode, hvor de gamle klodefolk boede.
Men vi søger ned igen til Østergade og ser der, hvorledes vægterens legeme har det.
Livløst sad det på trappen, morgenstjernen var faldet det ud af hånden og øjnene så op imod Månen efter den ærlige sjæl, som gik om deroppe.
"Hvad er klokken vægter?" spurgte en forbigående. Men hvem der ikke svarede var vægteren; så knipsede han ham ganske sagte på næsen, og der gik balancen; kroppen lå så lang den var, mennesket var jo dødt. Der kom en stor forskrækkelse over ham der knipsede; vægteren var død og død blev han; det blev meldt og det blev omtalt, og i morgenstunden bar man kroppen ud på hospitalet.
Det kunne nu blive en ganske artig spas for sjælen, dersom den kom tilbage og efter al sandsynlighed søgte kroppen på Østergade, men ingen fandt; rimeligvis ville den vel først løbe op på politikammeret, senere hen på adressekontoret, at den derfra kunne efterlyses mellem bortkomne sager, og til sidst ud på hospitalet; dog vi kan trøste os med, at sjælen er snildest, når den er på sin egen hånd, legemet gør den kun dum.
Som sagt, vægterens krop kom på hospitalet, blev der bragt ind på renselsesstuen, og det første man her gjorde var naturligvis at tage galocherne af, og da måtte sjælen tilbage; den tog straks retning lige efter legemet, og med ét kom der liv i manden. Han forsikrede, at det havde været den skrækkeligste nat i hans liv; ikke for to mark ville han have sådanne fornemmelser igen, men nu var jo det overstået.
Samme dag blev han udskrevet igen, men galocherne blev på hospitalet.
IV. Et hovedmoment. Et deklamationsnummer.
En højst usædvanlig rejse.
Enhver københavner ved nu, hvorledes indgangen til Frederiks Hospital i København ser ud, men da rimeligvis også nogle ikke-københavnere læse denne historie, må vi give en kort beskrivelse.
Hospitalet er skilt fra gaden ved et temmeligt højt gitter, i hvilket de tykke jernstænger står så vidt fra hinanden, at der fortælles, at meget tynde kandidater skulle have klemt sig igennem og således gjort deres små visitter ude. Den del af legemet, der faldt vanskeligst at praktisere ud, blev hovedet; her, som tit i verden, var altså de små hoveder de lykkeligste. Dette vil være nok, som indledning.
En af de unge volontører, om hvem man kun i legemlig henseende kunne sige, at han havde et tykt hoved, havde just vagt denne aften; det var en skyllende regn; dog uagtet begge disse hindringer måtte han ud, kun et kvarter, det var ikke noget, syntes han, der var værd at betro til portneren, når man kunne smutte mellem jernstængerne. Der lå de galocher, vægteren havde glemt; mindst tænkte han på, at de var Lykkens, de kunne være meget gode i dette vejr, han tog dem på, nu var det, om han kunne klemme sig igennem, aldrig før havde han forsøgt det. Der stod han nu.
"Gud give jeg havde hovedet udenfor!" sagde han, og straks, skønt det var meget tykt og stort, gled det let og lykkeligt igennem, det måtte galocherne forstå; men nu skulle da kroppen ud med, her stod han.
"Uh, jeg er for tyk!" sagde han, "hovedet havde jeg tænkt, var det værste! jeg kommer ikke igennem."
Nu ville han rask tage hovedet tilbage, men det gik ikke. Halsen kunne han bekvemt bevæge, men det var også alt. Den første følelse var, at han blev vred, den anden, at humøret sank lige ned under nul. Lykkens galocher havde bragt ham i den skrækkeligste stilling, og ulykkeligvis faldt det ham ikke ind, at ønske sig fri, nej, han handlede og kom så ikke af stedet. Regnen skyllede ned, ikke et menneske var at se på gaden. Portklokken kunne han ikke nå, hvorledes skulle han dog slippe løs. Han forudså, at her kunne han komme til at stå til morgenstunden, så måtte man da sende bud efter en smed, for at jernstængerne kunne files over, men det gik ikke så gesvindt, hele den blå drengeskole lige overfor ville komme på benene, hele Nyboder arrivere, for se ham stå i gabestokken, der ville blive tilløb, ganske anderledes, end til kæmpeagaven i fjor. "Hu! Blodet stiger mig til hovedet, så jeg må blive gal! - ja jeg bliver gal! oh gid jeg var vel løs igen, så gik det vel over!"
Se, det skulle han have sagt noget før, øjeblikkelig, som tanken var udtalt, havde han hovedet frit, og styrtede nu ind, ganske forstyrret over den skræk, Lykkens galocher havde bragt ham i.
Hermed må vi slet ikke tro, at det hele var forbi, nej - det bliver værre endnu.
Natten gik og den følgende dag med, der kom ingen bud efter galocherne.
Om aftnen skulle gives en forestilling på det lille teater i Kannikestræde. Huset var propfuldt; mellem deklamationsnumrene blev givet et nyt digt. Vi skal høre det. Titlen var:
Mosters briller.
Min bedstemoders klogskab er bekendt,
var man i "gammel tid," blev hun vist brændt.
Hun ved alt hvad der sker, ja meget mer',
hun lige ind i næste årgang ser,
ja ind i "fyrretyve," det er noget,
men hun vil aldrig rigtig ud med sproget.
Hvad mon vel i det næste år vil ske?
Hvad mærkeligt? Ja, jeg gad gerne se
min egen skæbne, kunstens, land og riges,
men bedstemoder vil, sligt skal ej siges.
Jeg plaged' hende da, og det gik godt,
først var hun tavs, så skændte hun så småt,
det var for mig en præken opad vægge,
jeg er jo hendes egen kæledægge!
"For denne ene gang din lyst jeg stiller,"
begyndte hun og gav mig sine briller,
"nu går du hen et sted, hvor selv du vil,
"et sted, hvor mange godtfolk strømmer til,
"hvor bedst du overser dem, du dig stiller,
"og ser på mængden gennem mine briller,
"straks vil de alle, tro du mig på ordet,
"se ud, som et spil kort, lagt op på bordet;
"af disse kan du spå, hvad der skal ske!"
Jeg sagde tak og løb af sted og ville se,
men, tænkte jeg, hvor mon de fleste kommer?
På Langelinie? Der man bli'r forkølet.
På Østergade? Bah! der er så sølet!
Men i teatret? det var ganske dejligt,
den aftenunderholdning falder just belejligt -
- her er jeg da! mig selv jeg forestiller;
tillader De, jeg bruger mosters briller,
alene for at se - gå dog ej bort!
At se, om De ser ud, som et spil kort,
af hvilket jeg kan spå, hvad tiden skænker.
- Jeg Deres tavshed som et ja mig tænker;
til tak skal De da blive med indviet.
Her er vi alle sammen på partiet.
Jeg spår for Dem, for mig, for land og rige,
nu vil vi se, hvad kortene kan sige.
(Og så satte han brillerne på.)
Jo, det er rigtigt! nej, nu må jeg le!
Oh, gid De kunne komme op at se!
Hvor her er grumme mange herreblade,
og hjerter damer, her er hele rade.
Det sorte der, ja det er klør og spar.
- Nu snart et rigtigt overblik jeg har.
Spardame ser jeg der med megen vægt
har sine tanker vendt til ruder knægt.
Oh, denne skuen gør mig halv beruset!
Der ligger mange penge her til huset,
og fremmede fra verdens anden side.
Men det var ikke det vi ville vide.
Om stænderne? Lad se! - ja hen i Tiden – –!
Men derom er det man skal læse siden;
hvis nu jeg sladrer, skader jeg jo bladet,
jeg vil ej tage bort det bedste ben af fadet.
Teatret da? - Hver nyhed? Smagen? Tonen?
Nej, jeg vil stå mig godt med direktionen.
Min egen fremtid? Ja, De ved, ens eget,
det ligger os på hjertet grumme meget!
Jeg ser! - Jeg kan ej sige, hvad jeg ser,
men De vil høre det, så snart det sker.
Hvem er vel lykkeligst af os herinde?
Den lykkeligste? Let jeg den skal finde!
Det er jo, - nej, det kan så let genere,
Ja muligvis vil det bedrøve flere!
Hvem lever længst? Den dame der, den herre?
Nej, sige sligt, er endnu meget værre!
Skal jeg da spå om? - Nej? - Om? Nej - Om? Nej!
Om -? Ja til sidst så ved jeg selv det ej;
jeg er genert, så let man en kan krænke:
Nu, jeg vil se da, hvad De tror og tænke'
jeg ved min hele spådomskraft skal skænke.
De tror? Nej, hvad behager? Rundt omkring
De tror, det ende vil med ingenting,
De ved for vist De får kun klang og kling.
Så tier jeg, højstærede forening,
jeg skylder Dem at have Deres mening!
Digtet blev ypperligt fremsagt og deklamatoren gjorde stor lykke. Mellem tilskuerne var volontøren fra hospitalet, der syntes at have forglemt sit eventyr natten forud, galocherne havde han på, thi de var ikke blevet afhentet, og da der var sølet på gaden, kunne de jo gøre ham god tjeneste.
Digtet syntes han godt om.
Ideen beskæftigede ham meget, han gad nok have sådanne briller, måske, når man rigtigt brugte dem, kunne man se folk lige ind i hjerterne, det var egentligt interessantere, mente han, end at se, hvad der skulle ske næste år, for det fik man nok at vide, men derimod det andet aldrig. "Jeg kan tænke mig nu hele den række af herrer og damer der på første bænk, - kunne man se dem lige ind i brystet, ja, der måtte da være en åbning, en slags butik; nå, hvor mine øjne skulle gå i butikker! hos den dame der ville jeg vist finde en stor modehandel! hos hende der er butikken tom, dog kan den trænge til at rengøres; men der ville også være solide butikker! ak ja!" sukkede han, "jeg ved en, i den er alting solidt, men der er allerede en bodsvend, det er det eneste dårlige i hele butikken! Fra en og anden ville det råbe: 'Vær så god og træd indenfor!' Ja, gid jeg kunne træde indenfor, som en net lille tanke gå gennem hjerterne!"
Se, det var nok for galocherne, hele volontøren svandt sammen og en højst usædvanlig rejse begyndte midt igennem hjerterne på den forreste række tilskuere. Det første hjerte, han kom igennem, var en dames; men øjeblikkelig troede han at være på det ortopædiske institut, som man kalder det hus, hvor doktoren tager menneskeknuder bort og får folk til at blive ranke, der var han i det værelse, hvor gipsafstøbningerne af de forvoksede lemmer hænger på væggen; dog her var forskellen denne, at ude på instituttet tages de, i det patienten kommer ind, men her i hjertet var de taget og opbevaret, i det de gode personer var gået ud. Det var afstøbninger af veninder, deres legemlige og åndelige fejl, som her opbevaredes.
Hurtigt var han i et andet kvindeligt hjerte, men dette syntes ham en stor hellig kirke. Uskyldighedens hvide due flagrede over højaltret; hvor gerne var han ikke sunket på knæ, men fort måtte han ind i det næste hjerte, men endnu hørte han orgeltonerne, og selv, syntes han, at være blevet et nyt og bedre menneske, følte sig ikke uværdig til at betræde den næste helligdom, der viste et fattigt tagkammer, med en syg moder; men gennem det åbne vindue strålede Guds varme sol, dejlige roser nikkede fra den lille trækasse på taget, og to himmelblå fugle sang om barnlig glæde, medens den syge moder nedbad velsignelse over datteren.
Nu krøb han på hænder og fødder gennem en overfyldt slagterbod, det var kød og kun kød han stødte på, det var hjertet i en rig, respektabel mand, hvis navn vist må findes i vejviseren.
Nu var hen i hans gemalindes hjerte, det var et gammelt forfaldet dueslag; mandens portræt blev brugt som vejrhane, denne stod i forbindelse med dørene, og således gik disse op og i, så snart som manden drejede sig.
Derpå kom han i et spejlkabinet, som det vi har på slottet Rosenborg, men spejlene forstørrede i en utrolig grad. Midt på gulvet sad, som en Dalai-Lama, personens ubetydelige jeg, forbavset ved at se sin egen storhed.
Herefter troede han sig i et snævert nålehus, fuldt af spidse nåle, det er bestemt "hjertet af en gammel ugift jomfru!" måtte han tænke, men det var ikke tilfældet, det var en ganske ung militær med flere ordener, just, som man sagde, en mand med ånd og hjerte.
Ganske fortumlet kom den syndige volontør ud af det sidste hjerte i rækken, han formåede ikke at ordne sine tanker, men mente, at det var hans alt for stærke fantasi, der var løbet af med ham.
"Herregud," sukkede han, "jeg har bestemt ansats til at blive gal! her er også utilgiveligt hedt herinde! Blodet stiger mig til hovedet!" og nu erindrede han sig den store begivenhed aftnen forud, hvorledes hans hoved havde siddet fast mellem jernstængerne ved hospitalet. "Der har jeg bestemt fået det!" mente han. "Jeg må tage den ting i tide. Et russisk bad kunne være godt. Gid jeg allerede lå på den øverste hylde!"
Og så lå han på den øverste hylde i dampbadet, men han lå med alle klæderne, med støvler og galocher på; de hede vanddråber fra loftet dryppede ham i ansigtet.
"Hu!" skreg han og fór ned for at få et styrtebad. Den opvartende karl gav også et højt skrig ved at se det påklædte menneske derinde.
Volontøren havde imidlertid så megen fatning, at han hviskede til ham: "Det er et væddemål!" men det første han gjorde, da han kom på sit eget værelse, var at få et stort spansk flueplaster i nakken og et ned af ryggen, for at galskaben kunne trække ud.
Næste morgen havde han da en blodig ryg, det var det han vandt ved Lykkens galocher.
V. Kopistens forvandling.
Vægteren, som vi vistnok ikke har glemt, huskede imidlertid på galocherne, som han havde fundet og bragt med ud på hospitalet; han afhentede dem, men da hverken løjtnanten eller nogen anden i gaden ville kendes ved dem, blev de afleveret på politikammeret.
"Det ser ud, som det var mine egne galocher!" sagde en af de herrer kopister, idet han betragtede hittegodset og stillede dem om ved siden af sine. "Der må mere, end et skomagerøje, til at skille dem fra hverandre!"
"Hr. kopist!" sagde en betjent, som trådte ind med nogle papirer.
Kopisten vendte sig om, talte med manden, men da det var forbi og han så på galocherne, var han i stor vildrede med, om det var dem til venstre, eller dem til højre, som tilhørte ham. "Det må være dem, som er våde!" tænkte han; men det var just fejl tænkt, thi det var Lykkens, men hvorfor skulle ikke også politiet kunne fejle! han tog dem på, fik nogle papirer i lommen, andre under armen, hjemme, skulle de gennemlæses og afskrives; men nu var det just søndag formiddag og vejret godt, en tur til Frederiksberg, tænkte han, kunne jeg have godt af! og så gik han derud.
Ingen kunne være et mere stille og flittigt menneske, end denne unge mand, vi under ham ret denne lille spadseretur, den ville vistnok være såre velgørende for ham oven på den megen sidden; i begyndelsen gik han kun, uden at tænke på nogen ting, derfor havde galocherne ikke lejlighed til at vise deres tryllekraft.
I alleen mødte han en bekendt, en ung digter, der fortalte ham, at han dagen efter ville begynde sin sommerrejse.
"Nå, skal De nu af sted igen!" sagde kopisten. "De er da også et lykkeligt, frit menneske. De kan flyve hvorhen De vil, vi andre har en lænke om benet!"
"Men den sidder fast til brødtræet!" svarede digteren. "De behøver ikke at sørge for den dag i morgen, og bliver De gammel, så får De pension!"
"De har det dog bedst!" sagde kopisten, "at sidde og digte, det er jo en fornøjelse! hele verden siger Dem behageligheder, og så er De Deres egen herre! jo, De skulle prøve, at sidde i retten med de trivielle sager!"
Digteren rystede med hovedet, kopisten rystede også med hovedet, hver beholdt sin mening og så skiltes de ad.
"Det er et eget folkefærd, de poeter!" sagde kopisten, "jeg gad nok prøve på at gå ind i sådan en natur, selv blive en poet, jeg er vis på, at jeg ikke skulle skrive sådanne klynkevers, som de andre! – – Det er ret en forårsdag for en digter! Luften er så usædvanlig klar, skyerne så smukke, og der er en duft ved det grønne! ja, i mange år har jeg ikke følt det, som i dette øjeblik."
Vi mærker allerede, at han er blevet digter; iøjnefaldende var det vel ikke, thi det er en tåbelig forestilling, at tænke sig en digter anderledes end andre mennesker, der kan mellem disse være langt mere poetiske naturer, end mangen stor erkendt digter er det; forskellen bliver kun, at digteren har en bedre åndelig hukommelse, han kan holde på ideen og følelsen til den klart og tydeligt er gået over i ordet, det kan de andre ikke. Men at gå over fra en hverdags natur til en begavet er altid en overgang, og den havde kopisten nu gjort.
"Den dejlige duft!" sagde han, "hvor minder den mig ikke om violerne hos tante Lone! Ja, det var da jeg var en lille dreng! Herregud, det har jeg i mange tider ikke tænkt på! den gode gamle pige! hun boede der omme bag Børsen. Altid havde hun en kvist eller et par grønne skud i vand, vinteren måtte være så streng den ville. Violerne duftede, mens jeg lagde de opvarmede kobberskillinger på den frosne rude og gjorde kighuller. Det var et artigt perspektiv. Udenfor i kanalen lå skibene indefrosne, forladt af hele mandskabet, en skrigende krage var da hele besætningen; men når så foråret luftede, så blev der travlt; under sang og hurraråb savede man isen itu, skibene blev tjæret og taklet, så fór de til fremmede lande; jeg er blevet her, og må altid blive, altid sidde på politikammeret og se de andre tage pas til at rejse udenlands, det er min lod! Oh, ja!" sukkede han dybt, men standsede i det samme pludselig. "Herregud, hvad går der dog af mig! sådan har jeg aldrig før tænkt eller følt! Det må være forårsluften! det er både ængsteligt og behageligt!" han greb i lommen til sine papirer. "Disse giver mig andet at tænke på!" sagde han og lod øjnene glide hen over det første blad. "Fru Sigbrith, original tragedie i fem akter," læste han, "hvad er det! og det er jo min egen hånd. Har jeg skrevet den tragedie? Intrigen på Volden eller store bededag, vaudeville. - Men hvor har jeg fået den? Man må have puttet mig det i lommen, her er et brev?" ja, det var fra teaterdirektionen, stykkerne var forkastet og brevet selv var slet ikke høfligt stilet. "Hm! hm!" sagde kopisten, og satte sig ned på en bænk; hans tanke var så levende, hans hjerte så blødt; uvilkårligt greb han en af de nærmeste blomster, det var en simpel lille gåseurt; hvad botanikeren først gennem mange forelæsninger siger os, forkyndte den i et minut; den fortalte myten om sin fødsel, den fortalte om sollysets magt, der udspændte de fine blade og tvang dem til at dufte, da tænkte han på livets kampe, der ligedan vækker følelserne i vort bryst. Luft og lys var blomstens bejlere, men lyset var den begunstigede, efter lyset bøjede den sig, forsvandt dette, da rullede den sine blade sammen og sov ind under luftens omarmelse. "Det er lyset, der smykker mig!" sagde blomsten; "men luften lader dig ånde!" hviskede digterstemmen.
Tæt ved stod en dreng og slog med sin stok i en mudret grøft, vanddråberne stænkede op imellem de grønne grene, og kopisten tænkte på de millioner usynlige dyr, der i dråberne blev kastede i en højde, der efter deres størrelse var for dem, som det ville være for os at hvirvles højt over skyerne. Idet kopisten tænkte herpå og på hele den forandring, der var foregået med ham, smilede han: "Jeg sover og drømmer! mærkværdigt er det alligevel, hvor man dog kan drømme naturligt og selv vide, at det kun er en drøm. Gid jeg i morgen kunne huske det, når jeg vågner; nu synes jeg at være ganske usædvanlig oplagt! jeg har et klart blik over alting, føler mig så opvakt, men jeg er vis på, at når jeg i morgen husker noget af det, så er det vrøvl, det har jeg prøvet før! Det går med alt det kloge og prægtige, man hører og siger i drømme, som med de underjordiskes guld: Idet man får det, er det rigt og herligt, men set ved dagen, kun sten og visne blade: Ak," sukkede han ganske vemodig og så på de syngende fugle, der nok så fornøjede hoppede fra gren til gren. "De har det meget bedre end jeg! flyve, det er en dejlig kunst, lykkelig den, som er født med den! ja skulle jeg gå over i noget, så skulle det være sådan en lille lærke!"
I det samme slog kjoleskøder og ærmer sammen i vinger, klæderne blev fjer og galocherne kløer; han mærkede det meget godt og lo indvortes: "Så, nu kan jeg da se, jeg drømmer! men så naragtigt har jeg aldrig gjort det før;" og han fløj op i de grønne grene og sang, men der var ikke poesi i sangen, thi digternaturen var borte; galocherne kunne, som enhver der gør noget til gavns, kun gøre én ting af gangen, han ville være digter, det blev han, nu ville han være en lille fugl, men ved at blive denne, ophørte den forrige ejendommelighed.
"Det er artigt nok," sagde han, "om dagen sidder jeg på politikammeret mellem de solideste afhandlinger, om natten kan jeg drømme at flyve som lærke i Frederiksberg Have, der kunne sgu skrives en hel folkekomedie derom!"
Nu fløj han ned i græsset, drejede hovedet om til alle sider og slog med næbbet på de smidige græsstrå, der i forhold til hans nærværende størrelse syntes store, som Nordafrikas palmegrene.
Det var kun et øjeblik og det blev kulsort nat omkring ham; en, som han syntes, uhyre genstand, blev kastet hen over ham, det var en stor kasket, som en dreng fra Nyboder kastede over fuglen, en hånd kom ind og greb kopisten om ryg og vinger, så han peb; i første forskrækkelse råbte han højt: "Din uforskammede hvalp! Jeg er kopist i politikamret!" men det lød for drengen som et pipipi! han slog fuglen på næbbet og vandrede af sted.
I alleen mødte han to skoledrenge af den dannede klasse, det vil sige, som mennesker betragtet, som ånder var de i skolens nederste; de købte fuglen for otte skilling, og således kom kopisten til København, hjem til en familie i Gothersgade.
"Det er godt, jeg drømmer!" sagde kopisten, "ellers blev jeg sgu vred! først var jeg poet, nu en lærke! ja det var da poetnaturen, der fik mig over i det lille dyr! Det er dog en ynkelig ting, især når man falder i hænderne på nogle drenge. Jeg gad nok vide, hvorledes dette løber af!"
Drengene førte ham ind i en meget elegant stue; en tyk leende frue tog imod dem, men hun var slet ikke fornøjet med, at den simple markfugl, som hun kaldte lærken, kom med ind, dog for i dag ville hun lade det gå, og de måtte sætte den i det tomme bur, som stod ved vinduet! "det kan måske fornøje Poppedreng!" tilføjede hun og lo hen til en stor grøn papegøje, der gyngede fornemt i sin ring i det prægtige messingbur. "Det er Poppedrengs fødselsdag!" sagde hun dumnaiv, "derfor vil den lille markfugl gratulere!"
Poppedreng svarede ikke et eneste ord, men gyngede fornemt frem og tilbage, derimod begyndte en smuk kanariefugl, der sidste sommer var bragt hertil fra sit varme, duftende fædreland, højt at synge.
"Skrålhans!" sagde fruen og kastede et hvidt lommetørklæde over buret.
"Pipi!" sukkede den, "det var et skrækkeligt snevejr!" og med dette suk tav den.
Kopisten, eller, som fruen sagde, markfuglen, kom i et lille bur tæt op til kanariefuglen, ikke langt fra papegøjen. Den eneste menneskelige tirade, Poppedreng kunne frempludre, og som tit faldt ret komisk, var den: "Nej, lad os nu være mennesker!" Alt det øvrige den skreg, var lige så uforståeligt, som kanariefuglens kvidren, kun ikke for kopisten, der nu selv var en fugl; han forstod inderligt godt kammeraterne.
"Jeg fløj under den grønne palme og det blomstrende mandeltræ!" sang kanariefuglen, "jeg fløj med mine brødre og søstre hen over de prægtige blomster og over den glasklare sø, hvor planterne nikkede på bunden. Jeg så også mange dejlige papegøjer, der fortalte de morsomste historier, så lange og så mange!"
"Det var vilde fugle;" svarede papegøjen, "de havde ingen dannelse. Nej, lad os nu være mennesker! - Hvorfor ler du ikke? Når fruen og alle de fremmede kan le deraf, så kan du også. Det er en stor mangel, ikke at kunne goutere det morsomme. Nej, lad os nu være mennesker!"
"Oh husker du de smukke piger, som dansede under det udspændte telt ved de blomstrende træer? Husker du de søde frugter og den kølende saft i de vildt voksende urter?"
"Oh ja!" sagde papegøjen, "men her har jeg det langt bedre! jeg har god mad og en intim behandling; jeg ved, jeg er et godt hoved, og mere forlanger jeg ikke. Lad os nu være mennesker! Du er en digtersjæl, som de kalder det, jeg har grundige kundskaber og vittighed, du har dette geni, men ingen besindighed, går op i disse høje naturtoner, og derfor dækker de dig til. Det byder de ikke mig, nej, for jeg har kostet dem noget mere! jeg imponerer med næbbet og kan slå en 'vits! vits! vits!' nej lad os nu være mennesker!"
"Oh mit varme, blomstrende fædreneland!" sang kanariefuglen, "jeg vil synge om dine mørkegrønne træer, om dine stille havbugter, hvor grenene kysser den klare vandflade, synge om alle mine glimrende brødres og søstres jubel, hvor 'ørknens plantekilder'¹ gror!"
¹ Kaktus.
"Lad dog bare være med de klynketoner," sagde papegøjen. "Sig noget, man kan le af! Latter er tegn på det højeste åndelige standpunkt. Se om en hund eller hest kan le! nej, græde kan den, men le, det er alene givet menneskene. Ho, ho, ho!" lo Poppedreng og tilføjede sin vits: "Lad os nu være mennesker."
"Du lille grå danske fugl," sagde kanariefuglen, "du er også blevet fange! der er vist koldt i dine skove, men der er dog frihed, flyv ud! De har glemt at lukke for dig; det øverste vindue står åbent. Flyv, flyv!"
Og det gjorde kopisten, vips var han ude af buret; i det samme knagede den halvåbne dør ind til det næste værelse, og smidig, med grønne, skinnende øjne, sneg huskatten sig ind og gjorde jagt på ham. Kanariefuglen flagrede i buret, papegøjen slog med vingerne og råbte: "Lad os nu være mennesker!" Kopisten følte den dødeligste skræk og fløj af sted igennem vinduet, over huse og gader; til sidst måtte han hvile sig lidt.
Genboens hus havde noget hjemligt; et vindue stod åbent, han fløj derind, det var hans eget værelse; han satte sig på bordet.
"Lad os nu være mennesker!" sagde han uden selv at tænke på hvad han sagde, det var efter papegøjen, og i samme øjeblik var han kopisten, men han sad på bordet.
"Gudbevares!" sagde han, "hvor er jeg kommet her op og således faldet i søvn! det var også en urolig drøm jeg havde. Noget dumt tøj var den hele historie!"
VI. Det bedste galocherne bragte.
Dagen efter, i den tidlige morgenstund, da kopisten endnu lå i sengen, bankede det på hans dør, det var naboen i samme etage, en student, der læste til at blive præst; han trådte ind.
"Lån mig dine galocher," sagde han, "der er så vådt i haven, men solen skinner dejligt, jeg ville nok ryge en pibe dernede."
Galocherne fik han på og var snart nede i haven, der ejede et blomme- og et pæretræ. Selv en så lille have, som denne var, gælder inde i København for en stor herlighed.
Studenten gik op og ned i gangen; klokken var kun seks; ude fra gaden klang et posthorn.
"Oh, rejse! rejse!" udbrød han, "det er dog det lykkeligste i verden! det er mine ønskers højeste mål! da ville denne uro, jeg føler, stilles. Men langt bort skulle det være! jeg ville se det herlige Schweiz, rejse i Italien og -"
Ja, godt var det at galocherne virkede lige straks, ellers var han kommet omkring alt for meget både for sig selv og os andre. Han rejste. Han var midt inde i Schweiz, men med otte andre pakket ind i det inderste af en diligence; ondt i hovedet havde han, træt i nakken følte han sig, og blodet var sunket ham ned i benene, der ophovnede og klemtes af støvlerne. Han svævede mellem en blundende og en vågen tilstand. I sin lomme til højre havde han kreditivet, i sin lomme til venstre passet og i en lille skindpung på brystet nogle fastsyede louisdorer; hver drøm forkyndte, at en eller anden af disse kostbarheder var tabt, og derfor fór han feberagtig op, og den første bevægelse, hånden gjorde, var en trekant fra højre til venstre og op mod brystet, for at føle, om han havde dem eller ej. Paraplyer, stokke og hatte gyngede i nettet ovenover, og forhindrede så temmeligt udsigten, der var højst imponerende, han skottede til den, medens hjertet sang, hvad i det mindste én digter, vi kender, har sunget i Schweiz, men ikke til dato ladet trykke:
Ja, her er så smukt, som hjertet vil,
jeg øjner Montblanc, min kære.
Gid bare pengene vil slå til,
ak, så var her godt at være!
Stor, alvorlig og mørk var den hele natur rundt om. Granskovene syntes lyngtoppe på de høje klipper, hvis top skjultes i skytågen; nu begyndte det at sne; den kolde vind blæste.
"Uh!" sukkede han, "gid vi var på den anden side af alperne, så var det sommer og så havde jeg hævet penge på mit kreditiv; den angst, jeg er i for disse, gør at jeg ikke nyder Schweiz, oh, gid jeg var på den anden side!"
Og så var han på den anden side; dybt inde i italien var han, mellem Florens og Rom. Søen Tracymenes lå i aftenbelysning, som et flammende guld, mellem de mørkeblå bjerge; her, hvor Hannibal slog Flaminius, holdt nu vinrankerne hinanden fredeligt i de grønne fingre; yndige halvnøgne børn vogtede en flok kulsorte svin under en gruppe duftende laurbærtræer ved vejen. Kunne vi ret give dette maleri, alle ville juble: "Dejlige Italien!" men det sagde slet ikke teologen eller en eneste af hans rejsefæller inde i veturinens vogn.
I tusindvis fløj giftige fluer og myg ind til dem, forgæves piskede de omkring sig med en myrtegren, fluerne stak alligevel; ikke et menneske var der i vognen, uden at jo hans ansigt var opsvulmet og blodigt af bid. De stakkels heste så ud som ådsler, fluerne sad i store kager på dem, og kun øjeblikkelig hjalp det, at kusken steg ned og skrabede dyrene af. Nu sank solen, en kort, men isnende kulde gik igennem hele naturen, det var slet ikke behageligt; men rundt om fik bjerge og skyer den dejligste grønne farve, så klar, så skinnende - ja gå selv hen at se, det er bedre end at læse beskrivelsen! det var mageløst! det fandt de rejsende også, men - maven var tom, legemet træt, al hjertets længsel drejede sig efter et natkvarter; men hvorledes ville dette blive? Man så langt inderligere efter dette, end efter den skønne natur.
Vejen gik gennem en olivenskov, det var som kørte han i hjemmet mellem knudrede pile, her lå det ensomme værtshus. En halv snes tiggende krøblinger havde lejret sig udenfor, den raskeste af dem så ud som "hungerens ældste søn, der havde nået sin myndighedsalder"¹, de andre var enten blinde, havde visne ben og krøb på hænderne, eller indsvundne arme med fingerløse hænder. Det var ret elendigheden trukket frem af pjalterne. "Eccellenza, miserabili!" sukkede de og strakte de syge lemmer frem. Værtinden selv med bare fødder, uredt hår og kun iført en smudsig bluse, tog imod gæsterne. Dørene var bundet sammen med sejlgarn; gulvet i værelserne frembød en halv oprodet brolægning med mursten; flagermus fløj hen under loftet, og stanken herinde – –
¹ Snarleyyow.
"Ja, vil hun dække nede i stalden!" sagde en af de rejsende, "dernede ved man dog hvad det er man indånder!"
Vinduerne blev åbnet, for at der kunne komme lidt frisk luft, men hurtigere end denne kom de visne arme ind og den evige klynken: miserabili, Eccellenza! På væggene stod mange inskriptioner, halvdelen var imod bella Italia.
Maden blev bragt frem; der var en suppe af vand, krydret med peber og harsk olie, og så nok engang den samme olie på salaten; fordærvede æg og stegte hanekamme var pragtretterne; selv vinen havde afsmag, det var en sand mikstur.
Til natten blev kufferterne stillet op for døren; en af de rejsende havde vagt, medens de andre sov; teologen var den vagthavende; oh hvor kvalmt var der ikke herinde! Heden trykkede, myggene surrede og stak, miserabili udenfor klynkede i søvne.
"Ja, rejse er godt nok!" sukkede studenten, "havde man bare intet legeme! kunne dette hvile og ånden derimod flyve. Hvor jeg kommer, er der et savn, der trykker hjertet; noget bedre, end det øjeblikkelige, er det jeg vil have; ja noget bedre, det bedste, men hvor og hvad er det! jeg ved i grunden nok, hvad jeg vil, jeg vil til et lykkeligt mål, det lykkeligste af alle!"
Og idet ordet var udtalt, var han i hjemmet; de lange hvide gardiner hang ned for vinduet og midt på gulvet stod den sorte ligkiste, i den lå han i sin stille dødssøvn, hans ønske var opfyldt, legemet hvilede, ånden rejste. Pris ingen lykkelig, før han er i sin grav, var Solons ord, her fornyedes bekræftelsen.
Ethvert lig er udødelighedens sfinks; heller ikke sfinksen her i den sorte kiste besvarede for os, hvad den levende to dage forud havde nedskrevet:
Du stærke død, din tavshed vækker gru;
dit spor er jo kun kirkegårdens grave.
Skal tankens jakobsstige gå itu?
Står jeg kun op, som græs i Dødens have?
Vor største liden tit ej verden ser!
Du, som var ene, lige til det sidste,
i verden meget trykker hjertet mer',
end jorden, som de kaster på din kiste!
To skikkelser bevægede sig i værelset; vi kender dem begge: Det var Sorgens fe og Lykkens udsendte; de bøjede sig over den døde.
"Ser du," sagde Sorgen, "hvad lykke bragte vel dine galocher menneskeheden?"
"De bragte i det mindste ham, som sover her, et varigt gode!" svarede Glæden.
"Oh nej!" sagde Sorgen; "selv gik han bort, han blev ikke kaldet! hans åndelige kraft her var ikke stærk nok til at hæve de skatte hist, som han efter sin bestemmelse må hæve! Jeg vil vise ham en velgerning!"
Og hun tog galocherne af hans fødder; da var dødssøvnen endt, den genoplevede rejste sig. Sorgen forsvandt, men også galocherne; hun har vist betragtet dem som sin ejendom.