Érase una vez un príncipe, hijo de un rey; nadie poseía tantos y tan hermosos libros como él; en ellos se leía cuanto sucede en el mundo, y además tenían bellísimas estampas. Hablábase en aquellos libros de todos los pueblos y países; pero ni una palabra contenían acerca del lugar donde se hallaba el Paraíso terrenal, y éste era precisamente el objeto de los constantes pensamientos del príncipe.
De muy niño, ya antes de ir a la escuela, su abuelita le había contado que las flores del Paraíso eran pasteles, los más dulces que quepa imaginar, y que sus estambres estaban henchidos del vino más delicioso. Una flor contenía toda la Historia, otra la Geografía, otra las tablas de multiplicar; bastaba con comerse el pastel y ya se sabía uno la lección; y cuanto más se comía, más Historia se sabía, o más Geografía o Aritmética.
El niño lo había creído entonces, pero a medida que se hizo mayor y se fue despertando su inteligencia y enriqueciéndose con conocimientos, comprendió que la belleza y magnificencia del Paraíso terrenal debían ser de otro género.
- ¡Ay!, ¿por qué se le ocurriría a Eva comer del árbol de la ciencia del bien y del mal? ¿Por qué probó Adán la fruta prohibida? Lo que es yo no lo hubiera hecho, y el mundo jamás habría conocido el pecado.
Así decía entonces, y así repetía cuando tuvo ya cumplidos diecisiete años. El Paraíso absorbía todos sus pensamientos.
Un día se fue solo al bosque, pues era aquél su mayor placer.
Hízose de noche, acumuláronse los nubarrones en el cielo, y pronto descargó un verdadero diluvio, como si el cielo entero fuese una catarata por la que el agua se precipitaba a torrentes; la oscuridad era tan completa como puede serlo en el pozo más profundo. Caminaba resbalando por la hierba empapada y tropezando con las desnudas piedras que sobresalían del rocoso suelo. Nuestro pobre príncipe chorreaba agua, y en todo su cuerpo no quedaba una partícula seca. Tenía que trepar por grandes rocas musgosas, rezumantes de agua, y se sentía casi al límite de sus fuerzas, cuando de pronto percibió un extraño zumbido y se encontró delante de una gran cueva iluminada. En su centro ardía una hoguera, tan grande como para poder asar en ella un ciervo entero; y así era realmente: un ciervo maravilloso, con su altiva cornamenta, aparecía ensartado en un asador que giraba lentamente entre dos troncos enteros de abeto. Una mujer anciana, pero alta y robusta, cual si se tratase de un hombre disfrazado, estaba sentada junto al fuego, al que echaba leña continuamente.
- Acércate -le dijo-. Siéntate al lado del fuego y sécate las ropas.
- ¡Qué corriente hay aquí! -observó el príncipe, sentándose en el suelo.
- Más fuerte será cuando lleguen mis hijos -respondió la mujer-. Estás en la gruta de los vientos; mis hijos son los cuatro vientos de la Tierra. ¿Entiendes?
- ¿Dónde están tus hijos? -preguntó el príncipe.
- ¡Oh! Es difícil responder a preguntas tontas -dijo la mujer-. Mis hijos obran a su capricho, juegan a pelota con las nubes allá arriba, en la sala grande -. Y señaló el temporal del exterior.
- Ya comprendo -contestó el príncipe-. Pero habláis muy bruscamente; no son así las doncellas de mi casa.
- ¡Bah!, ellas no tienen otra cosa que hacer. Yo debo ser dura, si quiero mantener a mis hijos disciplinados; y disciplinados los tengo, aunque no es fácil cosa manejarlos. ¿Ves aquellos cuatro sacos que cuelgan de la pared? Pues les tienen más miedo del que tú le tuviste antaño al azote detrás del espejo. Puedo dominar a los mozos, te lo aseguro, y no tienen más remedio que meterse en el saco; aquí no andamos con remilgos. Y allí se están, sin poder salir y marcharse por las suyas, hasta que a mí me da la gana. Ahí llega uno.
Era el viento Norte, que entró con un frío glacial, esparciendo granizos por el suelo y arremolinando copos de nieve. Vestía calzones y chaqueta de piel de oso, y traía una gorra de piel de foca calada hasta las orejas; largos carámbanos le colgaban de las barbas, y granos de pedrisco le bajaban del cuello, rodando por la chaqueta.
- ¡No se acerque enseguida al fuego! -le dijo el príncipe-. Podrían helársele la cara y las manos.
- ¡Hielo! -respondió el viento con una sonora risotada-. ¡Hielo! ¡No hay cosa que más me guste! Pero, ¿de dónde sale ese mequetrefe? ¿Cómo has venido a dar en la gruta de los vientos?
- Es mi huésped -intervino la vieja-, y si no te gusta mi explicación, ya estás metiéndote en el saco. ¿Me entiendes?
Bastaron estas palabras para hacerle entrar en razón, y el viento Norte se puso a contar de dónde venía y dónde había estado aquel mes.
- Vengo de los mares polares -dijo-; estuve en la Isla de los Osos con los balleneros rusos, durmiendo sentado en el timón cuando zarparon del Cabo Norte; de vez en cuando me despertaba un poquitín, y me encontraba con el petrel volando entre mis piernas. Es un ave muy curiosa: pega un fuerte aletazo y luego se mantiene inmóvil, con las alas desplegadas.
- No te pierdas en digresiones -dijo la madre-. ¿Llegaste luego a la Isla de los Osos?
- ¡Qué hermoso es aquello! Hay una pista de baile lisa como un plato, y nieve semiderretida, con poco musgo; esparcidos por el suelo había también agudas piedras y esqueletos de morsas y osos polares, como gigantescos brazos y piernas, cubiertos de moho. Habríase dicho que nunca brillaba allí el sol. Soplé ligeramente por entre la niebla para que pudiera verse el cobertizo. Era una choza hecha de maderos acarreados por las aguas; el tejado estaba cubierto de pieles de morsa con la parte interior vuelta hacia fuera, roja y verde; sobre el techo había un oso blanco gruñendo. Me fui a la playa, a ver los nidos de los polluelos, que chillaban abriendo el pico. Les soplé en el gaznate para que lo cerrasen. Más lejos revolcábanse las morsas, parecidas a intestinos vivientes o gigantescas orugas con cabeza de cerdo y dientes de una vara de largo.
- Te explicas bien, hijo -observó la madre-. La boca se me hace agua oyéndote.
- Luego empezó la caza. Dispararon un arpón al pecho de una morsa, y por encima del hielo saltó un chorro de sangre ardiente, como un surtidor. Yo me acordé entonces de mis tretas; me puse a soplar, y mis veleros, las altas montañas de hielo, aprisionaron los botes. ¡Qué tumulto, entonces! ¡Qué manera de silbar y de gritar! pero yo silbaba más que ellos. Hubieron de depositar sobre el hielo los cuerpos de las morsas capturadas, las cajas y los aparejos; yo les vertí encima montones de nieve, y forcé las embarcaciones bloqueadas, a que derivaran hacia el Sur con su botín, para que probasen el agua salada. ¡Jamás volverán a la Isla de los Osos!
- ¡Cuánto mal has hecho! -le dijo su madre.
- Otros te contarán lo que hice de bueno - replicó el viento-. Pero ahí tenemos a mi hermano de Poniente; es el que más quiero; sabe a mar y lleva consigo un frío delicioso.
- ¿No es el pequeño Céfiro? -preguntó el príncipe.
- ¡Claro que es el Céfiro! -respondió la vieja-, pero no tan pequeño. Antes fue un chiquillo muy simpático, pero esto pasó ya.
Realmente tenía aspecto salvaje, pero se tocaba con una especie de casco para no lastimarse. Empuñaba una porra de caoba, cortada en las selvas americanas, pues gastaba siempre de lo mejor.
- ¿De dónde vienes? -preguntóle su madre.
- De las selvas vírgenes -respondió-, donde los bejucos espinosos forman una valla entre árbol y árbol, donde la serpiente de agua mora entre la húmeda hierba, y los hombres están de más.
- ¿Y qué hiciste allí?
- Contemplé el río profundo, lo vi precipitarse de las peñas levantando una húmeda polvareda y volando hasta las nubes para captar el arco iris. Vi nadar en el río el búfalo salvaje, pero era más fuerte que él, y la corriente se lo llevaba aguas abajo, junto con una bandada de patos salvajes; al llegar a los rabiones, los patos levantaron el vuelo, mientras el búfalo era arrastrado. Me gustó el espectáculo, y provoqué una tempestad tal, que árboles centenarios se fueron río abajo y se hicieron trizas.
- ¿Eso es cuanto se te ocurrió hacer? -preguntó la vieja.
- Di volteretas en las sabanas, acaricié los caballos salvajes y sacudí los cocoteros. Sí, tengo muchas cosas que contar; pero no hay que decir todo lo que uno sabe, ¿verdad, vieja? -. Y dio tal beso a su madre, que por poco la tumba; era un mozo muy impulsivo.
Presentóse luego el viento Sur, con su turbante y una holgada túnica de beduino.
- ¡Qué frío hace aquí dentro! -exclamó, echando leña al fuego-. Bien se nota que el viento Norte fue el primero en llegar.
- ¡Hace un calor como para asar un oso polar! -replicó aquél.
- ¡Eso eres tú, un oso polar! -dijo el del Sur.
- ¿Queréis ir a parar al saco? -intervino la vieja-. Siéntate en aquella piedra y dinos dónde has estado.
- En Africa, madre -respondió el interpelado-. Estuve cazando leones con los hotentotes en el país de los cafres. ¡Qué hierba crece en sus llanuras, verde como aceituna! Por allí brincaba el ñu; un avestruz me retó a correr, pero ya comprendéis que yo soy mucho más ligero. Llegué después al desierto de arenas amarillas, que parece el fondo del mar. Encontré una caravana; estaba sacrificando el último camello para obtener agua, pero le sacaron muy poca. El sol ardía en el cielo, y la arena, en el suelo, y el desierto se extendía hasta el infinito. Me revolqué en la fina arena suelta, arremolinándola en grandes columnas. ¡Qué danza aquélla! Habrías visto cómo el dromedario cogía miedo, y el mercader se tapaba la cabeza con el caftán, arrodillándose ante mí como ante Alá, su dios. Quedaron sepultados, cubiertos por una pirámide de arena. Cuando soplé de nuevo por aquellos lugares, el sol blanqueará sus huesos, y los viajeros verán que otros hombres estuvieron allí antes que ellos. De otro modo nadie lo creería, en el desierto.
- Así, sólo has cometido tropelías -dijo la madre-. ¡Al saco! Y en un abrir y cerrar de ojos agarró al viento del Sur por el cuerpo y lo metió en el saco.
El prisionero se revolvía en el suelo, pero la mujer se le sentó encima, y hubo de quedarse quieto.
- ¡Qué hijos más traviesos tienes! -observó el príncipe.
- ¡Y que lo digas! -asintió la madre-; pero yo puedo con ellos. ¡Ahí tenemos al cuarto!
Era el viento de Levante y vestía como un chino.
- Toma, ¿vienes de este lado? -preguntó la mujer-. Creía que habrías estado en el Paraíso.
- Mañana iré allí -respondió el Levante-, pues hará cien años que lo visité por última vez. Ahora vengo de China, donde dancé en torno a la Torre de Porcelana, haciendo resonar todas las campanas. En la calle aporreaba a los funcionarios, midiéndoles las espaldas con varas de bambú; eran gentes de los grados primero a noveno, y todos gritaban: "¡Gracias, mi paternal bienhechor!", pero no lo pensaban ni mucho menos. Y yo venga sacudir las campanas: ¡tsing-tsang-tsu!
- Siempre haciendo de las tuyas -dijo la madre-. Conviene que mañana vayas al Paraíso; siempre aprenderás algo bueno. Bebe del manantial de la sabiduría y tráeme una botellita de su agua.
- Muy bien -respondió el Levante-. Pero, ¿por qué metiste en el saco a mi hermano del Sur? ¡Déjalo salir! Quiero que me hable del Ave Fénix, pues cada vez que voy al jardín del Edén, de siglo en siglo, la princesa me pregunta acerca de ella. Anda, abre el saco, madrecita querida, y te daré dos bolsas de té verde y fresco, que yo mismo cogí de la planta.
- Bueno, lo hago por el té y porque eres mi preferido-. Y abrió el saco, del que salió el viento del Sur, muy abatido y cabizbajo, pues el príncipe había visto toda la escena.
- Ahí tienes una hoja de palma para la princesa -dijo-. Me la dio el Ave Fénix, la única que hay en el mundo. Ha escrito en ella con el pico toda su biografía, una vida de cien años. Así podrá leerla ella misma. Yo presencié cómo el Ave prendía fuego a su nido, estando ella dentro, y se consumía, igual que hace la mujer de un hindú. ¡Cómo crepitaban las ramas secas!. ¡Y qué humareda y qué olor! Al fin todo se fue en llamas, y la vieja Ave Fénix quedó convertida en cenizas; pero su huevo, que yacía ardiente en medio del fuego, estalló con gran estrépito, y el polluelo salió volando. Ahora es él el soberano de todas las aves y la única Ave Fénix del mundo. De un picotazo hizo un agujero en la hoja de palma; es su saludo a la princesa.
- Es hora de que tomemos algo -dijo la madre de los vientos, y, sentándose todos junto a ella, comieron del ciervo asado. El príncipe se había colocado al lado del Levante, y así no tardaron en ser buenos amigos.
- Dime -preguntó el príncipe-, ¿qué princesa es ésta de que hablabas, y dónde está el Paraíso?
- ¡Oh! -respondió el viento-. Si quieres ir allá, ven mañana conmigo; pero una cosa debo decirte: que ningún ser humano estuvo allí desde los tiempos de Adán y Eva. Ya lo sabrás por la Historia Sagrada.
- Sí, desde luego -afirmó el príncipe.
- Cuando los expulsaron, el Paraíso se hundió en la tierra, pero conservando su sol, su aire tibio y toda su magnificencia. Reside allí la Reina de las hadas, y en él está la Isla de la Bienaventuranza, a la que jamás llega la muerte y donde todo es espléndido. Móntate mañana sobre mi espalda y te llevaré conmigo; creo que no habrá inconveniente. Pero ahora no me digas nada más, quiero dormir.
De madrugada despertó el príncipe y tuvo una gran sorpresa al encontrarse ya sobre las nubes. Iba sentado en el dorso del viento de Levante, que lo sostenía firmemente. Pasaban a tanta altura, que los bosques y los campos, los ríos y los lagos aparecían como en un gran mapa iluminado.
- ¡Buenos días! -dijo el viento-. Aún podías seguir durmiendo un poco más, pues no hay gran cosa que ver en la tierra llana que tenemos debajo. A menos que quieras contar las iglesias; destacan como puntitos blancos sobre el tablero verde -. Llamaba "tablero verde" a los campos y prados.
- Fue una gran incorrección no despedirme de tu madre y de tus hermanos -dijo el príncipe.
- El que duerme está disculpado -respondió el viento, y echó a correr más velozmente que hasta entonces, como podía comprobárse por las copas de los árboles, pues al pasar por encima de ellas crepitaban las ramas y hojas; y podían verlo también en el mar y los lagos, pues se levantaban enormes olas, y los grandes barcos se zambullían en el agua como cisnes.
Hacia el atardecer, cuando ya oscurecía, contemplaron el bello espectáculo de las grandes ciudades iluminadas salpicando el paisaje. Era como si hubiesen encendido un pedazo de papel y se viesen las chispitas de fuego extinguiéndose una tras otra, como otros tantos niños que salen de la escuela. El príncipe daba palmadas, pero el viento le advirtió que debía estarse quieto, pues podría caerse y quedar colgado de la punta de un campanario.
El águila de los oscuros bosques volaba rauda, ciertamente, pero le ganaba el viento de Levante. El cosaco montado en su caballo, corría ligero por la estepa, pero más ligero corría el príncipe.
- ¡Ahora verás el Himalaya! -dijo el viento-. Es la cordillera más alta de Asia, y no tardaremos ya en llegar al jardín del Paraíso -. Torcieron más al Sur, y pronto percibieron el aroma de sus especias y flores. Higueras y granados crecían silvestres, y la parra salvaje tenía racimos azules y rojos. Bajaron allí y se tendieron sobre la hierba donde las flores saludaron al viento inclinando las cabecitas, como dándole la bienvenida.
- ¿Estamos ya en el Paraíso? -preguntó el príncipe.
- No, todavía no -, respondió el Levante-, pero ya falta poco. ¿Ves aquel muro de rocas y el gran hueco donde cuelgan los sarmientos, a modo de cortina verde? Hemos de atravesarlos. Envuélvete en tu capa; aquí el sol arde, pero a un paso de nosotros hace un frío gélido. El ave que vuela sobre aquel abismo, tiene el ala del lado de acá en el tórrido verano, y la otra, en el invierno riguroso.
- Entonces, ¿éste es el camino del Paraíso? -preguntó el príncipe.
Hundiéronse en la caverna; ¡uf!, ¡qué frío más horrible!, pero duró poco rato: El viento desplegó sus alas, que brillaron como fuego. ¡Qué abismo! Los enormes peñascos de los que se escurría el agua, se cernían sobre ellos adoptando las figuras más asombrosas; pronto la cueva se estrechó de tal modo, que se vieron forzados a arrastrarse a cuatro patas; otras veces se ensanchaba y abría como si estuviesen al aire libre.
Habríanse dicho criptas sepulcrales, con mudos órganos y banderas petrificadas.
- ¿Vamos al Paraíso por el camino de la muerte? -preguntó el príncipe; pero el viento no respondió, limitándose a señalarle hacia delante, de donde venía una bellísima luz azul. Los bloques de roca colgados sobre sus cabezas se fueron difuminando en una
especie de niebla que, al fin, adquirió la luminosidad de una blanca nube bañada por la luna. Respiraban entonces una atmósfera diáfana y tibia, pura como la de las montañas y aromatizado por las rosas de los valles. Fluía por allí un río límpido como el mismo aire, y en sus aguas nadaban peces que parecían de oro y plata; serpenteaban en él anguilas purpúreas, que a cada movimiento lanzaban chispas azules, y las anchas hojas de los nenúfares reflejaban todos los tonos del arco iris, mientras la flor era una auténtica llama ardiente, de un rojo amarillento, alimentada por el agua, como la lámpara por el aceite. Un sólido puente de mármol, bellamente cincelado, cual si fuese hecho de encajes y perlas de cristal, conducía, por encima del río, a la isla de la Bienaventuranza, donde se hallaba el jardín del Paraíso.
El viento cogió al príncipe en brazos y lo transportó al otro lado del puente. Allí las flores y hojas cantaban las más bellas canciones de su infancia, pero mucho más melodiosamente de lo que puede hacerlo la voz humana.
Y aquellos árboles, ¿eran palmeras o gigantescas plantas acuáticas? Nunca había visto el príncipe árboles tan altos y vigorosos; en largas guirnaldas pendían maravillosas enredaderas, tales como sólo se ven figuradas en colores y oro en las márgenes de los antiguos devocionarios, o entrelazadas en sus iniciales. Formaban las más raras combinaciones de aves, flores y arabescos. Muy cerca, en la hierba, se paseaba una bandada de pavos reales, con las fulgurantes colas desplegadas. Eso parecían... pero al tocarlos se dio cuenta el príncipe de que no eran animales, sino plantas; eran grandes lampazos, que brillaban como la esplendoroso cola del pavo real. El león y el tigre saltaban como ágiles gatos por entre los verdes setos, cuyo aroma semejaba el de las flores del olivo, y tanto el león como el tigre eran mansos; la paloma torcaz relucía como hermosísima perla, acariciando con las alas la melena del león, y el antílope, siempre tan esquivo, se estaba quieto agitando la cabeza, como deseoso de participar también en el juego.
En éstas llegó el Hada del Paraíso. Su vestido relucía como el sol, y en su rostro se pintaba la dulzura de una tierna madre que goza contemplando a su hijito. Era joven y hermosa, y la seguían varias bellísimas doncellas, todas con una rutilante estrella en el cabello. El viento de Levante le entregó la hoja escrita del Ave Fénix, y al verla los ojos del Hada brillaron de alegría. Tomando de la mano al príncipe lo condujo a su palacio, cuyas paredes presentaban los colores de los más hermosos pétalos de tulipán cuando se colocan frente al sol; el techo era una enorme flor radiante, y cuanto más se miraba en su interior, más hondo parecía su cáliz. El príncipe se encaminó a una de las ventanas, y al mirar por uno de sus cristales, vio el árbol de la ciencia del bien y del mal, con la serpiente, y Adán y Eva al lado. - ¿Pero no los echaron? - preguntó; a lo que el Hada, sonriendo, le explicó que el tiempo había grabado su imagen en cada cristal, pero no de la manera a que estamos acostumbrados, sino que tenía vida: las hojas de los árboles se movían, y las criaturas humanas iban y venían como vistas en un espejo. Al mirar por otro cristal se le ofreció el cuadro del sueño de Jacob, con la escalera que llegaba hasta el cielo, y los ángeles subían y bajaban balanceándose. Sí, todo lo que había sucedido en esta Tierra, revivía y se agitaba en aquellos cristales; cuadros tan primorosos, sólo el tiempo podía grabarlos. El Hada, siempre sonriente, lo llevó luego a una espaciosa y elevada sala de paredes transparentes, adornadas con retratos, a cual más hermoso.
Eran millones de bienaventurados, que sonreían v cantaban, confundiéndose sus cantos en una melodía única; los de la parte superior eran tan pequeños, que parecían más diminutos que el más minúsculo capullo de rosa dibujado sobre el papel como un punto de color.
En el centro de la sala se levantaba un corpulento árbol de frondosas ramas colgantes; manzanas doradas, grandes y pequeñas, pendían, a modo de naranjas, entre las verdes hojas. Era el árbol de la ciencia del bien y el mal, de cuyo fruto comieron Adán y Eva. De cada hoja goteaba un rocío colorado y brillante; parecía como si el árbol llorase lágrimas de sangre.
- Subamos a la barca -dijo el Hada-. Nos refrescaremos en las aguas ondeantes. El bote se balancea, pero no se mueve del lugar; son todos los países del globo los que desfilan ante nuestros ojos -. Era maravilloso ver desfilar las riberas. Pasaron los encumbrados Alpes cubiertos de nieve, con nubes y negros abetos; la trompa sonaba melancólicamente, y el pastor lanzaba al valle sus bonitas canciones tirolesas. Después, los plataneros inclinaron sobre la barca sus largas ramas colgantes, cisnes negros como azabache aparecieron flotando en el agua, y los animales y las flores más raras surgieron en la orilla: era Australia, el quinto continente, que desfilaba con su perspectiva de montañas azules. Oyóse el canto de los sacerdotes, y vieron a los salvajes bailando al son de los tambores y las trompas de hueso. Pasaron también las pirámides de Egipto, con sus cúspides elevándose hasta las nubes, y columnas derribadas y esfinges medio sepultadas en la arena. Auroras boreales brillaron sobre los glaciares del Norte, verdadero castillo de fuegos artificiales que nadie habría sido capaz de imitar. El príncipe se sentía feliz, contemplando cien veces más cosas de las que aquí podemos enumerar.
- ¿Puedo quedarme para siempre? - preguntó.
- Eso depende de ti -respondióle el Hada-. Si no caes en la tentación, como Adán, de hacer lo que se te prohiba, puedes quedarte aquí.
- Jamás tocaré las manzanas del árbol de la ciencia del bien y del mal -protestó el príncipe-. Hay millares de frutos tan hermosos como ellas.
- Piénsalo bien, y si no te sientes lo bastante fuerte, vuélvete con el viento de Levante que te trajo; se marcha hoy, y no regresará hasta dentro de cien años. Para ti, el tiempo transcurrirá en este lugar como si fuesen cien horas; pero es mucho para resistir a la tentación y al pecado. Cada noche, cuando me separe de ti, te llamaré: "¡Ven conmigo!". Te haré señas con la mano, pero no debes seguirme. No vengas, pues a cada paso que des, tu afán será más fuerte; entrarás en la sala donde crece el árbol de la ciencia del bien y del mal. Yo duermo bajo sus colgantes ramas olorosas; te inclinarás sobre mí y tendré que sonreírte; pero si me besas en la boca, se hundirá el Paraíso en la tierra y lo habrás perdido. Sentirás en torno a ti el fuerte viento del desierto, la fría lluvia se escurrirá por tu cabello. Serán tu herencia la aflicción y el sufrimiento.
- ¡Me quedo! -exclamó el príncipe. Y el viento de Levante, depositando un beso en su frente, le dijo: - Sé fuerte, y volveremos a encontrarnos aquí dentro de cien años. ¡Adiós, adiós!
Y extendió sus alas en toda su amplitud; brillaban como los relámpagos de otoño, en tiempo de la cosecha, o como la aurora boreal en el frío invierno.
- ¡Adiós, adiós! -repitieron a coro todas las flores y todos los árboles. Hileras de cigüeñas y pelícanos, semejantes a cintas flotantes, lo acompañaron hasta el límite del jardín.
- Vamos ahora a empezar nuestras danzas -dijo el Hada-. Al final, cuando haya bailado contigo, verás, a la hora de la puesta del sol, que te hago signos, y me oirás gritarte: "¡Ven conmigo!". Pero guárdate de hacerlo. Por espacio de cien años tengo que repetir todas las noches la misma escena; cada vez, cuando el tiempo haya pasado, serás más fuerte, hasta que ya ni siquiera pensarás en ello. Pero hoy es la primera vez. Estás advertido.
El Hada lo condujo a una gran sala de lirios blancos y transparentes; los amarillos estambres de cada flor eran una pequeña arpa de oro que sonaba como violines y flautas. Doncellas hermosísimas, vaporosas y esbeltas, vestidas de ondeante crespón que revelaba la belleza de sus cuerpos, danzaban y cantaban la alegría de vivir, y que no morirían nunca, y que el jardín del Edén florecería eternamente.
Se puso el sol, todo el cielo se tornó de oro, un oro que pintaba los lirios como las más exquisitas rosas, y el príncipe bebió del espumoso vino que le ofrecieron las doncellas, y experimentó una felicidad que nunca había conocido. Vio abrirse el fondo de la sala y aparecer el árbol del bien y del mal tan brillante, que lo deslumbraba; llegaba de él un canto dulce y delicioso, como de la voz de su madre, y parecióle que decía: "¡Hijo mío, hijo mío querido!".
Entonces lo llamó el Hada, cariñosa: "¡Ven conmigo, ven conmigo!". Y él se precipitó a su encuentro, olvidándose de su promesa ya la primera noche, mientras ella no cesaba de hacerle señas y sonreírle. El aroma que lo envolvía se hizo más intenso, las arpas sonaban más melodiosamente aún, y fue como si millones de cabecitas sonrientes, desde la sala donde crecía el árbol, lo saludasen cantando: "¡Hay que conocerlo todo! ¡El hombre es el señor de la Tierra!". Y no eran ya lágrimas de sangre lo que caía de las hojas del árbol de la ciencia del bien y el mal, sino centelleantes estrellas rojas; por lo menos, así le parecían.
-"¡Ven! ¡ven!", resonaban las llamadas, frenéticas; y a cada paso sentía el príncipe mayor ardor en sus mejillas y más violencia en el movimiento de su sangre. "¡No puedo evitarlo! -dijo-. ¡No es pecado, no puede serlo! ¿Por qué no seguir a la belleza y al placer? Quiero verla dormida. Nada se perderá con tal que no la bese, y eso si que no lo haré: soy fuerte, y mi voluntad es firme".
El Hada se quitó el radiante vestido y, apartando las ramas, en un instante quedó oculta tras ellas.
"Todavía no he pecado -díjole el príncipe-, y no quiero hacerlo". Y, a su vez, separó las ramas. Ella dormía ya, bellísima como sólo puede serio el Hada del jardín del Paraíso. Sonreía en sueños; el mozo se inclinó sobre ella y vio lágrimas temblar entre sus párpados ¿Lloras por mí? -murmuró-. No llores, mujer celestial: Ahora comprendo la felicidad del Paraíso; corre por mi sangre, está en mis pensamientos, siento en mi cuerpo la fuerza del querubín y de la vida eterna; aunque haya de pagarlo con la noche perpetua, un instante como éste lo compensa con creces -. Y besó las lágrimas de sus ojos, y sus labios se posaron en los del Hada.
Retumbó entonces un trueno, terrible y escalofriante como nadie oyera jamás, y todo se desplomó; la hermosa Hada y el esplendente Paraíso se hundieron lentamente. El príncipe los vio desaparecer en la noche tenebrosa; como una diminuta estrella rutilante brilló lejos, muy lejos. Un frío de muerte recorrió su cuerpo, cerró los ojos y cayó desmayado.
Cuando recobró el sentido, le caía en el rostro una violenta lluvia, y un viento fortísimo soplaba sobre él. "¡Qué he hecho! -suspiró-. ¡He pecado como Adán! ¡He pecado, puesto que se ha hundido el Paraíso!". Y abrió los ojos, viendo aún a lo lejos la estrella que brillaba como el Edén desaparecido; era la estrella matutina, allá en el cielo.
Se incorporó, encontrándose junto a la gruta de los vientos; la madre de éstos estaba sentada a su lado; en su rostro habla una expresión airada. Levantando el brazo: - ¡Ya la primera noche! -dijo-. Bien me lo temí. Si fueses mi hijo irías derecho al saco.
- ¡Irá, irá! -dijo la Muerte. Era un hombre viejo y robusto, que llevaba en la mano una guadaña y un gran bieldo negro-. Irá a parar al ataúd, pero todavía no; lo marco solamente, y le dejaré que siga por algún tiempo en el mundo, para que haga penitencia y se mejore. Volveré un día, cuando menos me espere, lo encerraré en el negro ataúd y, poniéndolo sobre mi cabeza, volaré a las estrellas. También allí florece el jardín del Paraíso, y si ha sido bueno y piadoso entrará en él; pero si hay perversión en sus pensamientos, y en su corazón mora aún el pecado, será precipitado, dentro de su féretro, más abajo de lo que cayó el Paraíso, y sólo una vez cada mil años iré a buscarlo, para hundirlo más todavía, o para conducirlo a la estrella que brilla allá arriba.
Der var en kongesøn, ingen havde så mange og så smukke bøger som han; alt hvad der var sket i denne verden kunne han læse sig til og se afbildet i prægtige billeder. Hvert folk og hvert land kunne han få besked om, men hvor Paradisets have var at finde, derom stod der ikke et ord; og den, just den var det, han tænkte mest på.
Hans bedstemoder havde fortalt ham, da han endnu var ganske lille, men skulle begynde sin skolegang, at hver blomst i Paradisets have var den sødeste kage, støvtrådene den fineste vin; på en stod historie, på en anden geografi eller tabeller, man behøvede kun at spise kage, så kunne man sin lektie; jo mere man spiste, des mere fik man ind af historie, geografi og tabeller.
Det troede han dengang; men alt, som han blev en større dreng, lærte mere og blev langt klogere, begreb han nok, at der måtte være en langt anderledes dejlighed i Paradisets have.
"Oh, hvorfor brød dog Eva af Kundskabens træ! hvorfor spiste Adam af den forbudne frugt! det skulle have været mig, da var det ikke sket! aldrig skulle synden være kommen ind i verden!"
Det sagde han dengang, og det sagde han endnu, da han var sytten år! Paradisets have fyldte hele hans tanke.
En dag gik han i skoven; han gik alene, for det var hans største fornøjelse.
Aftnen faldt på, skyerne trak sammen, det blev et regnvejr, som om hele himlen var en eneste sluse, hvorfra vandet styrtede; der var så mørkt, som det ellers er om natten i den dybeste brønd. Snart gled han i det våde græs, snart faldt han over de nøgne sten, der ragede frem fra klippegrunden. Alt drev af vand, der blev ikke en tør tråd på den stakkels prins. Han måtte kravle op over store stenblokke, hvor vandet sivede ud af det høje mos. Han var ved at segne om; da hørte han en forunderlig susen, og foran sig så han en stor, oplyst hule. Midt inde brændte en ild, så man kunne stege en hjort derved, og det blev der også; den prægtigste hjort, med sine høje takker, var stukket på spid og drejedes langsomt rundt mellem to omhuggede grantræer. En gammelagtig kone, høj og stærk, som var hun et udklædt mandfolk, sad ved ilden, og kastede det ene stykke brænde til efter det andet.
"Kom du kun nærmere!" sagde hun, "sæt dig ved ilden at du kan få dine klæder tørret!"
"Her er en slem træk!" sagde prinsen og satte sig på gulvet.
"Det bliver værre endnu, når mine sønner kommer hjem!" svarede konen. "Du er her i vindenes hule, mine sønner er verdens de fire vinde, kan du forstå det?"
"Hvor er dine sønner?" spurgte prinsen.
"Ja, det er ikke godt at svare, når man spørger dumt," sagde konen. "Mine sønner er på egen hånd, de spiller langbold med skyerne deroppe i storstuen!" og så pegede hun op i vejret.
"Nå så!" sagde prinsen. "I taler ellers noget hårdt og er ikke så mild, som de fruentimmere, jeg ellers ser omkring mig!"
"Ja, de har nok ikke andet at gøre! Jeg må være hård, skal jeg holde mine drenge i ave! men det kan jeg, skønt de har stive nakker! ser du de fire sække, der hænger på væggen; dem er de lige så bange for, som du har været det for riset bag spejlet. Jeg kan bukke drengene sammen, skal jeg sige dig, og så kommer de i posen; dér gør vi ingen omstændigheder! dér sidder de og kommer ikke ud at føjte, før jeg finder for godt. Men der har vi den ene!"
Det var Nordenvinden, som trådte ind med en isnende kulde, store hagl hoppede hen ad gulvet, og snefnuggene fygede rundt om. Han var klædt i bjørneskindsbukser og trøje; en hætte af sælhundeskind gik ned over ørene; lange istapper hang ham ved skægget, og det ene hagl efter det andet gled ham ned fra trøjekraven.
"Gå ikke straks til ilden!" sagde prinsen. "De kan så let få frost i ansigtet og hænderne!"
"Frost!" sagde Nordenvinden og lo ganske højt. "Frost! det er just min største fornøjelse! Hvad er ellers du for et skrinkelben! Hvor kommer du i vindenes hule!"
"Han er min gæst!" sagde den gamle, "og er du ikke fornøjet med den forklaring, så kan du komme i posen! - Nu kender du min dømmekraft!"
Se det hjalp, og Nordenvinden fortalte hvorfra han kom, og hvor han nu havde været næsten en hel måned.
"Fra Polarhavet kommer jeg," sagde han, "jeg har været på 'Beeren-Eiland' med de russiske hvalrosfangere. Jeg sad og sov på roret, da de sejlede ud fra Nordkap! når jeg imellem vågnede lidt, fløj stormfuglen mig om benene! det er en løjerlig fugl, den gør et rask slag med vingerne og så holder den dem ubevægelig udstrakt og har da fart nok."
"Gør det bare ikke så vidtløftigt!" sagde vindenes moder. "Og så kom du da til Beeren-Eiland!"
"Der er dejligt! det er et gulv til at danse på, fladt, som en tallerken! halvtøet sne med lidt mos, skarpe sten og benrade af hvalrosser og isbjørne lå der, de så ud som kæmpers arme og ben, med muggen grønhed. Man skulle tro, at Solen aldrig havde lyst på dem. Jeg pustede lidt til tågen for at man kunne se skuret: Det var et hus, rejst af vrag og betrukket med hvalroshud; kødsiden vendte ud, den var fuld af rødt og grønt; på taget sad en levende isbjørn og brummede. Jeg gik til stranden, så på fuglerederne, så på de nøgne unger, der skreg og gabede; da blæste jeg ned i de tusinde struber, og de lærte at lukke munden. Nederst væltede sig hvalrosserne, som levende indvolde eller kæmpemaddiker med svinehoveder og alenlange tænder!" -
"Du fortæller godt, min dreng!" sagde moderen. "Jeg får vandet i munden ved at høre på dig!"
"Så gik det på fangst! Harpunen blev sat i hvalrossens bryst, så den dampende blodstråle stod som et springvand over isen. Da tænkte jeg også på mit spil! jeg blæste op, lod mine sejlere, de klippehøje isfjelde, klemme bådene inde; huj hvor man peb, og hvor man skreg, men jeg peb højere! de døde hvalkroppe, kister og tovværk måtte de pakke ud på isen! jeg rystede snefnuggene om dem og lod dem i de indeklemte fartøjer drive syd på med fangsten, for der at smage saltvand. De kommer aldrig mere til Beeren-Eiland!"
"Så har du jo gjort ondt!" sagde vindenes moder.
"Hvad godt jeg har gjort, kan de andre fortælle!" sagde han, "men der har vi min broder fra vesten, ham kan jeg bedst lide af dem alle sammen, han smager af søen og har en velsignet kulde med sig!"
"Er det den lille Zefyr?" spurgte prinsen.
"Ja vist er det Zefyr!" sagde den gamle, "men han er ikke så lille endda. I gamle dage var han en smuk dreng, men nu er det forbi!"
Han så ud som en vildmand, men han havde en faldhat på for ikke at komme til skade. I hånden holdt han en mahognikølle, hugget i de amerikanske mahogniskove. Mindre kunne det ikke være!
"Hvor kommer du fra?" spurgte hans moder.
"Fra skovørknerne!" sagde han, "hvor de tornede lianer gør et gærde mellem hvert træ, hvor vandslangen ligger i det våde græs, og menneskene synes unødvendige!"
"Hvad bestilte du der?"
"Jeg så på den dybe flod, så hvor den styrtede fra klippen, blev støv og fløj mod skyerne, for at bære regnbuen. Jeg så den vilde bøffel svømme i floden, men strømmen rev ham med sig; han drev med vildændernes flok, der fløj i vejret, hvor vandet styrtede; bøffelen måtte ned, det syntes jeg om, og blæste storm, så de urgamle træer sejlede og blev til spåner."
"Og andet har du ikke bestilt?" spurgte den gamle.
"Jeg har slået kolbøtter i savannerne, jeg har klappet de vilde heste og rystet kokosnødder! jo, jo, jeg har historier at fortælle! men man skal ikke sige alt, hvad man ved. Det kender du nok, du gamle!" og så kyssede han sin moder, så hun nær var gået bag over; han var rigtig nok en vild dreng.
Nu kom Søndenvinden med turban og flyvende beduinkappe.
"Her er dygtigt koldt herinde!" sagde han, og kastede brænde til ilden, "man kan mærke, at Nordenvinden er kommen først!"
"Her er så hedt at man kan stege en isbjørn!" sagde Nordenvinden.
"Du er selv en isbjørn!" svarede Søndenvinden.
"Vil I puttes i posen!" spurgte den gamle, - "Sæt dig på stenen der og fortæl, hvor du har været."
"I Afrika, min moder!" svarede han. "Jeg var med hottentotterne på løvejagt i kaffernes land! hvilket græs der gror på sletten, grønt som en oliven! der dansede gnuen, og strudsen løb væddeløb med mig, men jeg er dog raskere til bens. Jeg kom til ørknen til det gule sand; der ser ud, som på havets bund. Jeg traf en karavane! de slagtede deres sidste kamel for at få vand at drikke, men det var kun lidt de fik. Solen brændte foroven, og sandet stegte forneden. Ingen grænse havde den udstrakte ørken. Da boltrede jeg mig i det fine, løse sand og hvirvlede det op i store støtter, det var en dans! Du skulle have set hvor forknyt dromedaren stod, og købmanden trak kaftanen over hovedet. Han kastede sig ned for mig som for Allah, sin gud. Nu er de begravet, der står en pyramide af sand over dem alle sammen, når jeg engang blæser den bort, skal Solen blege de hvide ben, da kan de rejsende se, her har før været mennesker. Ellers kan man ikke tro det i ørknen!"
"Du har altså kun gjort ondt!" sagde moderen. "March i posen!" og før han vidste det, havde hun Søndenvinden om livet og i posen, den væltede rundt omkring på gulvet, men hun satte sig på den, og da måtte den ligge stille.
"Det er nogle raske drenge, hun har!" sagde prinsen.
"Ja såmænd," svarede hun, "og ave dem kan jeg! der har vi den fjerde!"
Det var Østenvinden, han var klædt som en kineser.
"Nå, kommer du fra den kant!" sagde moderen, "jeg troede, du havde været i Paradisets have."
"Der flyver jeg først hen i morgen!" sagde Østenvinden, "i morgen er det hundrede år siden jeg var der! jeg kommer nu fra Kina, hvor jeg har danset om porcelænstårnet, så alle klokkerne klingede. Nede på gaden fik embedsmændene prygl, bambusrør blev slidt på deres skuldre, og det var folk fra den første til den niende grad, de skreg: Mange tak, min faderlige velgører! men de mente ikke noget med det, og jeg ringede med klokkerne og sang tsing, tsang, tsu!"
"Du er kåd på det!" sagde den gamle, "det er godt du i morgen kommer til Paradisets have, det hjælper altid på din dannelse! drik så dygtig af Visdommens Kilde og tag en lille flaske fuld hjem med til mig!"
"Det skal jeg!" sagde Østenvinden. "Men hvorfor har du nu puttet min broder fra sønden ned i posen, frem med ham! han skal fortælle mig om fugl Føniks, den fugl vil prinsessen i Paradisets have altid høre om, når jeg hvert hundrede år gør visit. Luk posen op! så er du min sødeste moder, og jeg skal forære dig to lommer fulde af te, så grøn og frisk, som jeg har plukket den på stedet!"
"Nå, for teens skyld og fordi du er min kæledægge, vil jeg åbne posen!" det gjorde hun, og Søndenvinden krøb ud, men han så ganske slukøret ud, fordi den fremmede prins havde set det.
"Der har du et palmeblad til prinsessen!" sagde Søndenvinden, "det blad har den gamle fugl Føniks, den eneste der var i verden, givet mig; han har med sit næb ridset deri sin hele levnedsbeskrivelse, de hundrede år han levede; nu kan hun selv læse sig det til. Jeg så, hvor fugl Føniks selv stak ild i sin rede og sad og brændte op, som en hindus kone. Hvor dog de tørre grene knagede, der var en røg og en duft. Til sidst slog alt op i lue, den gamle fugl Føniks blev til aske, men hans æg lå gloende rødt i ilden, det revnede med et stort knald, og ungen fløj ud, nu er den regent over alle fuglene og den eneste fugl Føniks i verden. Han har bidt hul i palmebladet, jeg gav dig, det er hans hilsen til prinsessen!"
"Lad os nu få noget at leve af!" sagde vindenes moder, og så satte de sig alle til at spise af den stegte hjort, og prinsen sad ved siden af Østenvinden, og derfor blev de snart gode venner.
"Hør, sig mig engang," sagde prinsen. "Hvad er det for en prinsesse, her bliver talt så meget om, og hvor ligger Paradisets have!"
"Ho, ho!" sagde Østenvinden, "vil du derhen, ja så flyv du med mig i morgen! men det må jeg ellers sige dig, der har ingen mennesker været siden Adam og Evas tid. Dem kender du jo nok af din bibelhistorie!"
"Ja vist!" sagde prinsen.
"Dengang de blev forjaget, sank Paradisets have ned i jorden, men den beholdt sit varme solskin, sin milde luft og al sin herlighed. Feernes dronning bor derinde; der ligger Lyksalighedens Ø, hvor Døden aldrig kommer, hvor der er dejligt at være! Sæt dig på min ryg i morgen, så skal jeg tage dig med; jeg tænker, det nok lader sig gøre! men nu må du ikke snakke mere, for jeg vil sove!"
Og så sov de alle sammen.
I den tidlige morgenstund vågnede prinsen og blev ikke lidt betuttet ved at han allerede var højt oppe over skyerne. Han sad på ryggen af Østenvinden, der nok så ærligt holdt på ham; de var så højt i vejret, at skove og marker, floder og søer tog sig ud som på et stort illumineret landkort.
"Godmorgen!" sagde Østenvinden. "Du kunne ellers gerne sove lidt endnu, for der er ikke meget at se på det flade land under os. Uden du har lyst til at tælle kirker! de står som kridtprikker nede på det grønne bræt." Det var marker og enge, han kaldte det grønne bræt.
"Det var uartigt, at jeg ikke fik sagt farvel til din moder og dine brødre!" sagde prinsen.
"Når man sover, er man undskyldt!" sagde Østenvinden, og derpå fløj de endnu raskere af sted: Man kunne høre det på toppene af skovene, når de fór henover dem, raslede alle grene og blade; man kunne høre det på havet og søerne, thi hvor de fløj, væltede bølgerne højere, og de store skibe nejede dybt ned i vandet, som svømmende svaner.
Mod aften, da det blev mørkt, så det morsomt ud med de store byer; lysene brændte dernede, snart her, snart der, det var akkurat, som når man har brændt et stykke papir og ser de mange små ildgnister, hvor de er børn og går af skole! Og prinsen klappede i hænderne, men Østenvinden bad ham lade være med det, hellere holde sig fast, ellers kunne han let falde ned og blive hængende på et kirkespir.
Ørnen i de sorte skove fløj nok så let, men Østenvinden fløj lettere. Kosakken på sin lille hest jog af sted over sletterne, men prinsen jog anderledes af sted.
"Nu kan du se Himalaya!" sagde Østenvinden, "det er det højeste bjerg i Asien; snart skal vi nu komme til Paradisets have!" så drejede de mere sydligt, og snart duftede der af krydderier og blomster. Figen og granatæbler voksede vildt, og den vilde vinranke havde blå og røde druer. Her steg de begge to ned, strakte sig i det bløde græs, hvor blomsterne nikkede til vinden ligesom de ville sige: "Velkommen tilbage."
"Er vi nu i Paradisets have?" spurgte prinsen.
"Nej vist ikke!" svarede Østenvinden, "men nu skal vi snart komme der. Ser du fjeldvæggen der og den store hule, hvor vinrankerne hænger som store grønne gardiner. Der skal vi ind igennem! Svøb dig i din kappe, her brænder Solen, men ét skridt og det er isnende koldt. Fuglen, som strejfer forbi hulen, har den ene vinge herude i den varme sommer og den anden derinde i den kolde vinter!"
"Så, det er vejen til Paradisets have?" spurgte prinsen.
Nu gik de ind i hulen! hu, hvor der var isnende koldt, men det varede dog ikke længe. Østenvinden bredte sine vinger ud, og de lyste som den klareste ild; nej hvilke huler! de store stenblokke, som vandet dryppede fra, hang over dem i de forunderligste skikkelser; snart var der så snævert, at de måtte krybe på hænder og fødder, snart så højt og udstrakt, som i den frie luft. Det så ud som gravkapeller med stumme orgelpiber og forstenede faner.
"Vi går nok dødens vej til Paradisets have!" sagde prinsen, men Østenvinden svarede ikke et ord, pegede fremad, og det dejligste blå lys strålede dem i møde; stenblokkene oven over blev mere og mere en tåge, der til sidst var klar, som en hvid sky i måneskin. Nu var de i den dejligste milde luft, så frisk som på bjergene, så duftende, som ved dalens roser.
Der strømmede en flod, så klar, som luften selv, og fiskene var som sølv og guld; purpurrøde ål, der skød blå ildgnister ved hver bøjning, spillede dernede i vandet og de brede åkandeblade havde regnbuens farver, blomsten selv var en rødgul brændende lue, som vandet gav næring, ligesom olien får lampen bestandigt til at brænde! en fast bro af marmor, men så kunstigt og fint udskåren, som var den gjort af kniplinger og glasperler, førte over vandet til Lyksalighedens Ø, hvor Paradisets have blomstrede.
Østenvinden tog prinsen på sine arme og bar ham derover. Der sang blomster og blade de skønneste sange fra hans barndom, men så svulmende dejligt, som ingen menneskelig stemme her kan synge.
Var det palmetræer, eller kæmpestore vandplanter, her groede! så saftige og store træer havde prinsen aldrig før set; i lange kranse hang der de forunderligste slyngplanter, som de kun findes afbildet med farver og guld på randen af de gamle helgenbøger eller sno sig der gennem begyndelsesbogstaverne. Det var de sælsomste sammensætninger af fugle, blomster og snørkler. I græsset tæt ved stod en flok påfugle med udbredte strålende haler! Jo det var rigtignok så! nej da prinsen rørte ved dem, mærkede han, at det ikke var dyr, men planter: Det var store skræpper, der her strålede som påfuglens dejlige hale. Løven og tigeren sprang lig smidige katte mellem grønne hække, der duftede som æbletræets blomster, og løven og tigeren var tamme, den vilde skovdue, skinnende som den skønneste perle, baskede med sine vinger løven på manken, og antilopen, der ellers er så sky, stod og nikkede med hovedet, ligesom den også ville lege med.
Nu kom Paradisets fe; hendes klæder strålede som Solen, og hendes ansigt var mildt, som en glad moders, når hun ret er lykkelig over sit barn. Hun var så ung og smuk, og de dejligste piger, hver med en lysende stjerne i håret, fulgte hende.
Østenvinden gav hende det skrevne blad fra fugl Føniks, og hendes øjne funklede af glæde; hun tog prinsen ved hånden og førte ham ind i sit slot, hvor væggene havde farver, som det prægtigste tulipanblad, holdt mod Solen, loftet selv var én stor strålende blomst, og jo mere man stirrede op i den, desto dybere syntes dens bæger. Prinsen trådte hen til vinduet og så igennem en af ruderne, da så han Kundskabens træ med slangen, og Adam og Eva stod tæt derved. "Er de ikke forjaget?" spurgte han, og feen smilede, og forklarede ham at på hver rude havde Tiden således brændt sit billede, men ikke, som man plejede at se det, nej der var liv deri, træernes blade rørte sig, menneskene kom og gik, som i et spejlbillede. Og han så gennem en anden rude, og der var Jakobs drøm, hvor stigen gik lige ind i himlen, og englene med store vinger svævede op og ned. Ja, alt hvad der var sket i denne verden levede og rørte sig i glasruderne; så kunstige malerier kunne kun tiden indbrænde.
Feen smilede og førte ham ind i en sal, stor og høj; dens vægge syntes transparente malerier, med det ene ansigt dejligere, end det andet; det var millioner lykkelige, der smilede og sang, så det flød sammen i én melodi; de allerøverste var så små, at de syntes mindre, end den mindste rosenknop, når den tegnes som en prik på papiret. Og midt i salen stod et stort træ med hængende yppige grene; gyldne æbler, store og små, hang som appelsiner mellem de grønne blade. Det var Kundskabens træ, af hvis frugt Adam og Eva havde spist. Fra hvert blad dryppede en skinnende rød dugdråbe; det var, som om træet græd blodige tårer.
"Lad os nu stige i båden!" sagde feen, "der vil vi nyde forfriskninger ude på det svulmende vand! Båden gynger, kommer dog ikke af stedet, men alle verdens lande glider forbi vore øjne." Og det var underligt at se, hvorledes hele kysten bevægede sig. Der kom de høje snebedækkede Alper, med skyer og sorte grantræer, hornet klang så dybt vemodigt, og hyrden jodlede smukt i dalen. Nu bøjede banantræerne deres lange, hængende grene ned over båden, kulsorte svaner svømmede på vandet, og de sælsomste dyr og blomster viste sig på strandbredden: Det var Ny-Holland, den femte verdensdel, der med en udsigt til de blå bjerge gled forbi. Man hørte præsternes sang og så de vildes dans til lyden af trommer og bentuber. Ægypternes pyramider, der ragede ind i skyerne, omstyrtede søjler og sfinkser, halv begravet i sandet, sejlede forbi. Nordlysene brændte over Nordens jøkler, det var et fyrværkeri, som ingen kunne gøre efter. Prinsen var så lyksalig, ja han så jo hundrede gange mere, end hvad vi her fortæller.
"Og altid kan jeg blive her?" spurgte han.
"Det beror på dig selv!" svarede feen. "Dersom du ikke som Adam, lader dig friste til at gøre det forbudne, da kan du altid blive her!"
"Jeg skal ikke røre æblerne på Kundskabens træ!" sagde prinsen. "Her er jo tusinde frugter, skønne, som de!"
"Prøv dig selv, og er du ikke stærk nok, så følg med Østenvinden, som bragte dig; han flyver nu tilbage og kommer her ej i hundrede år; den tid vil på dette sted gå for dig, som var det kun hundrede timer, men det er lang tid for fristelsen og synden. Hver aften, når jeg går fra dig, må jeg tilråbe dig 'følg med!' jeg må vinke med hånden ad dig, men bliv tilbage. Gå ikke med, thi da vil ved hvert skridt din længsel blive større: Du kommer i salen, hvor Kundskabens træ gror; jeg sover under dens duftende hængende grene, du vil bøje dig over mig, og jeg må smile, men trykker du et kys på min mund, da synker Paradiset dybt i jorden, og det er tabt for dig, ørknens skarpe vind vil omsuse dig, den kolde regn dryppe fra dit hår. Sorg og trængsel bliver din arvelod."
"Jeg bliver her!" sagde prinsen, og Østenvinden kyssede ham på panden og sagde "vær stærk, så samles vi her igen om hundrede år! farvel! farvel!" og Østenvinden bredte sine store vinger ud; de lyste, som kornmoden i høsten, eller nordlyset i den kolde vinter. "Farvel! farvel!" klang det fra blomster og træer. Storke og pelikaner fløj i række, som flagrende bånd, og fulgte med til grænsen af haven.
"Nu begynder vore danse!" sagde feen, "ved slutningen, hvor jeg danser med dig, vil du se, idet Solen synker, at jeg vinker ad dig, du vil høre mig tilråbe dig: Følg med! men gør det ikke! i hundred år må jeg hver aften gentage det; for hver gang den tid er omme, vinder du mere kraft, til sidst tænker du aldrig derpå. I aften er det første gang; nu har jeg advaret dig!"
Og feen førte ham ind i en stor sal af hvide gennemsigtige liljer, de gule støvtråde i hver var en lille guldharpe, som klang med strengelyd og fløjtetoner. De skønneste piger, svævende og slanke, klædt i bølgende flor, så man så de dejlige lemmer, svævede i danse, og sang om hvor herligt det var at leve, at de aldrig ville dø, og at Paradisets have skulle evig blomstre.
Og Solen gik ned, den hele himmel blev et guld, der gav liljerne skær som den dejligste rose, og prinsen drak af den skummende vin, pigerne rakte ham, og han følte en lyksalighed, som aldrig før; han så, hvor salens baggrund åbnede sig, og Kundskabens træ stod i en glans, der blændede hans øje; sangen derfra var blød og dejlig, som hans moders stemme, og det var, som hun sang: "mit barn! mit elskede barn!"
Da vinkede feen og råbte så kærligt "følg mig! følg mig!" og han styrtede hen imod hende, glemte sit løfte, glemte det alt den første aften, og hun vinkede og smilede. Duften, den krydrede duft rundt om blev mere stærk, harperne tonede langt dejligere, og det var, som de millioner smilende hoveder i salen, hvor træet groede, nikkede og sang: "Alt bør man kende! Mennesket er Jordens herre" og det var ikke længere blodtårer, der faldt fra bladene på Kundskabens træ, det var røde, funklende stjerner, syntes ham. "Følg mig, følg mig!" lød de bævende toner, og ved hvert skridt brændte prinsens kinder hedere, hans blod bevægede sig stærkere! "jeg må!" sagde han, "det er jo ingen synd, kan ikke være det! hvorfor ikke følge skønhed og glæde! se hende sove vil jeg! der er jo intet tabt, når jeg kun lader være at kysse hende, og det gør jeg ikke, jeg er stærk, jeg har en fast vilje!"
Og feen kastede sin strålende dragt, bøjede grenene tilbage, og et øjeblik efter var hun skjult derinde.
"Jeg har endnu ikke syndet!" sagde prinsen, "og vil det ikke heller;" og så drog han grenene til side, der sov hun allerede, dejlig, som kun feen i Paradisets have kan være det; hun smilede i drømme, han bøjede sig ned over hende og så tårerne bæve mellem hendes øjenhår!
"Græder du over mig?" hviskede han, "græd ikke, du dejlige kvinde! Nu begriber jeg først Paradisets lykke, den strømmer gennem mit blod, gennem min tanke, kerubens kraft og evige liv føler jeg i mit jordiske legeme, lad det blive evig nat for mig, et minut, som dette, er rigdom nok!" og han kyssede tåren af hendes øje, hans mund rørte ved hendes – –
- Da lød der et tordenskrald, så dybt og skrækkeligt, som ingen har hørt det før, og alt styrtede sammen: den dejlige fe, det blomstrende Paradis sank, det sank så dybt, så dybt, prinsen så det synke i den sorte nat; som en lille skinnende stjerne strålede det langt borte! Dødskulde gik gennem hans lemmer, han lukkede sit øje og lå længe, som død.
Den kolde regn faldt på hans ansigt, den skarpe vind blæste om hans hoved, da vendte hans tanker tilbage. "Hvad har jeg gjort!" sukkede han, "jeg har syndet som Adam! syndet, så Paradiset er sunket dybt der ned!" og han åbnede sit øje, stjernen, langt borte, stjernen, der funklede som det sunkne Paradis, så han endnu - det var morgenstjernen på himlen.
Han rejste sig op og var i den store skov nær ved vindenes hule; og vindenes moder sad ved hans side, hun så vred ud, og løftede sin arm i vejret.
"Allerede den første aften!" sagde hun, "det tænkte jeg nok! ja, var du min dreng, så skulle du nu i posen!"
"Der skal han komme!" sagde Døden; det var en stærk gammel mand med en le i hånden og med store sorte vinger. "I ligkisten skal han lægges, men ikke nu; jeg mærker ham kun, lad ham da en stund endnu vandre om i verden, afsone sin synd, blive god og bedre! - jeg kommer engang. Når han da mindst venter det, putter jeg ham i den sorte ligkiste, sætter den på mit hoved og flyver op mod stjernen; også der blomstrer Paradisets have, og er han god og from, da skal han træde derind, men er hans tanke ond og hjertet endnu fuldt af synd, synker han med kisten dybere, end Paradiset sank, og kun hver tusinde år henter jeg ham igen, for at han må synke dybere eller blive på stjernen, den funklende stjerne deroppe!"