En todo el mundo no hay quien sepa tantos cuentos como Pegaojos. ¡Señor, los que sabe!
Al anochecer, cuando los niños están aún sentados a la mesa o en su escabel, viene un duende llamado Pegaojos; sube la escalera quedito, quedito, pues va descalzo, sólo en calcetines; abre las puertas sin hacer ruido y, ¡chitón!, vierte en los ojos de los pequeñuelos leche dulce, con cuidado, con cuidado, pero siempre bastante para que no puedan tener los ojos abiertos y, por tanto, verlo. Se desliza por detrás, les sopla levemente en la nuca y los hace quedar dormidos. Pero no les duele, pues Pegaojos es amigo de los niños; sólo quiere que se estén quietecitos, y para ello lo mejor es aguardar a que estén acostados. Deben estarse quietos y callados, para que él pueda contarles sus cuentos.
Cuando ya los niños están dormidos, Pegaojos se sienta en la cama. Va bien vestido; lleva un traje de seda, pero es imposible decir de qué color, pues tiene destellos verdes, rojos y azules, según como se vuelva. Y lleva dos paraguas, uno debajo de cada brazo.
Uno de estos paraguas está bordado con bellas imágenes, y lo abre sobre los niños buenos; entonces ellos durante toda la noche sueñan los cuentos más deliciosos; el otro no tiene estampas, y lo despliega sobre los niños traviesos, los cuales se duermen como marmotas y por la mañana se despiertan sin haber tenido ningún sueño.
Ahora veremos cómo Pegaojos visitó, todas las noches de una semana, a un muchachito que se llamaba Federico, para contarle sus cuentos. Son siete, pues siete son los días de la semana.
Lunes
- Atiende -dijo Pegaojos, cuando ya Federico estuvo acostado-, verás cómo arreglo todo esto.
Y todas las flores de las macetas se convirtieron en altos árboles, que extendieron las largas ramas por debajo del techo y por las paredes, de modo que toda la habitación parecía una maravillosa glorieta de follaje; las ramas estaban cuajadas de flores, y cada flor era más bella que una rosa y exhalaba un aroma delicioso; y si te daba por comerla, sabía más dulce que mermelada.
Había frutas que relucían como oro, y no faltaban pasteles llenos de pasas. ¡Un espectáculo inolvidable! Pero al mismo tiempo salían unas lamentaciones terribles del cajón de la mesa, que guardaba los libros escolares de Federico.
- ¿Qué pasa ahí? -inquirió Pegaojos, y, dirigiéndose a la mesa, abrió el cajón. Algo se agitaba en la pizarra, rascando y chirriando: era una cifra equivocada que se había deslizado en la operación de aritmética, y todo andaba revuelto, que no parecía sino que la pizarra iba a hacerse pedazos. El pizarrín todo era saltar y brincar atado a la cinta, como si fuese un perrillo ansioso de corregir la falta; mas no lo lograba. Pero lo peor era el cuaderno de escritura. ¡Qué de lamentos y quejas! Partían el alma. De arriba abajo, en cada página, se sucedían las letras mayúsculas, cada una con una minúscula al lado; servían de modelo, y a continuación venían unos garabatos que pretendían parecérseles y eran obra de Federico; estaban como caídas sobre las líneas que debían servirles para tenerse en pie.
- Mirad, os tenéis que poner así -decía la muestra-. ¿Veis? Así, inclinadas, con un trazo vigoroso.
- ¡Ay! ¡qué más quisiéramos nosotras! -gimoteaban las letras de Federico-. Pero no podemos; ¡somos tan raquíticas!
- Entonces os voy a dar un poco de aceite de hígado de bacalao -dijo Pegaojos.
- ¡Oh, no! -exclamaron las letras, y se enderezaron que era un primor.- Pues ahora no hay cuento -dijo el duende-. Ejercicio es lo que conviene a esas mocosuelas. ¡Un, dos, un, dos! -. Y siguió ejercitando a las letras, hasta que estuvieron esbeltas y perfectas como la propia muestra. Mas por la mañana, cuando Pegaojos se hubo marchado, Federico las miró y vio que seguían tan raquíticas como la víspera.
Martes
No bien estuvo Federico en la cama, Pegaojos, con su jeringa encarnada, roció los muebles de la habitación, y enseguida se pusieron a charlar todos a la vez, cada uno hablando de sí mismo. Sólo callaba la escupidera, que, muda en su rincón se indignaba al ver la vanidad de los otros, que no sabían pensar ni hablar más que de sus propias personas, sin ninguna consideración a ella, que se estaba tan modesta en su esquina, dejando que todo el mundo le escupiera.
Encima de la cómoda colgaba un gran cuadro en un marco dorado; representaba un paisaje, y en él se veían viejos y corpulentos árboles, y flores entre la hierba, y un gran río que fluía por el bosque, pasando ante muchos castillos para verterse, finalmente, en el mar encrespado.
Pegaojos tocó el cuadro con su jeringa mágica, y los pájaros empezaron a cantar; las ramas, a moverse, y las nubes, a desfilar, según podía verse por las sombras que proyectaban sobre el paisaje.
Entonces Pegaojos levantó a Federico hasta el nivel del marco y lo puso de pie sobre el cuadro, entre la alta hierba; y el sol le llegaba por entre el ramaje de los árboles. Echó a correr hacia el río y subió a una barquita; estaba pintada de blanco y encarnado, la vela brillaba como plata, y seis cisnes, todos con coronas de oro en torno al cuello y una radiante estrella azul en la cabeza, arrastraban la embarcación a lo largo de la verde selva; los árboles hablaban de bandidos y brujas, y las flores, de los lindos silfos enanos y de lo que les habían contado las mariposas.
Peces magníficos, de escamas de oro y plata, nadaban junto al bote, saltando de vez en cuando fuera del agua con un fuerte chapoteo, mientras innúmeras aves rojas y azules, grandes y chicas, lo seguían volando en largas filas, y los mosquitos danzaban, y los abejorros no paraban de zumbar: "¡Bum, bum!". Todos querían seguir a Federico, y todos tenían una historia que contarle.
¡Vaya excursioncita! Tan pronto el bosque era espeso y oscuro, como se abría en un maravilloso jardín, bañado de sol y cuajado de flores. Había vastos palacios de cristal y mármol con princesas en sus terrazas, y todas eran niñas a quienes Federico conocía y con las cuales había jugado. Todas le alargaban la mano y le ofrecían pastelillos de mazapán, mucho mejores que los que vendía la mujer de los pasteles. Federico agarraba el dulce por un extremo, pero la princesa no lo soltaba del otro, y así, al avanzar la barquita se quedaban cada uno con una parte: ella, la más pequeña; Federico, la mayor. Y en cada palacio había príncipes de centinela que, sables al hombro, repartían pasas y soldaditos de plomo.
¡Bien se veía que eran príncipes de veras!
El barquito navegaba ora por entre el bosque, ora a través de espaciosos salones o por el centro de una ciudad; y pasó también por la ciudad de su nodriza, la que lo había llevado en brazos cuando él era muy pequeñín y lo había querido tanto; y he aquí que la buena mujer le hizo señas con la cabeza y le cantó aquella bonita canción que había compuesto y enviado a Federico:
¡Cuánto te recuerdo, mi niño querido,
Mi dulce Federico, jamás te olvido!
Besé mil veces tu boquita sonriente,
Tus párpados suaves y tu blanca frente.
Oí de tus labios la palabra primera
Y hube de separarme de tu vera.
¡Bendígate Dios en toda ocasión,
Ángel que llevé contra mi corazón!
Y todas las avecillas le hacían coro, y las flores bailaban sobre sus peciolos, y los viejos árboles inclinaban, complacidos, las copas, como si también a ellos les contase historias Pegaojos.
Miércoles
¡Qué manera de llover! Federico oía la lluvia en sueños, y como a Pegaojos le dio por abrir una ventana, el pequeño vio cómo el agua llegaba hasta el antepecho, formando un lago inmenso. Pero junte a la casa flotaba un barco soberbio.
- Si quieres embarcar, Federico -dijo Pegaojos-, esta noche podrías irte por tierras extrañas y mañana estar de vuelta.
Y ahí tenéis a Federico, con sus mejores vestidos domingueros, embarcado en la magnífica nave. En un tris se despejó el cielo y el barco, con las velas desplegadas, avanzó por las calles, contorneó la iglesia y fue a salir a un mar inmenso. Y siguieron navegando hasta que desapareció toda tierra, y vieron una bandada de cigüeñas que se marchaban de su país en busca de otro más cálido. Las aves volaban en fila, una tras otra, y estaban ya lejos, muy lejos. Una de ellas se sentía tan cansada, que sus alas casi no podían ya sostenerla; era la última de la hilera, y volaba muy rezagada. Finalmente, la vio perder altura, con las alas extendidas, y aunque pegó unos aletazos, todo fue inútil. Tocó con las patas el aparejo del barco, deslizóse vela abajo y, ¡bum!, fue a caer sobre la cubierta.
La cogió el grumete y la metió en el gallinero, con los pollos, los gansos y los pavos; pero la pobre cigüeña se sentía cohibida entre aquella compañía.
- ¡Mirad a ésta! -exclamaron los pollos.
El pavo se hinchó tanto como pudo y le preguntó quién era. Los patos todo era andar a reculones, empujándose mutuamente y gritando: "¡Cuidado, cuidado!".
La cigüeña se puso a hablarles de la tórrida África, de las pirámides y las avestruces, que corren por el desierto más veloces que un camello salvaje. Pero los patos no comprendían sus palabras, y reanudaron los empujones: - Estamos todos de acuerdo en que es tonta, ¿verdad?.
- Claro que es tonta! -exclamó el pavo, y soltó unos graznidos. Entonces la cigüeña se calló y se quedó pensando en su África.
- ¡Qué patas tan delgadas tiene usted! -dijo la pava-. ¿A cuánto la vara?
"¡Cuac, cuac, cuac!", graznaron todos los gansos; pero la cigüeña hizo como si no los oyera.
- ¡Por qué no te ríes con nosotros? -le dijo la pava-. ¿No te parece graciosa mi pregunta? ¿O es que está por encima de tu inteligencia? ¡Bah! ¡Qué espíritu tan obtuso! Mejor será dejarla. -
Y soltó otro graznido, mientras los patos coreaban: "¡Cuac, cuac! ¡cuac, cuac!". ¡Dios mío, y cómo se divertían!
Pero Federico fue al gallinero, abrió la puerta y llamó a la cigüeña, que muy contenta lo siguió a la cubierta dando saltos.
Estaba ya descansada, y con sus inclinaciones de cabeza parecía dar las gracias a Federico. Desplegó luego las alas y emprendió nuevamente el vuelo hacia las tierras cálidas, mientras las gallinas cloqueaban, los patos graznaban, y al pavo se le ponía toda la cabeza encendida.
- ¡Mañana haremos una buena sopa contigo! -le dijo Federico, y en esto se despertó, y se encontró en su camita. ¡Qué extraño viaje le había procurado aquella noche Pegaojos.
Jueves
- ¿Sabes qué? -dijo el duende-. Voy a hacer salir un ratoncillo, pero no tengas miedo. -y le tendió la mano, mostrándole el lindo animalito-. Ha venido a invitarte a una boda. Esta noche se casan dos ratoncillos. Viven abajo, en la despensa de tu madre; ¡es una vivienda muy hermosa!
- Pero ¿cómo voy a pasar por la ratonera? -preguntó Federico.- Déjalo por mi cuenta -replicó Pegaojos-; verás cuán pequeño te vuelvo. Y lo tocó con su jeringuita mágica, y enseguida Federico se fue reduciendo, reduciendo, hasta no ser más largo que un dedo-. Ahora puedes pedirle su uniforme al soldado de plomo; creo que te sentará bien, y en sociedad lo mejor es presentarse de uniforme.
- Desde luego -respondió Federico, y en un momento estuvo vestido de soldado de plomo.
- ¿Hace el favor de sentarse en el dedal de su madre? -preguntó el ratoncito-. Será para mí un honor llevarlo.
- Si la señorita es tan amable -dijo Federico; y salieron para la boda.
Primero llegaron a un largo corredor del sótano, junto lo bastante alto para que pudiesen pasar con el dedal; y en toda su longitud estaba alumbrado con la fosforescencia de madera podrida.
- ¿Verdad que huele bien? -dijo el ratón que lo llevaba-. Han untado todo el pasillo con corteza de tocino. ¡Ay, que cosa tan rica!
Así llegaron al salón de la fiesta. A la derecha se hallaban reunidas todas las ratitas, cuchicheando y hablándose al oído, qué no parecía sino que estuviesen a partir un piñón; y a la izquierda quedaban los caballeros, alisándose los bigotes con la patita. Y en el centro de la sala aparecía la pareja de novios, de pie sobre la corteza de un queso vaciado, besándose sin remilgos delante de toda la concurrencia, pues estaban prometidos y dentro unos momentos quedarían unidos en matrimonio.
Seguían llegando forasteros y más forasteros; todo eran apreturas y pisotones; los novios se habían plantado ante la misma puerta, de modo que no dejaban entrar ni salir. Toda la habitación estaba untada de tocino como el pasillo, y en este olor consistía el banquete; para postre presentaron un guisante, en el que un ratón de la familia había marcado con los dientes el nombre de los novios, quiero decir las iniciales. Jamás se vio cosa igual.
Todos los ratones afirmaron que había sido una boda hermosísima, y el banquete, magnífico.
Federico regresó entonces a su casa; estaba muy contento de haber conocido una sociedad tan distinguida; lástima que hubiera tenido que reducirse tanto de tamaño y vestirse de soldadito de plomo.
Viernes
¡Es increíble, ¡cuánta gente mayor hay que quisiera tenerme a su lado! -dijo Pegaojos-, sobre todo los que han cometido alguna mala acción. "Sueñecito bueno - me dicen -, no podemos pegar los ojos y nos pasamos en vela toda la santa noche, rumiando nuestras maldades, que, sentadas cual feos duendes sobre la cama, nos rocían con agua hirviente. ¡Ah, si vinieses tú a echarlos y nos deparases un buen sueñecito!". Y, con un profundo suspiro, añaden: "Te lo pagaríamos gustosos. Buenas noches, Pegaojos. El dinero está en la ventana". Pero yo no lo hago por dinero. -añadió el duende.
- ¿Y qué vamos a hacer esta noche? -preguntó Federico.
- ¿Qué me dices de ir a otra boda? Es distinta de la de anoche. El gran muñeco de tu hermana, que tiene aspecto de hombre y se llama Armando, va a casarse con la muñeca Berta. Además, es el cumpleaños de ella, por lo que llegarán muchos regalos.
- Sí, ya sé -respondió Federico-. Cada vez que las muñecas necesitan vestidos nuevos, mi hermana dice que es su cumpleaños o las casa. Lo menos lo ha hecho cien veces.
-Si, pero esta noche es la boda número ciento uno, y esta vez va a ser la última. ¡Se acabó! Por eso será distinta de las demás. ¡Vamos allá!
Federico miró hacia la mesa. Encima estaba la casa de cartón con las ventanas iluminadas, y, fuera, todos los soldados de plomo presentaban armas. La pareja de novios parecía muy pensativa - y no le faltaban motivos -. De pie, en el suelo, apoyábanse los dos contra la pata de la mesa. Pegaojos, vestido con el traje negro de la abuela, los estaba casando. Terminada la ceremonia, todos los muebles de la habitación entonaron un canto que había compuesto el lápiz, con música de retreta militar, que decía así:
Vendrá la canción, como el viento, a la pareja que hoy se desposa.
Están tiesos como palo de huso, pues que son de piel de cabritilla. ¡Hurra por el palo y por el cuero! ¡Así cantamos hoy al viento y al tiempo!
Y luego recibieron los regalos; pero habían renunciado a todo lo comestible, pues les bastaba con su amor.
- ¿Nos instalamos en una casita de veraneo o nos vamos de viaje? -preguntó el novio. Llamaron a consejo a la golondrina, que tantas tierras había recorrido, y a la gallina, que por cinco veces había incubado sus polluelos. Y la golondrina habló de los bellos países cálidos donde cuelgan los suculentos racimos de uvas, donde el aire es tibio y las montañas ostentan colores que aquí son desconocidos.
- Pero no tienen nuestras berzas -observó la gallina-. Un verano estuve con mis polluelos en el campo. Había un hoyo de arena, donde íbamos a escarbar, y luego nos dejaban entrar en un huerto de berzas. ¡Qué verdor, Dios mío! ¡No puede imaginarse cosa más hermosa!
- ¡Bah, todas las coles son iguales! -dijo la golondrina-. Y además, aquí hace muy mal tiempo.
- Ya estamos acostumbrados.
- Pero hace frío y hiela.
- ¡Esto es bueno para las berzas! -replicó la gallina-. Y tampoco falta el calor. ¿No te acuerdas el verano que hizo, unos años atrás, que casi no se podía respirar? Y luego aquí no hay aquellos bichos venenosos que viven en aquellas tierras, ni tenemos bandidos. Quien diga que nuestro país no es el más hermoso de todos es un desalmado, y no merece estar aquí -. Y, echándose a llorar, la gallina prosiguió: - También yo he viajado. ¡A más de doce leguas de aquí llegué una vez! La verdad, no es un placer viajar.
- Sí, la gallina es una mujer razonable -dijo la muñeca Berta-. No me apetece ir por las montañas; todo es subir para luego volver a bajar. No, mejor será irnos al hoyo de arena y a pasear por el huerto de coles.
Y en eso quedaron.
Sábado
- ¿Me contarás más cuentos? -preguntó Federico tan pronto como Pegaojos lo hubo sumido en el sueño.
- Esta noche no tendremos tiempo -contestó el duende, abriendo el más bonito de sus paraguas-. ¡Mira los chinos! -. Todo el paraguas parecía un gran tazón chino, con árboles azules y puentes en ángulo, sobre los cuales había chinitos de pie, saludando con la cabeza -. Para mañana tenemos que engalanar a todo el mundo -dijo Pegaojos-, pues mañana es domingo. He de visitar los campanarios para ver si los duendecillos bruñen las campanas, para que suenen mejor; me llegaré al campo a cuidar de que el viento quite el polvo de las hierbas y las hojas, y luego, y éste es el trabajo principal, descolgaré las estrellas para sacarles brillo. Me las pongo en el delantal, pero antes tengo que numerarlas todas, así como los agujeros que ocupan allá arriba, para volver a colocarlas luego en sus lugares correspondientes. De otro modo no quedarían bien sujetas y tendríamos demasiadas estrellas fugaces, porque se vendrían abajo rodando una tras otra.
- Permítame una observación, señor Pegaojos -dijo un viejo retrato que colgaba de una pared del cuarto de Federico-. Yo soy el bisabuelo de Federico. Le agradezco que cuente historias al niño, pero no le embrolle las ideas. Las estrellas no pueden bajarse ni pulimentarse. Son esferas, lo mismo que nuestra Tierra, y esto es precisamente lo que tienen de bueno.
- Gracias, viejo bisabuelo -respondió Pegaojos-, ¡muchas gracias! Si tú eres el cabeza de la familia, yo soy aún más viejo que tú. Soy un viejo pagano; los romanos y los griegos me llamaron Morfeo. He estado en las casas más nobles, y todavía voy a ellas; y sé tratar lo mismo con los humildes que con los grandes. ¡Ahora cuenta tú! -. Y Pegaojos cerró su paraguas y se fue.
- ¡Vaya, vaya! ¡Que no pueda uno decir lo que piensa! - refunfuñó el retrato.
Entonces se despertó Federico.
Domingo
¡Buenas noches! - dijo Pegaojos; y Federico, saludándolo con un gesto de la cabeza, volvió contra la pared el retrato de su bisabuelo para evitar que se metiese de nuevo en la conversación, como la víspera.
- Ahora vas a contarme cuentos: el de los cinco guisantes verdes que vivían en una vaina, y el del ranúnculo que hacía la corte a la francesilla, y el de la aguja saquera, tan pagada de sí, que se creyó ser una aguja de coser.
- ¡Moderación, niño, que no hay que abusar ni de lo bueno! -respondió el duende-. Ya sabes cuánto me gusta enseñarte cosas nuevas. Hoy te presentaré a mi hermano. Se llama Pegaojos, como yo, pero nunca se presenta más que una vez a una persona, y cuando lo hace se la lleva en su caballo y le cuenta historias. Sólo sabe dos: una de ellas, tan hermosa que nadie en el mundo sería capaz de imaginársela; la otra es tan fea y horrible, que no puede describirse -. Y, levantando a Federico hasta la ventana, le dijo:
- Verás ahora a mi hermano: lo llaman también la Muerte. ¿La ves? No es tan horrible como la pintan en los libros de estampas, donde aparece en forma de esqueleto. No. Lleva un vestido recamado de plata, un hermosísimo uniforme de húsar, y a su espalda, sobre el caballo, ondea un manto de terciopelo negro. ¡Fíjate cómo galopa!
Federico vio a la Muerte corriendo veloz y llevándose en su carrera a seres humanos, viejos y jóvenes. A unos los sentaba delante, a otros en la grupa del caballo, pero a todos les preguntaba: - Qué tal, tu libro de notas? - ¡Bien! -respondían todos.- ¡Quiero verlo! -decía ella, y no tenían más remedio que enseñárselo. Los que tenían "bien" o "sobresaliente", pasaban a la parte delantera del corcel y disfrutaban de bellísimas historias; pero los que tenían "pasadero" o "regular" eran puestos sobre la grupa y debían escuchar cuentos horribles; temblaban y lloraban, esforzándose por saltar del caballo; pero era inútil, pues estaban pegados a él.
- ¡Pero si la Muerte es un Pegaojos estupendo! -exclamó Federico-. No me da ni pizca de miedo.
- Claro, no tienes por qué temerle -contestó el duende-; tú, sólo procura llevar buenas notas.
- Esto sí que es instructivo -murmuró el retrato del bisabuelo-. Al menos sirve de algo decir lo que uno piensa -. Y se sintió satisfecho.
Y ésta es la historia de Pegaojos. A lo mejor esta misma noche viene a contarte sus cuentos.
I hele verden er der ingen, der kan så mange historier, som Ole Lukøje! Han kan rigtignok fortælle!
Sådan ud på aftnen, når børn sidder nok så net ved bordet, eller på deres skammel, kommer Ole Lukøje; han kommer så stille op ad trappen; for han går på hosesokker, han lukker ganske sagte døren op og fut! så sprøjter han børnene sødmælk ind i øjnene, så fint, så fint, men dog altid nok til at de ikke kan holde øjnene åbne, og derfor ikke ser ham; han lister sig lige bag ved, blæser dem sagte i nakken, og så bliver de tunge i hovedet, oh ja! men det gør ikke ondt, for Ole Lukøje mener det just godt med børnene, han vil bare have at de skal være rolige, og det er de bedst, når man får dem i seng, de skal være stille, for at han kan fortælle dem historier.
Når børnene nu sover, sætter Ole Lukøje sig på sengen; han er godt klædt på, hans frakke er af silketøj, men det er ikke muligt at sige, hvad kulør den har, for den skinner grøn, rød og blå, alt ligesom han drejer sig; under hver arm holder han en paraply, en med billeder på, og den sætter han over de gode børn, og så drømmer de hele natten de dejligste historier, og en paraply har han, hvor der slet intet er på, og den sætter han over de uartige børn, så sover de så tosset og har om morgnen, når de vågner, ikke drømt det allermindste.
Nu skal vi høre, hvorledes Ole Lukøje i en hel uge kom hver aften til en lille dreng, som hed Hjalmar, og hvad han fortalte ham! Det er hele syv historier, for der er syv dage i en uge.
Mandag
"Hør nu engang!" sagde Ole Lukøje om aftnen, da han havde fået Hjalmar i seng, "nu skal jeg pynte op!" og så blev alle blomsterne i urtepotterne til store træer, der strakte deres lange grene hen under loftet og langs med væggen, så hele stuen så ud som det dejligste lysthus, og alle grene var fulde af blomster, og hver blomst var smukkere end en rose, lugtede så dejlig, og ville man spise den, var den sødere end syltetøj! Frugterne glinsede ligesom guld og så var der boller der revnede af rosiner, det var mageløst! men i det samme begyndte det at jamre sig så forskrækkeligt henne i bordskuffen, hvor Hjalmars skolebøger lå.
"Hvad er nu det!" sagde Ole Lukøje og gik hen til bordet og fik skuffen op. Det var tavlen, som det knugede og trykkede i, for der var kommet et galt tal i regnestykket, så det var færdigt at falde fra hinanden; griflen hoppede og sprang i sit sejlgarnsbånd, ligesom den kunne være en lille hund, den ville hjælpe på regnestykket, men den kunne ikke! Og så var det Hjalmars skrivebog, som det jamrede sig inden i, oh det var ordentligt fælt at høre! langs ned på hvert blad stod alle de store bogstaver, hvert med et lille ved siden, en hel række ned ad, det var sådan en forskrift, og ved den igen stod nogle bogstaver, der troede de så ud lige som den, for dem havde Hjalmar skrevet, de lå næsten ligesom om de var faldet over blyantsstregen, hvilken de skulle stå på.
"Se, sådan skulle I holde eder!" sagde forskriften, "se, sådan til siden, med et rask sving!"
"Oh, vi vil gerne," sagde Hjalmars bogstaver, "men vi kan ikke, vi er så dårlige!"
"Så skal I have kinderpulver!" sagde Ole Lukøje.
"Oh nej!" råbte de, og så stod de så ranke at det var en lyst!
"Ja nu får vi ikke fortalt historier!" sagde Ole Lukøje, "nu må jeg eksercere dem! en to! en to!" og så eksercerede han bogstaverne, og de stod så ranke og så sunde som nogen forskrift kunne stå, men da Ole Lukøje gik, og Hjalmar om morgnen så til dem, så var de lige så elendige som før.
Tirsdag
Så snart Hjalmar var i seng, rørte Ole Lukøje med sin lille troldsprøjte ved alle møblerne i stuen og straks begyndte de at snakke, og alle sammen snakkede de om dem selv, undtagen spyttebakken, den stod tavs og ærgrede sig over, at de kunne være så forfængelige, kun at tale om dem selv, kun at tænke på dem selv og slet ikke at have tanke for den, der dog stod så beskeden i krogen og lod sig spytte på.
Der hang over kommoden et stort maleri i en forgyldt ramme, det var et landskab, man så høje gamle træer, blomster i græsset og et stort vand med en flod, der løb om bag skoven, forbi mange slotte, langt ud i det vilde hav.
Ole Lukøje rørte med sin troldsprøjte ved maleriet og så begyndte fuglene derinde at synge, træernes grene bevægede sig og skyerne tog ordentlig flugt, man kunne se deres skygge hen over landskabet.
Nu løftede Ole Lukøje den lille Hjalmar op mod rammen, og Hjalmar stak benene ind i maleriet, lige ind i det høje græs og der stod han; solen skinnede mellem træernes grene ned på ham. Han løb hen til vandet, satte sig i en lille båd der lå; den var malet rød og hvid, sejlene skinnede som sølv og seks svaner alle med guldkroner nede om halsen og en strålende blå stjerne på hovedet, trak båden forbi de grønne skove, hvor træerne fortalte om røvere og hekse og blomsterne om de nydelige små alfer og hvad sommerfuglene havde fortalt dem.
De dejligste fisk, med skæl som sølv og guld, svømmede efter båden, imellem gjorde de et spring så det sagde plask igen i vandet, og fuglene, røde og blå, små og store, fløj i to lange rækker bag efter, myggene dansede og oldenborren sagde bum, bum; de ville alle sammen følge Hjalmar, og hver havde de en historie at fortælle!
Det var rigtignok en sejltur! snart var skovene så tætte og så mørke, snart var de som den dejligste have med solskin og blomster og der lå store slotte af glas og af marmor; på altanerne stod prinsesser, og alle var de små piger, som Hjalmar godt kendte, han havde leget med dem før. De rakte hånden ud hver og holdt den yndigste sukkergris, som nogen kagekone kunne sælge, og Hjalmar tog i den ene ende af sukkergrisen, i det han sejlede forbi, og prinsessen holdt godt fast, og så fik hver sit stykke, hun det mindste, Hjalmar det allerstørste! Ved hvert slot stod små prinser skildvagt, de skuldrede med guldsabel og lod det regne med rosiner og tinsoldater; det var rigtige prinser!
Snart sejlede Hjalmar gennem skove, snart ligesom igennem store sale, eller midt igennem en by; han kom også igennem den hvor hans barnepige boede, hun der havde båret ham, da han var en ganske lille dreng, og havde holdt så meget af ham, og hun nikkede og vinkede og sang det nydelige lille vers, hun selv havde digtet og sendt Hjalmar:
Jeg tænker på dig så mangen stund,
min egen Hjalmar, du søde!
Jeg har jo kysset din lille mund,
din pande, de kinder røde.
Jeg hørte dig sige de første ord,
jeg måtte dig afsked sige.
Vor Herre velsigne dig her på jord,
en engel du er fra hans rige!
Og alle fuglene sang med, blomsterne dansede på stilken og de gamle træer nikkede, ligesom om Ole Lukøje også fortalte dem historier.
Onsdag
Nej hvor regnen skyllede ned udenfor! Hjalmar kunne høre det i søvne! og da Ole Lukøje lukkede et vindue op, stod vandet lige op til vindueskarmen; der var en hel sø derude, men det prægtigste skib lå op til huset.
"Vil du sejle med, lille Hjalmar!" sagde Ole Lukøje, "så kan du i nat komme til de fremmede lande og være her i morgen igen!"
Og så stod med et Hjalmar i sine søndagsklæder midt på det prægtige skib, og straks blev vejret velsignet og de sejlede gennem gaderne, krydsede om kirken og nu var alt en stor vild sø. De sejlede så længe, at der ingen land var at øjne mere, og de så en flok storke, de kom også hjemme fra og ville til de varme lande; den ene stork fløj bag ved den anden og de havde allerede fløjet så langt, så langt; en af dem var så træt, at hans vinger næsten ikke kunne bære ham længere, han var den allersidste i rækken og snart kom han et stort stykke bag efter, til sidst sank han med udbredte vinger lavere og lavere, han gjorde endnu et par slag med vingerne, men det hjalp ikke; nu berørte han med sine fødder tovværket på skibet, nu gled han ned af sejlet og bums! der stod han på dækket.
Så tog matrosdrengen ham og satte ham ind i hønsehuset, til høns, ænder og kalkuner; den stakkels stork stod ganske forknyt midt imellem dem.
"S'ikken en!" sagde alle hønsene.
Og den kalkunske hane pustede sig op så tykt den kunne og spurgte hvem han var; og ænderne gik baglæns og puffede til hinanden: "Rap dig! rap dig!"
Og storken fortalte om det varme Afrika, om pyramiderne og om strudsen, der løb som en vild hest hen over ørkenen, men ænderne forstod ikke hvad han sagde, og så puffede de til hinanden: "Skal vi være enige om, at han er dum!"
"Ja vist er han dum!" sagde den kalkunske hane og så pludrede den op. Da tav storken ganske stille og tænkte på sit Afrika.
"Det er nogle dejlige tynde ben I har!" sagde kalkunen. "Hvad koster alen?"
"Skrat, skrat, skrat!" grinte alle ænderne, men storken lod, som om han slet ikke hørte det.
"I kan gerne le med!" sagde kalkunen til ham, "for det var meget vittigt sagt! eller var det måske for lavt for ham! ak, ak! han er ikke flersidig! lad os blive ved at være interessante for os selv!" og så klukkede de og ænderne snadrede, "gik, gak! gik, gak!" det var skrækkeligt hvor morsomt de selv havde det.
Men Hjalmar gik hen til hønsehuset, åbnede døren, kaldte på storken og den hoppede ud på dækket til ham; nu havde den hvilet sig og det var ligesom om den nikkede til Hjalmar for at takke ham; derpå bredte den sine vinger ud og fløj til de varme lande, men hønsene klukkede, ænderne snadrede og den kalkunske hane blev ganske ildrød i hovedet.
"I morgen skal vi koge suppe på jer!" sagde Hjalmar og så vågnede han, og lå i sin lille seng. Det var dog en forunderlig rejse Ole Lukøje havde ladet ham gøre den nat!
Torsdag
"Ved du hvad!" sagde Ole Lukøje, "Bliv nu ikke bange! her skal du se en lille mus!" og så holdt han sin hånd, med det lette, nydelige dyr, hen imod ham. "Den er kommet for at invitere dig til bryllup. Her er to små mus i nat, som vil træde ind i ægtestanden. De bor nede under din moders spisekammergulv, det skal være sådan en dejlig lejlighed!"
"Men hvor kan jeg komme gennem det lille musehul i gulvet?" spurgte Hjalmar.
"Lad mig om det!" sagde Ole Lukøje, "jeg skal nok få dig lille!" og så rørte han med sin troldsprøjte ved Hjalmar, der straks blev mindre og mindre, til sidst var han ikke så stor, som en finger. "Nu kan du låne tinsoldatens klæder, jeg tænker de kan passe og det ser så rask ud at have uniform på, når man er i selskab!"
"Ja nok!" sagde Hjalmar, og så var han i øjeblikket klædt på, som den nysseligste tinsoldat.
"Vil De ikke være så god at sætte Dem i Deres moders fingerbøl," sagde den lille mus, "så skal jeg have den ære at trække Dem!"
"Gud, skal frøkenen selv have ulejlighed!" sagde Hjalmar og så kørte de til musebryllup.
Først kom de ind under gulvet i en lang gang, der slet ikke var højere end at de netop kunne køre der med et fingerbøl, og hele gangen var illumineret med trøske.
"Lugter her ikke dejligt!" sagde musen, som trak ham, "den hele gang er blevet smurt med flæskesvær! det kan ikke være dejligere!"
Nu kom de ind i brudesalen; her stod til højre alle de små hunmus og de hviskede og tiskede, ligesom om de gjorde nar af hinanden; til venstre stod alle hanmusene og strøg sig med poten om mundskægget, men midt på gulvet så man brudeparret, de stod i en udhulet osteskorpe og kyssedes så skrækkeligt meget for alles øjne, thi de var jo forlovede og nu skal de straks have bryllup.
Der kom altid flere og flere fremmede; den ene mus var færdig at træde den anden ihjel og brudeparret havde stillet sig midt i døren, så man hverken kunne komme ud eller ind. Hele stuen var ligesom gangen smurt med flæskesvær, det var hele beværtningen, men til dessert blev der fremvist en ært, som en lille mus af familien havde bidt brudeparrets navn ind i, det vil sige det første bogstav; det var noget ganske overordentligt.
Alle musene sagde, at det var et dejligt bryllup og at konversationen havde været så god.
Og så kørte Hjalmar igen hjem; han havde rigtignok været i fornemt selskab, men han måtte også krybe ordentlig sammen, gøre sig lille og komme i tinsoldat-uniform.
Fredag
"Det er utroligt hvor mange der er af ældre folk, som gerne vil have fat på mig!" sagde Ole Lukøje, "det er især dem, som har gjort noget ondt. 'Gode lille Ole,' siger de til mig, 'vi kan ikke få øjnene i og så ligger vi hele natten og ser alle vore onde gerninger, der, som fæle små trolde, sidder på sengekanten og sprøjter os over med hedt vand, ville du dog komme og jage dem bort, at vi kan få en god søvn,' og så sukker de så dybt: 'Vi vil såmænd gerne betale: God nat Ole! pengene ligger i vinduet,' men jeg gør det ikke for penge," sagde Ole Lukøje.
"Hvad skal vi nu have for i nat?" spurgte Hjalmar.
"Ja, jeg ved ikke om du har lyst igen i nat at komme til bryllup, det er en anden slags end den i går. Din søsters store dukke, den der ser ud som et mandfolk og kaldes Herman, skal giftes med dukken Bertha, det er desuden dukkens fødselsdag og derfor skal der komme så mange presenter!"
"Ja, det kender jeg nok," sagde Hjalmar, "altid når dukkerne trænger til nye klæder så lader min søster dem have fødselsdag eller holde bryllup! det er vist sket hundred gange!"
"Ja, men i nat er brylluppet hundred og et og når hundred og et er ude, så er alt forbi! derfor bliver også dette så mageløst. Se en gang!"
Og Hjalmar så hen på bordet; der stod det lille paphus med lys i vinduerne, og alle tinsoldaterne præsenterede gevær udenfor. Brudeparret sad på gulvet og lænede sig op til bordbenet, ganske tankefuldt, og det kunne det jo have grund til. Men Ole Lukøje, iført bedstemoders sorte skørt, viede dem! da vielsen var forbi, istemte alle møblerne i stuen følgende skønne sang, der var skrevet af blyanten, den gik på melodi, som tappenstregen.
Vor sang skal komme, som en vind
til brudeparret i stuen ind;
de knejser begge, som en pind,
de er gjort' af handskeskind!
:,: Hurra, hurra! for pind og skind!
Det synger vi højt i vejr og vind!:,:
Og nu fik de presenter, men de havde frabedt sig alle spiselige ting, for de havde nok af deres kærlighed.
"Skal vi nu ligge på landet, eller rejse udenlands?" spurgte brudgommen, og så blev svalen, som havde rejst meget og den gamle gårdhøne, der fem gange havde ruget kyllinger ud, taget på råd; og svalen fortalte om de dejlige, varme lande, hvor vindruerne hang så store og tunge, hvor luften var så mild, og bjergene havde farver, som man her slet ikke kender dem!
"De har dog ikke vor grønkål!" sagde hønen. "Jeg lå en sommer med alle mine kyllinger på landet; der var en grusgrav, som vi kunne gå og skrabe i, og så havde vi adgang til en have med grønkål! Oh, hvor den var grøn! jeg kan ikke tænke mig noget kønnere."
"Men den ene kålstok ser ud ligesom den anden," sagde svalen, "og så er her tit så dårligt vejr!"
"Ja det er man vant til!" sagde hønen.
"Men her er koldt, det fryser!"
"Det har kålen godt af!" sagde hønen. "Desuden kan vi også have det varmt! havde vi ikke for fire år siden en sommer, der varede i fem uger, her var så hedt, man kunne ikke trække vejret! og så har vi ikke alle de giftige dyr, de har ude! og vi er fri for røvere! Det er et skarn, som ikke finder at vort land er det kønneste! han fortjente rigtig ikke at være her!" og så græd hønen "Jeg har også rejst! jeg har kørt i en bøtte over tolv mil! der er slet ingen fornøjelse ved at rejse!"
"Ja hønen er en fornuftig kone!" sagde dukken Bertha, "jeg holder heller ikke af at rejse på bjerge, for det er kun op og så er det ned! nej, vi vil flytte ud ved grusgraven og spadsere i kålhaven!"
Og derved blev det.
Lørdag
"Får jeg nu historier!" sagde den lille Hjalmar, så snart Ole Lukøje havde fået ham i søvn.
"I aften har vi ikke tid til det," sagde Ole og spændte sin smukkeste paraply over ham. "Se nu på disse kinesere!" og hele paraplyen så ud som en stor kinesisk skål med blå træer og spidse broer med små kinesere på, der stod og nikkede med hovedet. "Vi skal have hele verden pudset kønt op til i morgen," sagde Ole, "det er jo da en hellig dag, det er søndag. Jeg skal hen i kirketårnene for at se, om de små kirkenisser polerer klokkerne, at de kan lyde smukt, jeg skal ud på marken, og se om vindene blæser støvet af græs og blade, og hvad der er det største arbejde, jeg skal have alle stjernerne ned for at polere dem af; jeg tager dem i mit forklæde, men først må hver nummereres og hullerne, hvor de sidder deroppe, må nummereres, at de kan komme på deres rette pladser igen, ellers vil de ikke sidde fast og vi får for mange stjerneskud, i det den ene dratter efter den anden!"
"Hør, ved de hvad hr. Lukøje!" sagde et gammelt portræt, som hang på væggen hvor Hjalmar sov, "jeg er Hjalmars oldefader: De skal have tak fordi De fortæller drengen historier, men De må ikke forvilde hans begreber. Stjernerne kan ikke tages ned og poleres! Stjernerne er kloder ligesom vor jord og det er just det gode ved dem!"
"Tak skal du have, du gamle oldefader!" sagde Ole Lukøje, "Tak skal du have! Du er jo hovedet for familien, du er 'olde'-hovedet! men jeg er ældre, end du! jeg er gammel hedning, romerne og grækerne kaldte mig drømmeguden! jeg er kommet i de fornemste huse og kommer der endnu! jeg forstår at omgås både med små og store! Nu kan du fortælle!" og så gik Ole Lukøje og tog paraplyen med.
"Nu tør man nok ikke mere sige sin mening!" sagde det gamle portræt.
Og så vågnede Hjalmar.
Søndag
"God aften!" sagde Ole Lukøje og Hjalmar nikkede, men sprang så hen og vendte oldefaderens portræt om mod væggen, at det ikke skulle snakke med, ligesom i går.
"Nu skal du fortælle mig historier, om 'de fem grønne ærter', der boede i en ærtebælg, og om 'haneben der gjorde kur til høneben', og om 'stoppenålen, der var så fin på det, at hun bildte sig ind hun var en synål'!"
"Man kan også få for meget af det gode!" sagde Ole Lukøje, "jeg vil helst vise dig noget, ved du nok! jeg vil vise dig min broder, han hedder også Ole Lukøje, men han kommer aldrig til nogen mere end én gang og når han kommer, tager han dem med på sin hest og fortæller dem historier; han kan kun to, en der er så mageløs dejlig, at ingen i verden kan tænke sig den, og en der er så fæl og gruelig ja det er ikke til at beskrive!" og så løftede Ole Lukøje den lille Hjalmar op i vinduet og sagde, "der skal du se min broder, den anden Ole Lukøje! de kalder ham også Døden! ser du, han ser slet ikke slem ud, som i billedbøgerne, hvor han er ben og knokler! nej, det er sølvbroderi han har på kjolen: Det er den dejligste husar-uniform! en kappe af sort fløjl flyver bag ud over hesten! se hvor han rider i galop."
Og Hjalmar så, hvordan dén Ole Lukøje red af sted og tog både unge og gamle folk op på hesten, nogle satte han for på og andre satte han bag på, men altid spurgte han først, "hvorledes står det med karakterbogen?" - "Godt!" sagde de alle sammen; "ja lad mig selv se!" sagde han, og så måtte de vise ham bogen; og alle de som havde "Meget godt" og "Udmærket godt" kom for på hesten og fik den dejlige historie at høre, men de som havde "Temmeligt godt" og "Mådeligt" de måtte bag på, og fik den fæle historie; de rystede og græd, de ville springe af hesten, men kunne det slet ikke, thi de var lige straks vokset fast til den.
"Men Døden er jo den dejligste Ole Lukøje!" sagde Hjalmar, "ham er jeg ikke bange for!"
"Det skal du heller ikke!" sagde Ole Lukøje, "se bare til at du har en god karakterbog!"
"Ja det er lærerigt!" mumlede oldefaderens portræt, "det hjælper dog, man siger sin mening!" og så var han fornøjet.
Se, det er historien om Ole Lukøje! nu kan han selv i aften fortælle dig noget mere!