Hay en Copenhague una calle que lleva el extraño nombre de "Hyskenstraede" (Callejón de Hysken). ¿Por qué se llama así y qué significa su nombre? Hay quien dice que es de origen alemán, aunque esto sería atropellar esta lengua, pues en tal caso Hysken sería: "Häuschen", palabra que significa "casitas". Las tales casitas, por espacio de largos años, sólo fueron barracas de madera, casi como las que hoy vemos en las ferias, tal vez un poco mayores, y con ventanas, que en vez de cristales tenían placas de cuerno o de vejiga, pues el poner vidrios en las ventanas era en aquel tiempo todo un lujo. De esto, empero, hace tanto tiempo, que el bisabuelo decía, al hablar de ello: "Antiguamente...". Hoy hace de ello varios siglos.
Los ricos comerciantes de Brema y Lubeck negociaban en Copenhague. Ellos no venían en persona, sino que enviaban a sus dependientes, los cuales se alojaban en los barracones de la Calleja de las casitas, y en ellas vendían su cerveza y sus especias. La cerveza alemana era entonces muy estimada, y la había de muchas clases: de Brema, de Prüssinger, de Ems, sin faltar la de Brunswick. Vendían luego una gran variedad de especias: azafrán, anís, jengibre y, especialmente, pimienta. Ésta era la más estimada, y de aquí que a aquellos vendedores se les aplicara el apodo de "pimenteros" . Cuando salían de su país, contraían el compromiso de no casarse en el lugar de su trabajo. Muchos de ellos llegaban a edad avanzada y tenían que cuidar de su persona, arreglar su casa y apagar la lumbre - cuando la tenían -. Algunos se volvían huraños, como niños envejecidos, solitarios, con ideas y costumbres especiales. De ahí viene que en Dinamarca se llame "pimentero" a todo hombre soltero que ha llegado a una edad más que suficiente para casarse. Hay que saber todo esto para comprender mi cuento.
Es costumbre hacer burla de los "pimenteros" o solterones, como decimos aquí; una de sus bromas consiste en decirle que se vayan a acostar y que se calen el gorro de dormir hasta los ojos.
Corta, corta, madera,
¡ay de ti, solterón!
El gorro de dormir se acuesta contigo,
en vez de un tesorito lindo y fino.
Sí, esto es lo que les cantan. Se burlan del solterón y de su gorro de noche, precisamente porque conocen tan mal a uno y otro. ¡Ay, no deseéis a nadie el gorro de dormir! ¿Por qué? Escuchad:
Antaño, la Calleja de las Casitas no estaba empedrada; salías de un bache para meterte en un hoyo, como en un camino removido por los carros, y además era muy angosta. Las casuchas se tocaban, y era tan reducido el espacio que mediaba entre una hilera y la de enfrente, que en verano solían tender una cuerda desde un tenducho al opuesto; toda la calle olía a pimienta, azafrán y jengibre. Detrás de las mesitas no solía haber gente joven; la mayoría eran solterones, los cuales no creáis que fueran con peluca o gorro de dormir, pantalón de felpa, y chaleco y chaqueta abrochados hasta el cuello, no; aunque ésta era, en efecto, la indumentaria del bisabuelo de nuestro bisabuelo, y así lo vemos retratado. Los "pimenteros" no contaban con medios para hacerse retratar, y es una lástima que no tengamos ahora el cuadro de uno de ellos, retratado en su tienda o yendo a la iglesia los días festivos. El sombrero era alto y de ancha ala, y los más jóvenes se lo adornaban a veces con una pluma; la camisa de lana desaparecía bajo un cuello vuelto, de hilo blanco; la chaqueta quedaba ceñida y abrochada de arriba abajo; la capa colgaba suelta sobre el cuerpo, mientras los pantalones bajaban rectos hasta los zapatos, de ancha punta, pues no usaban medias. Del cinturón colgaban el cuchillo y la cuchara para el trabajo de la tienda, amén de un puñal para la propia defensa, lo cual era muy necesario en aquellos tiempos. Justamente así iba vestido los días de fiesta el viejo Antón, uno de los solterones más empedernidos de la calleja; sólo que en vez del sombrero alto llevaba una capucha, y debajo de ella un gorro de punto, un auténtico gorro de dormir. Se había acostumbrado a llevarlo, y jamás se lo quitaba de la cabeza; y tenía dos gorros de éstos. Su aspecto pedía a voces el retrato: era seco como un huso, tenía la boca y los ojos rodeados de arrugas, largos dedos huesudos y cejas grises y erizadas. Sobre el ojo izquierdo le colgaba un gran mechón que le salía de un lunar; no puede decirse que lo embelleciera, pero al menos servía para identificarlo fácilmente. Se decía de él que era de Brema, aunque en realidad no era de allí, pero sí vivía en Brema su patrón. Él era de Turingia, de la ciudad de Eisenach, en la falda de la Wartburg. El viejo Antón solía hablar poco de su patria chica, pero tanto más pensaba en ella.
No era usual que los viejos vendedores de la calle se reunieran, sino que cada cual permanecía en su tenducho, que se cerraba al atardecer, y entonces la calleja quedaba completamente oscura; sólo un tenue resplandor salía por la pequeña placa de cuerno del rejado, y en el interior de la casucha, el viejo, sentado generalmente en la cama con su libro alemán de cánticos, entonaba su canción nocturnal o trajinaba hasta bien entrada la noche, ocupado en mil quehaceres. Divertido no lo era, a buen seguro. Ser forastero en tierra extraña es condición bien amarga. Nadie se preocupa de uno, a no ser que le estorbe. Y entonces la preocupación lleva consigo el quitárselo a uno de encima.
En las noches oscuras y lluviosas, la calle aparecía por demás lúgubre y desierta. No había luz; sólo un diminuto farol colgaba en el extremo, frente a una imagen de la Virgen pintada en la pared. Se oía tamborilear y chapotear el agua sobre el cercano baluarte, en dirección a la presa de Slotholm, cerca de la cual desembocaba la calle. Las veladas así resultan largas y aburridas, si no se busca en qué ocuparlas: no todos los días hay que empaquetar o desempaquetar, liar cucuruchos, limpiar los platillos de la balanza; hay que idear alguna otra cosa, que es lo que hacía nuestro viejo Antón: se cosía sus prendas o remendaba los zapatos. Por fin se acostaba, conservando puesto el gorro; se lo calaba hasta los ojos, y unos momentos después volvía a levantarlo, para cerciorarse de que la luz estaba bien apagada. Palpaba el pábilo, apretándolo con los dedos, y luego se echaba del otro lado, volviendo a encasquetarse el gorro. Pero muchas veces se le ocurría pensar: ¿no habrá quedado un ascua encendida en el braserillo que hay debajo de la mesa? Una chispita que quedara encendida, podía avivarse y provocar un desastre. Y volvía a levantarse, bajaba la escalera de mano - pues otra no había - y, llegado al brasero y comprobado que no se veía ninguna chispa, regresaba arriba. Pero no era raro que, a mitad de camino, le asaltase la duda de si la barra de la puerta estaría bien puesta, y las aldabillas bien echadas. Y otra vez abajo sobre sus escuálidas piernas, tiritando y castañeteándole los dientes, hasta que volvía a meterse en cama, pues el frío es más rabioso que nunca cuando sabe que tiene que marcharse. Cubríase bien con la manta, se hundía el gorro de dormir hasta más abajo de los ojos y procuraba apartar sus pensamientos del negocio y de las preocupaciones del día. Mas no siempre conseguía aquietarse, pues entonces se presentaban viejos recuerdos y descorrían sus cortinas, las cuales tienen a veces alfileres que pinchan. ¡Ay!, exclama uno; y se la clavan en la carne y queman, y las lágrimas le vienen a los ojos. Así le ocurría con frecuencia al viejo Antón, que a veces lloraba lágrimas ardientes, clarísimas perlas que caían sobre la manta o al suelo, resonando como acordes arrancados a una cuerda dolorida, como si salieran del corazón. Y al evaporarse, se inflamaban e iluminaban en su mente un cuadro de su vida que nunca se borraba de su alma. Si se secaba los ojos con el gorro, quedaban rotas las lágrimas y la imagen, pero no su fuente, que brotaba del corazón. Aquellos cuadros no se presentaban por el orden que habían tenido en la realidad; lo corriente era que apareciesen los más dolorosos, pero también acudían otros de una dulce tristeza, y éstos eran los que entonces arrojaban las mayores sombras.
Todos reconocen cuán magníficos son los hayedos de Dinamarca, pero en la mente de Antón se levantaba más magnífico todavía el bosque de hayas de Wartburg; más poderosos y venerables le parecían los viejos robles que rodeaban el altivo castillo medieval, con las plantas trepadoras colgantes de los sillares; más dulcemente olían las flores de sus manzanos que las de los manzanos daneses; percibía bien distintamente su aroma. Rodó una lágrima, sonora y luminosa, y entonces vio claramente dos muchachos, un niño y una niña. Estaban jugando. El muchacho tenía las mejillas coloradas, rubio cabello ondulado, ojos azules de expresión leal. Era el hijo del rico comerciante, Antoñito, él mismo. La niña tenía ojos castaños y pelo negro; la mirada, viva e inteligente; era Molly, hija del alcalde. Los dos chiquillos jugaban con una manzana, la sacudían y oían sonar en su interior las pepitas. Cortaban la fruta y se la repartían por igual; luego se repartían también las semillas y se las comían todas menos una; tenían que plantarla, había dicho la niña.
- ¡Verás lo que sale! Saldrá algo que nunca habrías imaginado. Un manzano entero, pero no enseguida.
Y depositaron la semilla en un tiesto, trabajando los dos con gran entusiasmo. El niño abrió un hoyo en la tierra con el dedo, la chiquilla depositó en él la semilla, y los dos la cubrieron con tierra.
Ahora no vayas a sacarla mañana para ver si ha echado raíces - advirtió Molly -; eso no se hace. Yo lo probé por dos veces con mis flores; quería ver si crecían, tonta de mí, y las flores se murieron.
Antón se quedó con el tiesto, y cada mañana, durante todo el invierno, salió a mirarlo, mas sólo se veía la negra tierra. Pero al llegar la primavera, y cuando el sol ya calentaba, asomaron dos hojitas verdes en el tiesto.
- Son yo y Molly - exclamó Antón -. ¡Es maravilloso!
Pronto apareció una tercera hoja; ¿qué significaba aquello? Y luego salió otra, y todavía otra. Día tras día, semana tras semana, la planta iba creciendo, hasta que se convirtió en un arbolillo hecho y derecho.
Y todo eso se reflejaba ahora en una única lágrima, que se deslizó y desapareció; pero otras brotarían de la fuente, del corazón del viejo Antón.
En las cercanías de Eisenach se extiende una línea de montañas rocosas; una de ellas tiene forma redondeada y está desnuda, sin árboles, matorrales ni hierba. Se llama Venusberg, la montaña de Venus, una diosa de los tiempos paganos a quien llamaban Dama Holle; todos los niños de Eisenach lo sabían y lo saben aún. Con sus hechizos había atraído al caballero Tannhäuser, el trovador del círculo de cantores de Wartburg.
La pequeña Molly y Antón iban con frecuencia a la montaña, y un día dijo ella:
- ¿A que no te atreves a llamar a la roca y gritar: ¡"Dama Holle, Dama Holle, abre, que aquí está Tannhäuser!?".
Antón no se atrevió, pero sí Molly, aunque sólo pronunció las palabras: "¡Dama Holle, Dama Holle!" en voz muy alta y muy clara; el resto lo dijo de una manera tan confusa, en dirección del viento, que Antón quedó persuadido de que no había dicho nada. ¡Qué valiente estaba entonces! Tenía un aire tan resuelto, como cuando se reunía con otras niñas en el jardín, y todas se empeñaban en besarlo, precisamente porque él no se dejaba, y la emprendía a golpes, por lo que ninguna se atrevía a ello. Nadie excepto Molly, desde luego.
- ¡Yo puedo besarlo! - decía con orgullo, rodeándole el cuello con los brazos; en ello ponía su pundonor. Antón se dejaba, sin darle mayor importancia. ¡Qué bonita era, y qué atrevida! Dama Holle de la montaña debía de ser también muy hermosa, pero su belleza, decíase, era la engañosa belleza del diablo. La mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona del país, la piadosa princesa turingia, cuyas buenas obras eran exaltadas en romances y leyendas; en la capilla estaba su imagen, rodeada de lámparas de plata; pero Molly no se le parecía en nada.
El manzano plantado por los dos niños iba creciendo de año en año, y llegó a ser tan alto, que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el jardín, donde caí el rocío y el sol calentaba de verdad. Allí tomó fuerzas para resistir al invierno. Después del duro agobio de éste, parecía como si en primavera floreciese de alegría. En otoño dio dos manzanas, una para Molly y otra para Antón; menos no hubiese sido correcto.
El árbol había crecido rápidamente, y Molly no le fue a la zaga; era fresca y lozana como una flor del manzano; pero no estaba él destinado a asistir por mucho tiempo a aquella floración. Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se marchó de la ciudad, y Molly se fue con él, muy lejos. En nuestros días, gracias al tren, sería un viaje de unas horas, pero entonces llevaba más de un día y una noche el trasladarse de Eisenach hasta la frontera oriental de Turingia, a la ciudad que hoy llamamos todavía Weimar.
Lloró Molly, y lloró Antón; todas aquellas lágrimas se fundían en una sola, que brillaba con los deslumbradores matices de la alegría. Molly le había dicho que prefería quedarse con él a ver todas las bellezas de Weimar.
Pasó un año, pasaron dos, tres, y en todo aquel tiempo llegaron dos cartas: la primera la trajo el carretero, la otra, un viajero. Era un camino largo, pesado y tortuoso, que serpenteaba por pueblos y ciudades.
¡Cuántas veces Antón y Molly habían oído la historia de Tristán o Isolda! Y cuán a menudo, al recordarla, había pensado en sí mismo y en Molly, a pesar de que Tristán significa, al parecer, "nacido en la aflicción", y esto no cuadraba para Antón. Por otra parte, éste nunca habría pensado, como Tristán: "Me ha olvidado". Y, sin embargo, Isolda no olvidaba al amigo de su alma, y cuando los dos hubieron muerto y fueron enterrados cada uno a un lado de la iglesia, los tilos plantados sobre sus tumbas crecieron por encima del tejado hasta entrelazar sus ramas. ¡Qué bella era esta historia, y qué triste!
Pero la tristeza no rezaba con él y Molly; por eso se ponía a silbar una canción del trovador Walther von der Vogelweide:
¡Bajo el tilo
de la campiña!
Y qué hermoso era especialmente aquello de:
¡Frente al bosque, en el valle
tandaradai!
¡Qué bien canta el ruiseñor!
Aquella canción le venía constantemente a la lengua, y ésta era la que cantaba y silbaba en la noche de luna en que, cabalgando por la honda garganta, se dirigía a Weimar a visitar a Molly. Quería llegar de sorpresa, y, en efecto, no lo esperaban.
Le dieron la bienvenida con un vaso lleno de vino hasta el borde; encontróse con una alegre compañía, y muy distinguida, un cuarto cómodo y una buena cama; y, no obstante, aquello no era lo que él había pensado e imaginado. No se comprendía a sí mismo ni comprendía a los demás, pero nosotros sí lo comprendemos. Se puede ser de la casa, vivir en familia, y, sin embargo, no sentirse arraigado; se habla con los demás como se habla en la diligencia, trabar relaciones como en ella se traban. Uno estorba al otro, se tienen ganas de marcharse o de que el vecino se marche. Algo así le sucedía a Antón.
- Mira, yo soy leal - le dijo Molly - y te lo diré yo misma. Las cosas han cambiado mucho desde que éramos niños y jugábamos juntos; ahora todo es muy diferente, tanto por fuera como por dentro. La costumbre y la voluntad no tienen poder alguno sobre nuestro corazón. Antón, no quisiera que fueses mi enemigo, ahora que voy a marcharme muy lejos de aquí. Créeme, te aprecio mucho, pero amarte como ahora sé que se puede amar a un hombre, eso nunca he podido hacerlo. Tendrás que resignarte. ¡Adiós, Antón!
Y Antón le dijo también adiós. Ni una lágrima asomó a sus ojos, pero sintió que ya no era el amigo de Molly. Si besamos una barra de hierro candente, nos produce la misma impresión que si besamos una barra de hielo: ambas nos arrancan la piel de los labios. Pues bien, Antón besó, en el odio, con la misma fuerza con que había besado en el amor.
Ni un día necesitó el mozo para regresar a Eisenach; pero el caballo que montaba quedó deshecho.
- ¡Qué importa ya todo! - dijo Antón -. Estoy hundido y hundiré todo lo que me recuerde a ella, Dama Holle, Dama Venus, mujer endiablada. ¡Arrancaré de raíz el manzano, para que jamás dé flores ni frutos!
Pero no destruyó el árbol. Él fue quien quedó postrado en cama, minado por la fiebre. ¿Qué podía curarlo y ayudarle a restablecerse? Una cosa vino, sin embargo, que lo curó, el remedio más amargo de cuantos existen, que sacude el cuerpo enfermo y el alma oprimida: el padre de Antón dejó de ser el comerciante más rico de Eisenach. Llamaron a la puerta días difíciles, días de prueba; arremetió la desgracia; a grandes oleadas irrumpió en aquella casa, otrora tan próspera. El padre quedó arruinado, las preocupaciones y los infortunios lo paralizaron, y Antón hubo de pensar en otras cosas que no tenían nada que ver con su amor perdido y su rencor a Molly. Tuvo que ocupar en la casa el puesto de su padre y de su madre, disponer, ayudar, intervenir enérgicamente, incluso marcharse a correr mundo para ganarse el pan.
Fuese a Brema, conoció la miseria y los días difíciles. Eso endurece el carácter... a no ser que lo ablande, y a veces lo ablanda demasiado. ¡Qué distintos eran el mundo y los hombres de como los había imaginado de niño! ¿Qué significaban ahora para él las canciones del trovador? Palabras vanas, un soplo huero. Así le parecían en ciertos momentos; pero en otros, aquellas melodías penetraban en su alma y despertaban en él pensamientos piadosos.
- La voluntad de Dios es la más sabia - decíase entonces -. Fue buena cosa que Dios Nuestro Señor me privara del amor de Molly. ¡Adónde me habría llevado, ahora que la felicidad me ha vuelto la espalda!. Me abandonó antes de que pudiera pensar o saber que me venía este revés de fortuna. Fue una gracia que me concedió el Señor; todo lo dispone del mejor modo posible. Todo discurre según sus sabios designios. ¡Qué podía hacer ella para evitarlo! ¡Y yo que le he guardado tanto rencor!
Transcurrieron años. El padre de Antón había muerto, y gentes extrañas ocupaban la casa paterna. Sin embargo, el joven estaba destinado a volver a verla. Su rico amo lo envió en viajes de negocios que lo obligaron a pasar por su ciudad natal de Eisenach. La antigua Wartburg se alzaba como siempre, sobre la peña del "fraile y la monja". Los corpulentos robles seguían dando al conjunto el mismo aspecto que durante su infancia. La Venusberg brillaba, desnuda y gris, sobre el fondo del valle. Gustoso habría gritado: - ¡Dama Holle, Dama Holle! ¡Abre tu montaña, que así al menos descansaré en mi tierra!
Era un pensamiento pecaminoso, y el mozo se santiguó. En el mismo momento cantó un pajarillo en el zarzal y le vino a la memoria la vieja trova:
¡Frente al bosque, en el valle
tandaradai!
¡Qué bien canta el ruiseñor!
En la ciudad de su infancia despertáronse multitud de recuerdos que le arrancaron lágrimas. La casa paterna se levantaba en su sitio de siempre, pero el jardín era distinto. Un camino vecinal lo atravesaba por uno de los ángulos, y el manzano que no había tenido valor para arrancar, seguía creciendo, aunque fuera del jardín, en el borde opuesto del camino. El sol lo bañaba como antes, y el rocío lo refrescaba, por lo que daba tanto fruto, que bajo su peso las ramas se inclinaban hasta el suelo.
- Prospera - se dijo -. Él puede hacerlo.
Sin embargo, una de las grandes ramas estaba tronchada, por obra de manos despiadadas, pues el árbol estaba a la vera del camino.
- Cogen sus flores sin darle las gracias, le roban los frutos y le rompen las ramas. Del árbol podría decirse lo mismo que de un hombre: no le predijeron esta suerte en la cuna. Su historia comenzó de un modo tan feliz y placentero, y, ¿qué ha sido de él? Abandonado y olvidado, un árbol de vergel puesto junto al foso, al borde del campo y de la carretera. Ahí lo tenéis sin protección, descuidado y roto. No se marchitará por eso, pero a medida que pasen los años, sus flores serán menos numerosas, dejará de dar frutos, y, al fin... al fin se acabó la historia.
Todo esto pensó Antón bajo el árbol, y lo volvió a pensar más de una noche en su cuartito solitario de aquella casa de madera en tierras extrañas, en la calleja de las Casitas de Copenhague, donde su rico patrón, el comerciante de Brema, lo había enviado, bajo el compromiso de no casarse.
- ¿Casarse? ¡Jo, jo! - decía con una risa honda y singular.
El invierno se había adelantado; helaba intensamente. En la calle arreciaba la tempestad de nieve, y los que podían hacerlo se quedaban en casa. Por eso, los vecinos de la tienda de enfrente no observaron que la de Antón llevaba dos días cerrada, y que tampoco él se dejaba ver. ¡Cualquiera salía con aquel tiempo, si podía evitarlo!
Los días eran grises y oscuros, y en la casucha, cuyas ventanas, no tenían cristales, sino una placa poco translúcida, la penumbra alternaba con la negra noche. El viejo Antón llevaba dos días en la cama; no se sentía con fuerzas para levantarse. Hacía días que venía sintiendo en sus miembros la dureza del tiempo. Solitario yacía el viejo solterón, sin poder valerse; apenas lograba alcanzar el jarro del agua puesto junto a la cama, y del que había apurado ya la última gota. No era la fiebre ni la enfermedad lo que le paralizaba, sino la vejez. En la habitación donde yacía reinaba la noche continua; una arañita que él no alcanzaba a ver, tejía, contenta y diligente, su tela sobre su cabeza, como preparando un pequeño crespón de luto, para el caso de que el viejo cerrase los ojos para siempre.
El tiempo era interminable y vacío. El anciano no tenía lágrimas, ni dolores. Molly se había esfumado de su pensamiento; tenía la impresión de que el mundo y su bullicio ya no le afectaban, como si él no perteneciera ya al mundo y nadie se acordara de su persona. Por un momento creyó tener hambre y sed. Sí las tenía, pero nadie acudió a aliviarlo, nadie se preocupaba de asistirlo. Pensó en aquellos que en otros tiempos habían sufrido hambre y sed, acordóse de Santa Isabel, la santa de su patria y su infancia, la noble princesa de Turingia que, durante su peregrinación terrena, entraba en las chozas más míseras para llevar a los enfermos la esperanza y el consuelo. Sus piadosos actos iluminaban su mente, pensaba en las palabras de consuelo que prodigaba a los que sufrían, y la veía lavando las heridas de los dolientes y dando de comer a los hambrientos a pesar de las iras de su severo marido. Recordó aquella leyenda: Un día que había salido con un cesto lleno de viandas, la detuvo su esposo, que vigilaba estrechamente sus pasos, y le preguntó, airado, qué llevaba. Ella, atemorizada, respondió: "Son rosas que he cogido en el jardín". Y cuando el landgrave tiró violentamente del paño, se produjo el milagro: el pan y el vino y cuanto contenía el cesto, se habían transformado en rosas.
Así seguía vivo el recuerdo de la santa en la memoria del viejo Antón; así la veía ante su mirada empañada, de pie junto a su lecho, en la estrecha barraca, en tierras danesas. Descubrióse la cabeza, fijó los ojos en los bondadosos de la santa, y a su alrededor todo se llenó de brillo y de rosas, que se esparcieron exhalando delicioso perfume; y sintió también el olor tan querido de las manzanas, que venía de un manzano en flor cuyas ramas se extendían por encima de su persona. Era el árbol que de niños habían plantado él y Molly.
El manzano sacudió sus aromáticas hojas. Cayeron en su frente ardorosa, y la refrescaron; cayeron en sus labios sedientos, y obraron como vino y pan reparadores; cayeron también sobre su pecho, y le infundieron una sensación de alivio, de deliciosa fatiga.
- ¡Ahora me dormiré! - murmuró con voz imperceptible - ¡Cómo alivia el sueño! Mañana volveré a sentirme fuerte y ligero. ¡Qué hermoso, qué hermoso! ¡Aquel manzano que planté con tanto cariño vuelvo a verlo ahora en toda su magnificencia!
Y se durmió.
Al día siguiente - era ya el tercero que la tienda permanecía cerrada -, como había cesado la tempestad, un vecino entró en la vivienda del viejo Antón, que seguía sin salir. Encontrólo tendido en el lecho, muerto, con el gorro de dormir fuertemente asido entre las manos. Al colocarlo en el ataúd no le cubrieron la cabeza con aquel gorro; tenía otro, blanco y limpio.
¿Dónde estaban ahora las lágrimas que había llorado? ¿Dónde las perlas? Se quedaron en el gorro de dormir - pues las verdaderas no se van con la colada -, se conservaron con el gorro y con él se olvidaron. Aquellos antiguos pensamientos, los viejos sueños, todo quedó en el gorro de dormir del solterón. ¡No lo desees para ti! Te calentaría demasiado la frente, te haría latir el pulso con demasiada fuerza, te produciría sueños que parecerían reales. Esto le sucedió al primero que se lo puso, a pesar de que había transcurrido ya medio siglo. Fue el propio alcalde, que, con su mujer y once hijos, estaba muy confortablemente entre sus cuatro paredes.
Enseguida soñó con un amor desgraciado, con la ruina y el hambre.
- ¡Uf, cómo calienta este gorro! - dijo, quitándoselo de un tirón; y al hacerlo cayó de él una perla y luego otra, brillantes y sonoras -. ¡Debe de ser la gota! - exclamó el alcalde -, veo un centelleo ante los ojos.
Eran lágrimas, vertidas medio siglo atrás por el viejo Antón de Eisenach.
Todos los que más tarde se pusieron aquel gorro de dormir tuvieron visiones y sueños; su propia historia se transformó en la de Antón, se convirtió en toda una leyenda que dio origen a otras muchas. Otros las narrarán si quieren, nosotros ya hemos contado la primera y la cerramos con estas palabras: Nunca desees el gorro de dormir del solterón.
Der er i Kjøbenhavn en Gade, som har det underlige Navn "Hyskenstræde", og hvorfor hedder den det og hvad har det at betyde? Det skal være Tydsk, men der har man gjort Tydsken Uret: "Häuschen", skulde man sige, og det betyder: smaa Huse; disse der, den Gang, og det i mange Aaringer, vare ikke stort andet end Træ-Boder, næsten som vi nu see dem stillede op paa Markederne; ja lidt større vel og med Vinduer, men Ruderne vare af Horn eller Blæreskind, thi den Tid var det for dyrt at have Glas-Ruder i alle Huse, men det er ogsaa saa langt tilbage i Tiden, at Oldefaders Oldefader, da han fortalte derom, ogsaa kaldte det: i gamle Dage; det er flere hundrede Aar siden.
De rige Kjøbmænd i Bremen og Lübeck dreve Handelen i Kjøbenhavn; selv kom de ikke herop, de sendte deres Svende, og de boede i Træboderne i "Smaahusenes Gade" og holdt Udsalget af Øl og Kryderi. Det var nu saa deiligt det tydske Øl, og der var saa mange Slags, Bremer-, Prysing-, Emser-Øl - ja Braunschweiger-Mumme, og saa alle de Kryderier, saadanne som Safran, Anis, Ingefær og især Peber; ja det var nu det Betydeligste her og derfor fik de tydske Svende i Danmark Navnet: Pebersvende, og det var en Forpligtelse de maatte indgaae hjemme, at de her oppe ikke turde gifte sig; mange af dem bleve saa gamle; selv maatte de sørge for sig, pusle om sig, selv slukke deres Ild, om de havde nogen; nogle bleve saadanne eenlige, gamle Karle, med egne Tanker og egne Vaner; efter dem kalder man nu hver ugift Mandsperson, der er kommet i nogenlunde sat Alder, en "Pebersvend"; alt det maa man vide for at forstaae Historien.
Man gjør Løier med Pebersvenden, siger, han skal have Nathue paa, trække den ned over Øinene og gaae at lægge sig:
"Skære, skære Brænde,
O Vee de Pebersvende, -
Tilsengs med dem en Nathue gaaer,
De selv der' Lys maae tænde!" -
Ja, det synger man om dem! man spotter Pebersvenden og hans Nathue, - just fordi man kjender saa lidt til ham og til den, - ak, den Nathue skal man da aldrig ønske sig! og hvorfor ikke? Ja, hør!
Omme i Smaahusenes Gade, i de ældste Tider, var der ingen Brolægning, Folk traadte i Hul ved Hul, som i en opkjørt Huulvei, og snevert var der: Boderne stode op til hinanden og saa nær gjenboes, at i Sommertiden spændtes tidt et * Seil over Gaden fra een Bod til en anden, og saa lugtede der imellem saa krydret af Peber, Safran og Ingefær. Bag Disken stod ikke mangen Ungersvend, nei, det var meest gamle Fyre, og de vare nu slet ikke, som vi tænke os, klædte med Paryk eller Nathue, med Skægsbuxer, Vest og Kjole knappede heelt op, nei saadan gik Oldefaders Oldefader klædt og saadan er han afmalet, Pebersvendene havde ikke Raad til at lade sig afmale, og det havde dog nok været værd nu at eie et Billede af een af dem, saaledes som han stod der bag Disken eller i Højtidsdagene vandrede til Kirken. Hatten var bredskygget og høipullet, og tidt stak een af de yngste Svende en Fjer i sin; den uldne Skjorte blev skjult ved en nedslagen linned Krave, Trøien sad snevert knappet til, Kappen løs ovenover og Buxerne gik lige ned i de bredsnudede Skoe, for Strømper bare de ikke. I Bæltet sad Madkniven og Skeen, ja der sad endnu en stor Kniv til at forsvare sig med, og den gjordes tidt behov i de Tider. Saadan netop gik klædt paa Festdagene gamle Anthon, een af Smaahusenes ældste Pebersvende, kun havde han ikke den høipullede Hat, men en Kabuds og under den en strikket Hue, en rigtig Nathue, den havde han saa ganske vænt sig til, den blev altid paa, og han eiede hele to af den Slags; han var just til at male, han var saa pindmager, saa rynket om Mund og Øine, havde lange knoklede Fingre og graabuskede Øienbryn; over det venstre Øie hang der en heel Tot, kjønt var det vel ikke, men det gjorde ham saa kjendelig; man vidste om ham, at han var fra Bremen, men der var han egentlig ikke fra, der boede hans Herre; selv var han fra Thüringen, fra den Stad Eisenach, tæt under Wartburg; derom talte gamle Anthon ikke meget, men han tænkte derpaa desmere!
De gamle Svende i Gaden kom ikke meget sammen, hver blev i sin Bod, der tidlig paa Aftenen lukkedes og da saae der sort ud, der kom kun et mat Lysskjær ud gjennem den lille Horn-Rude paa Taget, hvor, indenfor, som oftest paa sin Seng, den gamle Karl sad med sin tydske Sangbog og qvædede sin Aftenpsalme, eller han gik endnu langt ud paa Natten og puslede med hvad der kunde være; morsomt var det bestemt ikke, Fremmed i et fremmedt Land er en bitterlig Stand; man kommer slet Ingen ved, uden man skulde staae dem iveien.
Tidt naar det var rigtig sort Nat udenfor med Regn og Rusk, kunde her være saa skummelt og øde; Lygter saae man ikke, uden den eneste og meget lille, der hang netop ud for den ene Ende af Gaden, foran den hellige Jomfrues Billede, der var malet paa Muren. Man hørte Vandet ordentligt skvulpe og pladske mod Bjælkeværket nær ved, ud for Slotsholm, som den anden Ende af Gaden vendte imod. Saadanne Aftener bleve lange og eensomme, tog man sig ikke noget for: pakke ud og pakke ind, gjøre Kræmmerhuse og polere Vægtskaale er ikke nødvendigt hver Dag, men saa tager man sig Andet for, og det gjorde gamle Anthon, han syede selv paa sit Tøi, lappede paa sine Skoe; naar saa endelig han kom tilsengs, ja saa beholdt han, efter Sædvane, Nathuen paa, trak den endnu lidt længere ned, men snart igjen trak han den op for at see om ikke Lyset var vel slukket, han følte paa det, klemte Vægen og saa lagde han sig igjen og om paa den anden Side, og fik igjen Nathuen ned; men tidt kom saa i det samme den Tanke: mon vel i den lille Ildpotte nede hvert Kul var heelt udbrændt, tilbørlig dæmpet, en lille Gnist kunde der endnu være blevet, den kunde tænde og gjøre Fortræd; og saa stod han op af sin Seng, krøb ned ad Stigen, Trappe kunde den ikke kaldes, og naar han saa kom til Ildpotten var der ikke Gnist at see, og han kunde vende om igjen; men tidt kom han kun Halvveien, saa var han uvis om Jernstangen var sat for Døren, om Krampen var for Skodderne; ja, saa maatte han ned paa de tynde Been; han frøs, Tænderne klapprede da han krøb i Seng, for Kulde kommer først rigtig skrap, naar den veed den skal væk. Dynen trak han høiere op over sig, Nathuen mere ned over Øinene og vendte nu Tankerne bort fra Dagens Handel og Besvær, men det blev ikke til Behagelighed, for da kom gamle Minder og hang sine Gardiner op, og de har sommetider Knappenaale, som man stikker sig paa; av! siger man; og stikke de ind i det blodige Kjød og brænde, saa kan man faae Taarer i Øinene derved, og det fik ogsaa gamle Anthon tidt, der kom hede Taarer, de klareste Perler; de faldt paa Sengedynen eller paa Gulvet, og da klang de som om en Smertens Streng sprang, saa hjertefuldt; de fordunstede nok, de blussede op i Flamme; men de belyste da et Livsbillede for ham, det, der aldrig forsvandt af hans Hjerte; tørrede han saa Øinene med Nathuen, ja saa knustes Taaren og Billedet, men Kilden til det var og blev, den laae i hans Hjerte. Billederne kom ikke som de fulgte i Virkeligheden, oftest kom de smerteligste, ogsaa de glad veemodige lyste frem, men just de kastede nu de stærkeste Skygger.
"Deilig er Bøgeskoven i Danmark!" sagde man, men deiligere løftede sig dog for Anthon Bøgeskoven i Egnen ved Wartburg; mægtigere og meer ærværdige syntes ham de gamle Ege oppe om den stolte Eidderborg, hvor Slyngplanterne hang hen over Klippens Steenblokke; sødere duftede Æbletræernes Blomster der, end i det danske Land; levende følte og fornam han det endnu; en Taare trillede, klang og lyste: han saae tydeligt i den to Smaabørn, en Dreng og en Pige, lege; Drengen havde røde Kinder, gule krøllede Haar, ærlige blaae Øine, det var den rige Kræmmers Søn, lille Anthon, ham selv; den lille Pige havde brune Øine og sort Haar, kjæk og klog saae hun ud, det var Borgemesterens Datter, Molly. De To legede med et Æble, de rystede det og hørte hvorledes Kjærnerne raslede indeni; Æblet skar de over og fik hver et Stykke; de deelte Kjærnerne mellem sig og spiste dem, paa een nær, den skulde lægges i Jorden, meente den lille Pige.
"Saa skal Du see hvad der kommer ud af det, der kommer Noget, som Du slet ikke tænker Dig, der kommer et heelt Æbletræ, men ikke ligestrax!"
Og Kjærnen plantede de i en Urtepotte, begge To vare ivrige dermed; Drengen gravede Hul i Jorden med sin Finger, den lille Pige lagde Kjærnen ned og begge To dækkede Jorden til.
"Nu maa Du ikke imorgen tage den op, for at see om den har faaet Rod," sagde hun, "det maa man ikke! det gjorde jeg med mine Blomster, kun to Gange, jeg vilde see om de groede, da havde jeg ikke bedre Forstand, og Blomsterne døde!"
Urtepotten blev hos Anthon og hver Morgen, hele Vinteren saae han til den, men der var kun den sorte Jord at see; nu kom Foraaret, Solen skinnede saa varmt, da pippede der frem i Urtepotten to smaa grønne Blade.
"Det er mig og Molly!" sagde Anthon, "det er yndigt, det er mageløst!"
Snart kom der et tredie Blad; hvem betyder det? Ja, der kom eet og eet endnu! hver Dag og Uge blev det større og større, Planten blev et heelt Træ. Og dette, Altsammen, afspeilede sig nu i en eneste Taare, der knustes og forsvandt; men den kunde komme igjen fra Vældet, - fra gamle Anthons Hjerte.
Nær ved Eisenach strækker sig en Række stenede Bjerge, eet runder sig frem og har hverken Træer, Buske eller Græs; det kaldes Venusbjerget; derinde boer Fru Venus, en Afguds-Qvinde fra hedensk Tid, Fru Holle kaldtes hun, det vidste og veed endnu hvert Barn i Eisenach; ind til sig havde hun lokket den ædle Ridder Tannhäuser, Minnesangeren fra Wartburg Sangerkreds.
Lille Molly og Anthon stode tidt ved Bjerget, og eengang sagde hun: "Tør Du banke paa og sige: Fru Holle! Fru Holle! luk op, her er Tannhäuser!" men det turde Anthon ikke; Molly turde det; dog kun de Ord: "Fru Holle! Fru Holle!" sagde hun høit og tydeligt, Resten talte hun saaledes hen i Vinden, saa utydeligt, at Anthon var vis paa, hun ikke havde sagt noget egentligt; saa kjæk saae hun ud, saa kjæk, som naar hun sommetider med andre Smaapiger traf sammen i Haven med ham, og de da alle vilde kysse ham, just fordi han ikke vilde kysses, og slog fra sig, hun alene vovede det.
"Jeg tør kysse ham!" sagde hun stolt og tog ham om Halsen; det var hendes Forfængelighed og Anthon fandt sig deri, tænkte slet ikke derover. Hvor var hun yndig, hvor var hun kjæk. Fru Holle i Bjerget skulde ogsaa være deilig, men den Deilighed havde man sagt, var det Ondes forførende Skjønhed; den høieste Deilighed derimod var en saadan som fandtes hos den hellige Elisabeth, Landets beskyttende Helgeninde, den fromme thüringske Fyrstinde, hvis gode Gjerninger gjennem Sagn og Legende forherligede her saa mangt et Sted; i Capellet hang hendes Billede med Sølvlamper om; - dog hun lignede slet ikke Molly.
Æbletræet, de to Børn havde plantet, voxede Aar for Aar, det blev saa stort, at det maatte plantes ud i Haven i den friske Luft, hvor Duggen faldt, hvor Solen skinnede varmt, og det fik Kræfter til at staae Vinteren imod med, og efter Vinterens haarde Tryk, var det ligesom om det af Glæde i Foraaret satte Blomster; i Høsten havde det to Æbler, eet for Molly, eet for Anthon; mindre kunde det ikke godt være.
Træet havde skyndt sig frem, Molly voxte som Træet, hun var frisk, som en Æbleblomst; men længe skulde han ikke see paa den Blomst. Alting skifter, Alting vexler! Mollys Fader forlod det gamle Hjem og Molly fulgte med, langt bort; - ja i vor Tid er det ved Dampen kun nogle Timers Reise, men den Gang brugte man meer end Nat og Dag til at komme saa langt Øster paa fra Eisenach, det var heelt i den yderste Kant af Thüringen, til den Stad, der endnu kaldes Weimar.
Og Molly græd og Anthon græd; - alle de Taarer, ja de randt nu i een eneste Taare og den havde Glædens røde, deilige Lys. Molly havde sagt ham, hun holdt af ham meer end af al Herlighed i Weimar.
Der gik et Aar, der gik to, tre, og i al den Tid kom to Breve, det ene bragte Fragtmanden, det andet havde en Reisende med; det var en Vei, lang, tung og i Bugter, forbi Stæder og Byer.
Hvortidt havde ikke Anthon og Molly sammen hørt Historien om Tristland og Isolde og saa ofte havde han tænkt derved sig og Molly, skjøndt Navnet Tristand skulde betyde at "han var født dem i Sorg", og det passede ikke paa Anthon, han vilde heller aldrig som Tristand kunde faae i Tanke, "hun har glemt mig!" men Isolde glemte jo ogsaa heller ikke sin Hjertens Ven, og da de begge vare døde og jordede paa hver sin Side af Kirken, voxte Lindetræerne fra Gravene hen over Kirketaget og mødtes blomstrende der; det var saa smukt, syntes Anthon, og dog saa sørgeligt -, men sørgeligt kunde det ikke blive med ham og Molly og saa fløitede han en Vise af Minnesangeren, Walther von der Vogelweide:
"Under Linden ved Heden -!"
Og især klang saa deiligt i den:
"Ud for Skoven, i den stille Dal,
Tandaradai!
Sang dertil en Nattergal!"
Den Vise kom ham altid paa Tunge, den sang og fløitede han i den maaneklare Nat, da han til Hest i den dybe Huulvei reed afsted for at naae til Weimar og gjeste Molly; han vilde komme uventet, og han kom uventet.
Velkommen fik han, Viin fuldt op i Bægeret, muntert Selskab, fornemt Selskab, en hyggelig Stue og en god Seng, og dog var der slet ikke som han havde tænkt og drømt sig! han forstod ikke sig, han forstod ikke de Andre; men vi kunne forstaae det! Man kan være i Huset, i Familie, og groer dog ikke fast, man samtaler, som man samtaler i en Postvogn, kjender hinanden, som man kjender hinanden i en Postvogn, generer hinanden, ønsker at man var afsted, eller at vor gode Nabo var afsted. Ja saadant Noget fornam Anthon.
"Jeg er en ærlig Pige," sagde Molly til ham, "jeg vil selv sige Dig det! Meget har forandret sig siden vi vare sammen som Børn, det er anderledes udenom og indeni! Vane og Villie har ikke Magt over vort Hjerte! Anthon! jeg vil ikke have en Uven i Dig, nu jeg snart er langt borte herfra! - tro mig, jeg har en god Tanke for Dig, men holde af Dig, som jeg nu veed, at man kan holde af et andet Menneske, det har jeg aldrig gjort! - Det maa Du finde Dig i! - Farvel, Anthon!"
Og Anthon sagde ogsaa Farvel; der kom ikke Taare skabt i hans Øine, men han fornam, at han ikke længer var Mollys Ven. Den gloende Jernstang og den frosne Jernstang bider Huden af vor Læbe med lige Fornemmelse for os, naar vi kysse den, og han kyssede lige stærkt ind i Kjærlighed, som i Had.
Ikke et Døgn var Anthon om at naae hjem igjen til Eisenach, men Hesten han reed paa blev ogsaa spoleret.
"Hvad siger det!" sagde han, "jeg er spoleret og jeg vil spolere Alt, hvad der kan minde mig om hende: Fru Holle, Fru Venus, du hedenske Qvinde! - Æbletræet skal jeg knække og brække, rykke op med Rod; aldrig skal det blomstre meer og sætte Frugt!"
Men Træet blev ikke lagt øde, selv var han lagt øde og laae i Feber paa sin Seng. Hvad kunde hjelpe ham op igjen? Der kom en Medicin, der kunde det, den bittreste, der findes, den, der ryster op i den syge Krop og den krympende Sjæl: Anthons Fader var ikke længer den rige Kjøbmand. De tunge Dage, Prøvelsens Dage, stode for Døren; Ulykken væltede ind; som store Søer kom den i det engang rige Huus. Faderen blev en fattig Mand, Sorg og Ulykke lamslog ham; da fik Anthon Andet at tænke paa, end Kjærestesorg og at være vred paa Molly; han maatte nu være Fader og Moder i Huset, han maatte ordne, hjelpe, tage ordentligt fat, selv ud i den vide Verden og tjene for sit Brød.
Til Bremen kom han, prøvede Nød og tunge Dage, og de gjøre Sindet haardt eller blødt, tidt altfor blødt. Hvor langt anderledes var dog Verden og Menneskene der, end han havde tænkt sig i Barndoms Tid. Hvad var ham nu Minnesangernes Viser, Kling og Klang, Mundsveir! ja det var hans Mening sommetider, men andre Tider klang de Sange ham inde i Sjælen og han blev from i Sind.
"Guds Villie er den bedste!" sagde han da, "godt var det, at Vor Herre ikke lod Mollys Hjerte hænge ved mig, hvad skulde det have ført til, nu da Lykken saaledes har vendt sig. Hun slap mig, før hun vidste eller tænkte paa dette Omslag fra Velstands Dage, der forestod. Det var en Herrens Naade mod mig, Alt er skeet paa det Bedste! Alt skeet viseligt! hun kunde ikke derfor; og jeg har været hende saa bitter fjendsk!"
Og Aaringer gik; Anthons Fader var død, Fremmede boede i Fædrehuset; Anthon skulde dog see det igjen, hans rige Herre sendte ham i Reise-Ærinde og da kom han gjennem sin Fødeby Eisenach. Det gamle Wartburg stod uforandret deroppe paa Fjeldet, med "Munken og Nonnen" i Steenblokken; de mægtige Egetræer gave samme Omrids til det Hele som i Barndomstid. Venusbjerget skinnede nøgent graaligt frem i Dalen. Gjerne havde han sagt: "Fru Holle, Fru Holle! luk Bjerget op! saa bliver jeg dog der paa Hjemmets Grund!"
Det var en syndig Tanke og han slog Kors for sig; da sang en lille Fugl fra Busken, og den gamle Minnevise kom ham i Tanke:
"Ud for Skoven, i den stille Dal,
Tandaradai,
Sang dertil en Nattergal!"
Han huskede paa saa Meget, her ved sin Barndoms By, den han gjensaae gjennem Taarer. Pædrehuset stod som før, men Haven var omlagt, en Markvei førte hen over et Hjørne af den gamle Have-Grund, og Æbletræet, det han ikke havde faaet ødelagt, stod der, men uden for Haven, paa den anden Side af Veien, dog Solen skinnede paa det som før og Duggen faldt paa det som før, det bar rigelig Frugt, der bøiede Grenene ned mod Jorden.
"Det trives!" sagde han, "det kan det!"
Een af de store Grene paa det var dog knækket, kaade Hænder havde gjort det, Træet stod jo ved Alfarvei.
"Man bryder af dets Blomster, uden at sige Tak, man stjæler af Frugten og knækker Grenene; her kunde siges, dersom man kan tale om et Træ, som om et Menneske: det var ikke sjunget for Træets Vugge, at det skulde saadan staae. Det begyndte sin Historie saa smukt, og hvad kom der ud af den? forladt og glemt, et Havetræ paa Grøften, ved Mark og Landevei! der staaer det uden Læ, rusket og knækket! det visner vel ikke deraf, men med Aarene blive Blomsterne færre, Frugterne ingen og tilsidst - ja, saa er Historien ude!"
Det tænkte Anthon der under Træet, det tænkte han mangen Nat i det lille eensomme Kammer i Træhuset i fremmed Land i Smaahusenes Gade i Kjøbenhavn, hvorhen hans rige Herre, Kjøbmanden i Bremen, havde sendt ham og betinget at han ikke maatte gifte sig.
"Gifte sig! ho, ho!" loe han saa dybt og underligt.
Vinteren var kommet tidlig, det frøs skrapt; udenfor var en Sneestorm, saa at Enhver der kunde det holdt sig indendøre; derfor var det ogsaa, at Anthons Gjenboer ikke lagde Mærke til, at hans Bod hele to Dage ikke blev aabnet, han selv slet ikke viste sig, hvem gik ud i det Veir, naar man kunde lade være?
Det var graae, mørke Dage, og i Boden, hvor Ruderne jo ikke vare af Glas, blev kun Tusmørke og bælgmørk Nat. Gamle Anthon havde i to Dage slet ikke forladt sin Seng, han eiede ikke Kræfter dertil; det haarde Veir ude havde han længe fornummet i sine Lemmer. Forladt laae den gamle Pebersvend, og kunde ikke hjelpe sig, knap kunde han række til Vandkrukken, den han havde stillet udenfor Sengen, og den sidste Draabe var ogsaa drukket. Det var ikke Feber, ikke Sygdom, det var Alderdommen, der lammede ham. Det var næsten som stadig Nat om ham, deroppe hvor han laae. En lille Edderkop, den han ikke kunde see, spandt tilfreds og travlt sin Spindelvæv hen over ham, som skulde der dog vaie lidt nyt, friskt Sørgeflor, dersom den Gamle lukkede sine Øine.
Saa lang og døsende tom var Tiden; Taarer havde han ikke, Smerte ikke heller; Molly var slet ikke i hans Tanke; han havde en Fornemmelse af, at Verden og dens Tummel ikke meer var hans, at han laae udenfor den, Ingen tænkte paa ham. Et Øieblik syntes han at fornemme Hunger, ogsaa Tørst, - ja han fornam den! men Ingen kom at vederqvæge ham, Ingen vilde komme. Han tænkte paa dem, der vansmægtede, huskede, hvorledes den hellige Elisabeth, da hun levede her paa Jorden, hun, hans Hjemstavns og Barndoms Helgeninde, den ædle Hertuginde af Thüringen, den høifornemme Frue steeg selv ind i den fattigste Vraa og bragte den Syge Haab og Vederqvægelse. Hendes fromme Gjerninger lyste ind i hans Tanker, han huskede, hvorledes hun kom og talede Trøstens Ord til dem der leed, badede den Lidendes Saar og bragte den Hungrige Føde, skjøndt hendes strenge Husbond vrededes derover. Han huskede Sagnet om hende, hvorledes, da hun kom med den fuldpakkede Kurv, hvori var Viin og Føde, hendes Husbond, der bevogtede hendes Skridt, traadte frem og i Vrede spurgte, hvad det var hun der bar, hun da i Skræk svarede, det er Roser, jeg har plukket i Haven, han rev Dugen af, og Miraklet var skeet for den fromme Qvinde, Vinen og Brødet, Alt i Kurven laae forvandlet til Roser.
Saaledes levede Helgeninden i Tankerne hos gamle Anthon, saaledes stod hun lyslevende for hans matte Syn, foran hans Seng i den ringe Træbod i det danske Land. Han blottede sit Hoved, saae hende ind i de milde Øine og Alt rundtom var Glands og Roser, ja disse selv bredte sig ud saa duftende, en egen deilig Æbleduft fornam han, et blomstrende Æbletræ saae han det var, det strakte sig henover ham, det var Træet, han med Molly havde plantet som lille Kjærne.
Og Træet dryssede sine duftende Blade ned paa hans hede Pande og kjølede den; de faldt paa hans forsmægtende Læber og det var som styrkende Viin og Brød, de faldt paa hans Bryst og han følte sig saa let, saa tryg til at blunde.
"Nu sover jeg!" hviskede han stille; "Søvnen gjør godt! imorgen er jeg karsk og rigtig oppe igjen! deiligt! deiligt! Æbletræet plantet i Kjærlighed, seer jeg i Herlighed!"
Og han sov.
Dagen derpaa, det var den tredie Dag Boden var lukket, Sneen fygede ikke meer, søgte Gjenboen over til gamle Anthon, der slet ikke viste sig. Han laae udstrakt død med sin gamle Nathue trykket mellem Hænderne. Den fik han ikke paa i Kisten, han havde jo endnu een, reen og hvid.
Hvor vare nu de Taarer han havde grædt? Hvor vare de Perler? I Nathuen bleve de, - de ægte gaae ikke af i Vasken - med Huen bleve de gjemt og glemt, - de gamle Tanker, de gamle Drømme, ja de bleve endnu i Pebersvendens Nathue. Ønsk Dig ikke den! din Pande vil den gjøre altfor heed, faae Pulsen til at slaae stærkere, bringe Drømme, som vare de Virkelighed; det prøvede den Første, som fik den paa og det var dog et halvhundred Aar efter, og det Borgemesteren selv, der sad med Kone og elleve Børn, godt inden Vægge; han drømte strax om ulykkelig Kjærlighed, Fallit og knap Tæring.
"Hu! hvor den Nathue varmer!" sagde han og rev den af og der trillede en Perle og atter en Perle, der klang og lyste. "Det er Gigten!" sagde Borgemesteren, "det gnistrer mig for Øinene!"
Det var Taarer, grædt for et halvhundred Aar siden, grædt af gamle Anthon fra Eisenach.
Hver som siden fik den Nathue paa, fik rigtignok Syner og Drømme, hans egen Historie blev til Anthons, det blev et heelt Eventyr, det blev mange, dem kunne de Andre fortælle, nu have vi fortalt det første og med det er vort sidste Ord: - ønsk Dig aldrig Pebersvendens Nahue.