Ana Isabel era un verdadero querubín, joven y alegre: un auténtico primor, con sus dientes blanquísimos, sus ojos tan claros, el pie ligero en la danza, y el genio más ligero aún. ¿Qué salió de ello? Un chiquillo horrible. No, lo que es guapo no lo era. Se lo dieron a la mujer del peón caminero. Ana Isabel entró en el palacio del conde, ocupó una hermosa habitación, adornóse con vestidos de seda y terciopelo... No podía darle una corriente de aire, ni nadie se hubiera atrevido a dirigirle una palabra dura, pues hubiera podido afectarse, y eso tendría malas consecuencias. Criaba al hijo del conde, que era delicado como un príncipe y hermoso como un ángel. ¡Cómo lo quería! En cuanto al suyo, el propio, crecía en casa del peón caminero; trabajaba allí más la boca que el puchero, y era raro que hubiera alguien en casa. El niño lloraba, pero lo que nadie oye, a nadie apena; y así seguía llorando hasta dormirse; y mientras se duerme no se siente hambre ni sed; para eso se inventó el sueño. Con los años - con el tiempo, la mala hierba crece - creció el hijo de Ana Isabel. La gente decía, sin embargo, que se había quedado corto de talla. Pero se había incorporado a la familia que lo había adoptado por dinero. Ana Isabel fue siempre para él una extraña. Era una señora ciudadana, fina y atildada, lo pasaba bien y nunca salía sin su sombrero. Jamás se le ocurrió ir a visitar al peón caminero, vivía demasiado lejos de la ciudad, y además no tenía nada que hacer allí. El chico era de ellos y consumía lo suyo; algo tenía que hacer para pagar su manutención, por eso guardaba la vaca bermeja de Mads Jensen. Sabía ya cuidar del ganado y entretenerse.
El mastín de la hacienda estaba sentado al sol, orgulloso de su perrera y ladrando a todos los que pasaban; cuando llueve se mete en la casita, donde se tumba, seco y caliente. El hijo de Ana Isabel estaba sentado al sol en la zanja, tallando una estaca; en primavera había tres freseras floridas que seguramente darían fruto. Era un pensamiento agradable; mas no hubo fresas. Allí estaba él, expuesto al viento y a la intemperie, calado hasta los huesos; para secarse las ropas que llevaba puestas no tenía más fuego que el viento cortante. Si trataba de refugiarse en el cortijo, lo echaban a golpes y empujones; era demasiado feo y asqueroso, decían las sirvientas y los mozos. Estaba acostumbrado a aquel trato. Nunca lo había querido nadie.
¿Qué fue del hijo de Ana Isabel? ¿Qué podría ser del muchacho? su destino era éste: jamás sentiría el cariño de nadie.
Arrojado de la tierra firme, fue a remar en una mísera lancha, mientras el barquero bebía. Sucio y feo, helado y voraz, habríase dicho que nunca estaba harto; y, en efecto, así era.
El año estaba ya muy avanzado, el tiempo era duro y tempestuoso, y el viento penetraba cortante a través de las gruesas ropas. Y aún era peor en el mar, surcado por una pobre barca de vela con sólo dos hombres a bordo, o, mejor, uno y medio: el patrón y su ayudante. Durante todo el día había reinado una luz crepuscular, que en el momento de nuestra narración se hacía aún más oscura; el frío era intensísimo. El patrón sorbió un trago de aguardiente para calentarse por dentro. La botella era vieja, y también la copa, cuyo roto pie había sido sustituido por un tarugo de madera, tallado y pintado de azul; gracias a él se sostenía. "Un trago reconforta, pero dos reconfortan más todavía", pensó el patrón. El muchacho seguía sentado al remo, que sostenía con su mano dura y embreada. Realmente era feo, con el cabello hirsuto y el cuerpo achaparrado y encorvado. Según la gente, era el chico del peón caminero, mas de acuerdo con el registro de la parroquia, era el hijo de Ana Isabel.
El viento cortaba a su manera, y la lancha lo hacía a la suya. La vela, que había cogido el viento, se hinchó, y la embarcación se lanzó a una carrera velocísima; todo en derredor era áspero y húmedo, pero las cosas podían ponerse aún peores.
¡Alto! ¿Qué ha pasado? ¿Un choque? ¿Un salto? ¿Qué hace la barca? ¡Vira de bordo! ¿Ha sido una tromba, una oleada? El remero lanzó un grito:
- ¡Dios nos ampare!
La embarcación había chocado contra un enorme arrecife submarino, y se hundía como un zapato viejo en la balsa del pueblo, se hundía con toda su tripulación, hasta con las ratas, como suele decirse. Ratas sí había, pero lo que es hombres, tan sólo uno y medio: el patrón y el chico del peón caminero. Nadie presenció el drama aparte las chillonas gaviotas y los peces del fondo, y aún éstos no lo vieron bien, pues huyeron asustados cuando el agua invadió la barca que se hundía. Apenas quedó a una braza de fondo, con los dos tripulantes sepultados, olvidados. Únicamente siguió flotando la copa con su pie de madera azul, pues el tarugo la mantenía a flote; marchó a la deriva, para romperse y ser arrojada a la orilla, ¿dónde y cuándo? ¡Bah! ¡Qué importa eso! Había prestado su servicio y se había hecho querer. No podía decir otro tanto el hijo de Ana Isabel. Pero en el reino de los cielos, ningún alma podrá decir: "¡Nadie me ha querido!".
Ana Isabel vivía en la ciudad desde hacía ya muchos años. La llamaban señora, y erguía la cabeza cuando hablaba de viejos recuerdos, de los tiempos del palacio condal, en que salía a pasear en coche y alternaba con condesas y baronesas. Su dulce condesito había sido un verdadero ángel de Dios, la criatura más cariñosa que imaginarse pueda. La quería mucho, y ella a él. Se habían besado y acariciado; era su alegría, la mitad de su vida. Ahora era ya mayor, con sus catorce años, muy instruido y muy guapo. No lo había vuelto a ver desde que lo llevara en brazos. Hacía muchos años que no iba al palacio de los condes. Era todo un viaje ir hasta allí.
- Tendré que decidirme - dijo Ana Isabel -. He de ir a ver a mis señores, a mi precioso condesito. Seguramente me echa de menos, se acuerda de mí me quiere como entonces, cuando me rodeaba el cuello con sus bracitos de ángel y me decía "An-Lis". Parecía la voz de un violín. Sí, he de ir a verlo.
Partió en la carreta de bueyes e hizo parte del camino a pie. Llegó al palacio condal, espacioso y brillante; y, como antes, se quedó en el jardín. Todo el servicio era nuevo; nadie conocía a Ana Isabel, nadie sabía el cargo que en otros tiempos había desempeñado en la casa. Ya se lo dirían la señora condesa y su hijo. De seguro que ellos la echaban de menos.
Y allí estaba Ana Isabel. Tuvo que esperar largo rato, y quien espera desespera. Antes de que los señores pasaran al comedor fue recibida por la condesa, que le dirigió palabras muy amables. A su pequeño no lo vería hasta después de comer; ya la llamarían entonces.
¡Qué alto, espigado y esbelto estaba! Conservaba aquellos ojos preciosos y su boquita de ángel. La miró sin decirle una palabra; seguramente no la había reconocido. Volvióse para marcharse, pero entonces ella le cogió la mano y se la llevó a sus labios. - ¡Está bien! - dijo él, y salió de la habitación; él, el objeto de todo su cariño, a quien había querido y seguía queriendo por encima de todo, su orgullo en la Tierra.
Ana Isabel partió del palacio, y se alejó por el camino vecinal. Sentíase muy triste. Se le había mostrado tan extraño, sin un pensamiento, sin una palabra para ella. Y pensar que lo había llevado en brazos día y noche, y que seguía llevándolo en el pensamiento.
En esto pasó volando sobre el camino, a poca altura, un gran cuervo negro, que graznaba incesantemente.
- ¡Pajarraco de mal agüero! - exclamó ella.
Llegó frente a la casa del peón caminero, y, como la mujer se hallara en la puerta, entablaron conversación.
- ¡Cómo te luce el pelo! - dijo la mujer del peón -. Estás rolliza y redonda. Parece que te van bien las cosas.
- Desde luego - respondió Ana Isabel.
- La barca se fue a pique con ellos - dijo la mujer -. Se ahogaron, el patrón Lars y el chico. Todo terminó. Yo había esperado que el muchacho me ayudase algún día, y trajera unos chelines a casa. ¡A ti nada te costó, Ana Isabel!
- ¡Ahogados! - exclamó Ana Isabel, y ya no pronunció una palabra más sobre el drama. Estaba afligida porque su condesito no le había dirigido la palabra, con lo que ella lo quería, y después de haber recorrido aquel largo camino para llegar al palacio. Y el dinero que le había costado, y todo inútilmente. Pero nada dijo de lo ocurrido. No quería abrir su corazón a la mujer del peón caminero. A lo mejor habría pensado que ya no tenía prestigio en el palacio. El cuervo volvió a graznar encima de su cabeza.
- ¡Maldito pajarraco! - exclamó -. Bastante me ha asustado hoy.
Llevaba café en grano y achicoria. Sería una buena acción dárselo a la mujer para que preparase unas tazas de café caliente. También a ella le sentaría bien. Y la mujer salió a preparar la infusión, mientras Ana Isabel se sentaba en una silla y se quedaba dormida. Y he aquí que soñó con él; nunca le había ocurrido, ¡qué cosa más rara! Soñó con su propio hijo, que había llorado y sufrido hambre en aquella casa; nadie había cuidado de él, y ahora estaba en el fondo del mar, Dios sabía dónde. Soñó que se le presentaba allí, mientras la mujer del peón salía a preparar café; llegábale incluso el aroma de los granos. Y en la puerta, de pie, había un mozo hermosísimo, tanto como el condesito, que le decía:
- ¡Se hunde el mundo! ¡Cógete fuertemente a mí, que después de todo eres mi madre! Tienes un ángel en el cielo. ¡Cógete a mí, cógete fuertemente!
En esto se produjo un gran estruendo; seguramente era el mundo que se salía de quicio. Pero el ángel la levantó, sosteniéndola tan firmemente por las mangas que a ella le pareció que la levantaban de la Tierra. Pero algo muy pesado se había agarrado a sus piernas y la sujetaba por la espalda, como si centenares de mujeres la agarrasen, diciendo: "¡Si tú has de salvarte, también hemos de salvarnos nosotras! ¡Tente firme, tente firme!". Y todas se colgaban de ella. Aquello era demasiado. Se oyó un ¡ris, ras!, la manga se desgarró, y Ana Isabel cayó desde una altura enorme. La despertó la sacudida y estuvo a punto de irse al suelo con la silla en que se sentaba. Sentíase tan trastornada, que no recordaba siquiera lo que había soñado: indudablemente había sido algo malo.
Tomaron el café y hablaron, y luego Ana Isabel se encaminó a la ciudad próxima, para ver al carretero, con el que debía regresar a su tierra aquella misma noche. Mas el hombre le dijo que no podía emprender el regreso hasta la tarde del día siguiente. Calculó ella entonces lo que le costaría quedarse allí, así como la distancia, y le pareció que la abreviaría cosa de dos millas si, en vez de seguir la carretera, tomaba por la costa. El tiempo era espléndido, y brillaba la luna llena. Ana Isabel decidió marcharse a pie; al día siguiente podría estar en casa.
El sol se había puesto y las campanas vespertinas doblaban aún; pero no, eran las ranas de Peder Oxe, que croaban en el cenagal. Cuando se callaron, todo quedó silencioso; no se oía ni un pájaro, todos se habían acostado, y la lechuza aún no había salido. Reinaba un gran silencio en el bosque y en la orilla, por la que andaba; sólo percibía el rumor de sus propios pasos en la arena. No se oía ni el chapoteo del agua; del mar no llegaba ni un rumor. Todo estaba mudo, los vivos y los muertos.
Ana Isabel seguía caminando sin pensar en nada. Había abandonado sus pensamientos, pero sus pensamientos no la abandonaban a ella. No nos dejan nunca, yacen como adormecidos, tanto los vivos, que se han echado un momento a descansar, como los que no se han despertado aún. Pero acuden, siempre; ora se agitan en el corazón o en la cabeza, ora nos acometen impensadamente. "Toda buena acción lleva su bendición", está escrito allí; y también: "En el pecado está la muerte". Muchas cosas hay allí escritas, muchas se dicen, sólo que se ignoran, no se piensa en ellas. Esto le ocurría a Ana Isabel. Mas pueden presentarse de repente, pueden acudir.
En nuestro corazón - el tuyo, el mío - hay los gérmenes de todos los vicios y de todas las virtudes. Están en él como diminutas e invisibles semillas. Un día llega del exterior un rayo de sol, el contacto de una mano perversa. Vuelves una esquina, a derecha o a izquierda, pues un detalle así puede ser decisivo, y la minúscula semilla se agita, se hincha, estalla y vierte su jugo en la sangre. Y ya estás en camino. Hay pensamientos angustiosos, que uno no advierte cuando está ,sumido en sueños, pero que se agitan. Ana Isabel andaba como en sueños y sus pensamientos se movían. De una Candelaria a la siguiente, el corazón registra muchas cosas en su tablilla, el balance de todo un año. Muchas cosas han sido olvidadas: pecados de pensamiento y de palabra contra Dios, contra nuestros prójimos y contra nuestra propia conciencia. No pensamos en ellos, como tampoco pensó Ana Isabel; nada de malo había cometido contra la ley y el derecho de su país, era bien considerada, honrada y respetable lo sabía bien. Y seguía avanzando por la orilla... ¿Qué era aquello que yacía en el suelo? Se detuvo. ¿Qué había arrojado el mar? Un sombrero viejo de hombre. ¿Se habría caído por la borda? Acercóse a la prenda, volvió a detenerse y miró: ¿Qué era aquello? Asustóse mucho, y, sin embargo, nada había allí que pudiese asustarla. Sólo un montón de algas y juncos enredados en torno a una piedra alargada, que parecía un cuerpo humano. No eran sino algas y juncos, y, sin embargo, ella se asustó. Y al proseguir su camino viniéronle a la mente muchas cosas que oyera de niña. Aquellas supersticiones acerca del "fantasma de la costa", el espectro de los cuerpos insepultos arrojados por las olas a la playa. El cuerpo muerto, que nada hacía, pero cuyo espectro, el fantasma de la playa, seguía al caminante solitario, se agarraba fuertemente a él y le pedía que lo llevase al cementerio y le diese cristiana sepultura. "¡Tente firme, tente firme!", decía. Y al repetir para sí estas palabras Ana Isabel, se le presentó de repente todo su sueño, con las madres cogidas a ella y exclamando: "¡Tente firme, tente firme!". Y luego el mundo se había hundido, y se le habían desgarrado las mangas, y se había desprendido de su hijo, que se esforzaba por llevarla consigo al juicio final. Su hijo, el hijo de su carne y de su sangre, al que nunca quisiera, en quien nunca había pensado, aquel hijo estaba ahora en el fondo del mar. Podía aparecérsele en figura de espectro y gritarle: "¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!". Y al pensar en esto, la angustia le espoleó los talones, obligándola a apresurar el paso. El miedo, como una mano fría y húmeda, le apretaba el corazón. Se sintió a punto de desmayarse, y al mirar a lo lejos, mar adentro, vio que el aire se volvía más denso y espeso. Descendía una pesada niebla, envolviendo árboles y matas, y dándoles un aspecto maravilloso. Volvióse ella a mirar la luna, que quedaba a su espalda y parecía un disco pálido, sin rayos, y sintió como si algo muy pesado se posara sobre sus miembros. "¡Tente firme, tente firme!", pensó, y al volverse a mirar a la luna parecióle como si su blanca cara estuviese junto a ella, y como si la niebla colgara sobre sus hombros a modo de blanco sudario: "¡Cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!", creyó oír, y le pareció percibir también un sonido hueco y extraño, que no venía ni de las ranas del pantano, ni de los cuervos, ni de las cornejas, pues no veía ninguna. "¡Entiérrame, entiérrame!", decía una voz gritando. Sí, era el espectro de su hijo, yacente en el fondo del mar, y que no encontraba reposo mientras no fuera llevado al cementerio y depositado en tierra cristiana. Quiso ir allí y darle sepultura, y tomó la dirección de la iglesia. Le pareció entonces como si la carga se hiciera más liviana y desapareciera; reemprendió su camino anterior, el más corto para ir a su casa. Pero de nuevo oyó: "¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte!". Resonaba como el croar de las ranas, como el grito de un ave quejumbrosa, pero ahora se entendía claramente: "¡Entiérrame, por amor de Dios, entiérrame!".
La niebla era fría y húmeda; la mano y el rostro de la mujer lo estaban también, pero de terror. Sentía la presencia de algo, y en su mente se había hecho espacio para pensamientos que nunca había tenido antes.
En las tierras del Norte, los hayedos pueden abrirse en una noche de primavera, y presentarse en su juvenil magnificencia bajo el sol del día siguiente. También en un segundo, la semilla del pecado que hay latente en nuestra vida puede germinar y desarrollarse. Y así lo hace cuando despierta la conciencia, que Dios despabila cuando menos lo esperamos. No hay disculpa posible, el hecho está allí, testificando en contra de nosotros; los pensamientos se tornan palabras, y éstas resuenan en los espacios. Nos espantamos de lo que hemos estado llevando dentro sin conseguir sofocarlo; nos espantamos de lo que hemos propagado en nuestra presunción y ligereza. El corazón encierra en sí todas las virtudes, pero también todos los vicios, los cuales pueden germinar y crecer, hasta en la tierra más estéril.
Todo esto estaba encerrado en los pensamientos de Ana Isabel. Anonadada, cayó al suelo y continuó un trecho a rastras. "¡Entiérrame, entiérrame!", oía; y habría querido enterrarse a sí misma si la tumba hubiese significado eterno olvido. Era la hora tremenda de su despertar, con toda su angustia y su horror. Un supersticioso terror le producía escalofríos; acudían a su mente muchas cosas de las que nunca hubiera querido acordarse. Silenciosa, como la sombra de una nube a la luz de la luna, caminaba delante de ella una aparición de la que oyera hablar en otros tiempos. Junto a ella pasaban galopando cuatro jadeantes corceles, despidiendo fuego por los ojos y los ollares, tirando de un coche ardiente ocupado por el perverso señor que más de un siglo atrás había vivido en aquella comarca. Decíase que cada media noche recorría su propiedad y se volvía enseguida. No era blanco, como parece que son los muertos, sino negro como carbón, como carbón consumido. Hizo un gesto con la cabeza dirigiéndose a Ana Isabel, y, guiñándole el ojo le dijo: "¡Cógete firme, cógete firme! ¡Aún podrás montar en el coche de los condes y olvidar a tu hijo!".
Ella apretó el paso y llegó al cementerio; pero las cruces negras y los negros cuervos flotaban, confundiéndose ante sus ojos. Los cuervos gritaban como el que había oído antes, pero ahora comprendía su lenguaje: "¡Soy un cuervo madre, soy un cuervo madre!", decían todos, y Ana Isabel sabía que aquel nombre se aplicaba a ella. Tal vez sería transformada en uno de aquellos negros pajarracos y condenada a gritar incesantemente lo que ellos gritaban si no conseguía cavar la tumba.
Arrojóse al suelo, y con las manos cavó un hoyo en la dura tierra; y la sangre le manaba de los dedos.
"¡Entiérrame, entiérrame!", resonaba la voz sin cesar. Ella temía oír el canto del gallo y ver la primera luz de la aurora; pues si no había terminado su trabajo antes, estaba perdida. Y cantó el gallo, y el cielo levantino se tiñó de rojo. La tumba estaba sólo medio abierta. Una mano gélida le resbaló por la cabeza y el rostro, hasta el corazón. "¡Sólo media tumba!", oyóse en el aire como en un suspiro, y algo pasó flotando en dirección al mar. Sí, era el fantasma de la orilla. A su contacto, Ana Isabel se desplomó, rendida y desmayada.
Era ya pleno día cuando volvió en sí. Dos hombres la levantaron. No estaba en el cementerio, sino en la playa, donde había excavado un profundo hoyo en la arena, cortándose los dedos con una copa rota que tenía por pie un tarugo de madera pintado de azul. Ana Isabel estaba enferma; la conciencia había mezclado las cartas de la superstición, y, al cortarlas, había descubierto que sólo tenía media alma; la otra mitad se la había llevado consigo su hijo al fondo del mar. Nunca obtendría ya la gracia del cielo, mientras no recuperase aquella mitad de alma que retenían las aguas profundas. Ana Isabel llegó a su casa, mas ya no era la que había sido. Sus ideas se embrollaban como una madeja enredada; sólo una hebra quedaba desenmarañada: debía llevar al cementerio el fantasma de la orilla y darle sepultura; con ello recuperaría su alma entera.
Muchas noches notaron los vecinos que se ausentaba de su casa; siempre la encontraban en la playa, esperando la aparición del espectro. Así transcurrió un año entero; luego desapareció una noche y ya nada supieron de su paradero. Pasáronse todo el día siguiente buscándola sin resultado.
Al atardecer, cuando el sacristán llegó a la iglesia para tocar a vísperas, vio a Ana Isabel tendida delante del altar. Llevaba allí desde la mañana, casi exhausta, pero con los ojos luminosos y un brillo rojizo en la cara, producido por los últimos rayos del sol, que le daban en pleno rostro y se reflejaban también en las relucientes abrazaderas de la Biblia; ésta aparecía abierta en la página donde se leen aquellas palabras del profeta Joel: "¡Rasgad vuestros corazones y no vuestros vestidos, convertios al Señor!". "Casualidad - dijo la gente -. ¡Hay tantas casualidades!".
En la cara de Ana Isabel, iluminada por el sol, se leía la paz y la gracia. Había sido mejor así para ella, dijeron; había superado la crisis. Por la noche se le había aparecido el espectro de la playa, su hijo, diciéndole: "Cavaste sólo media tumba para mí, pero durante mucho tiempo me tuviste sepultado en tu corazón, y éste es el mejor refugio de una madre para su hijo". Y devolviéndole la mitad del alma, la condujo hasta la iglesia.
- Ahora estoy en la casa de Dios - dijo ella -. Y aquí se está a salvo.
Cuando se acabó de poner el sol, el alma de Ana Isabel estaba en lo alto, allí donde no existe el temor cuando uno ha luchado. Y Ana Isabel había luchado hasta el fin.
Anne Lisbeth var som Melk og Blod, ung og fornøiet, deilig at see paa, Tænderne skinnede saa hvide, Øinene saa klare; Foden var let i Dandsen og Sindet endnu mere let! hvad kom der ud af det? - "Den lede Unge!" - ja, deilig var han ikke! han blev sat ud til Grøftegraverens Kone, Anne Lisbeth kom paa det grevelige Slot, sad i stadselig Stue med Klæder af Silke og Fløiel; ikke en Vind turde blæse paa hende, Ingen sige hende et haardt Ord, for det havde hun Skade af og det turde hun ikke taale. Hun ammede det grevelige Barn, det var fiint som en Prinds, deiligt som en Engel, hvor elskede hun dette Barn; hendes eget, ja det var i Grøftegraverens Huus, hvor ikke Gryden kogte over, men Munden kogte over, og oftest var der Ingen hjemme, Drengen græd, men hvad Ingen hører det Ingen rører, han græd sig isøvn og i Søvnen føler man ikke til Sult og Tørst, Søvnen er saadan en god Opfindelse; i Aaringer - ja, som Tiden gaaer, skyder Ukrud op, siger man, Anne Lisbeths Dreng skød op, og dog var han sat i Væxten, sagde de; men heelt var han voxet ind i Familien her, de havde faaet Penge derfor, Anne Lisbeth var ham aldeles qvit, hun var Kjøbstadmadame, havde det luunt og godt inde og Hat paa, gik hun ud, men hun gik aldrig til Grøftegraverens, det var saa langt fra Staden og hun havde der heller ikke Noget at gjøre, Drengen var deres og tære sin Kost kunde han, sagde de, Gavn for Føden skulde han gjøre, og saa passede han Mads Jensens røde Ko, han kunde nok røgte og tage sig Noget for.
Lænkehunden paa Herregaardens Blegdam sidder i Solskinet stolt oven paa sit Huus og gjøer af hver, der kommer forbi, i Regnveiret kryber den indenfor, ligger tørt og luunt. Anne Lisbeths Dreng sad paa Grøften i Solskin, snittede paa en Tøirepæl, i Foraaret vidste han tre Jordbærplanter i Blomster, de vilde nok sætte Bær, det var hans gladeste Tanke, men der kom ingen Bær. Han sad i Regn og Rusk, blev vaad til Skindet, den skarpe Vind tørrede siden Tøiet paa Kroppen; kom han til Gaarden blev han puffet og stødt, han var led og grim, sagde Piger og Karle, det var han vandt til - aldrig elsket!
Hvordan gik det Anne Lisbeths Dreng? Hvorledes skulde det gaae ham? det var hans Lod: "aldrig elsket."
Fra Landjorden blev han kastet overbord, gik tilsøes paa en ussel Skude, sad ved Roret, mens Skipperen drak; skiden og led var han, forfrossen og graadig, man skulde troe, at han aldrig havde været mæt og det havde han heller ikke.
Det var seent paa Aaret, raat, vaadt, blæsende Veir, Vinden skar koldt gjennem de tykke Klæder, især til Søes, og der gik for eet Seil en ussel Skude med kun to Mand ombord, ja kun een og en halv kan man ogsaa sige, det var Skipperen og hans Dreng. Tusmørke havde det været den hele Dag, nu blev det sortere, det var en bidende Kulde. Skipperen tog sig en Dram det kunde varme indvendig! Flasken var fremme og Glasset med, det var heelt for oven, men Foden knækket af, og havde istedetfor den en tilsnittet blaamalet Træklods at staae paa. - En Dram gjorde godt, to gjorde bedre, meente Skipperen. Drengen sad ved Roret, det, han holdt paa med sine haarde, tjærede Hænder, grim var han, Haaret stridt, forkuet og forkrympet var han, det var Grøftegraverens Dreng, i Kirkebogen hed han Anne Lisbeths.
Vinden skar paa sin Viis, Skuden paa sin! Seilet bovnede, Vinden havde fat, der var flyvende Fart - raat, vaadt rundt omkring, men mere endnu kunde der komme - Stop! - hvad var det! hvad stødte, hvad sprang, hvad greb i Skuden? den dreiede sig om! kom der et Skybrud, løftede sig en Braadsø? - Drengen ved Roret skreg høit: "I Jesu Navn!" Skuden var stødt paa en mægtig Steen i Havbunden og sank som en gammel Sko i Gadekjæret; sank med Mand og Muus som man siger; og der var Muus, men kun halvanden Mand: Skipperen og Grøftegraverens Dreng. Ingen saae det, uden de skrigende Maager og Fiskene dernede, ja og de saae det ikke endda saa rigtigt, thi de fore forskrækkede tilside, da Vandet buldrede ind i Skuden, der sank; knap en Favn under Vandet stod den; gjemte vare de to; gjemte, glemte! kun Glasset med den blaamalede Træklods til Fod sank ikke, Træklodsen holdt det oppe; Glasset drev for at knækkes over og skylles op paa Stranden, - hvor og naar? ja det var jo ikke noget videre! nu havde det tjent ud og det havde været elsket; det havde ikke Anne Lisbeths Dreng! dog i Himmeriges Rige vil ingen Sjæl kunde sige meer: "aldrig elsket!"
*
Anne Lisbeth var i Kjøbstaden og det allerede i mange Aar, blev kaldt Madam og kneisede især op, naar hun talte om gamle Minder, den grevelige Tid, da hun kjørte i Karreet og kunde talte med Grevinder og Baronesser. Hendes søde Grevebarn var den yndigste Guds Engel, den kjærligste Sjæl, han havde holdt af hende og hun havde holdt af ham. De havde kysset hinanden og klappet hinanden, han var hendes Glæde, hendes halve Liv. Nu var han stor, var fjorten Aar, havde Lærdom og Deilighed; hun havde ikke seet ham siden hun bar ham paa sine Arme; ikke havde hun i mange Aaringer været paa det grevelige Slot, det var en heel Reise derhen.
"Jeg maa tage det overtvært engang!" sagde Anne Lisbeth, "jeg maa til min Herlighed, til mit søde Grevebarn! ja, han længes vist ogsaa efter mig, tænker paa mig, holder af mig, som da han hang med sine Engle-Arme om min Hals og sagde: "An-Lis!" det var ligesom en Violin! ja jeg maa tage det overtvært og see ham igjen!"
Hun kjørte med Kalvevogn, hun gik paa sin Fod, hun kom til det grevelige Slot, det var stort og skinnende som altid før, Haven som før derudenfra, men Folkene i Huset vare alle Fremmede, ikke Een af dem kjendte Noget til Anne Lisbeth, de vidste ikke hvad hun havde betydet her engang, det vilde nok Grevinden sige dem, ogsaa hendes egen Dreng! hvor længtes hun efter ham.
Nu var Anne Lisbeth her; længe maatte hun vente og Ventetid er lang! Før Herskabet gik til Bords blev hun kaldt ind til Greveinden, og meget godt tiltalt. Sin søde Dreng skulde hun see efter Bordet, saa blev hun kaldt ind igjen!
Hvor var han bleven stor, lang og tynd, men de yndige Øine havde han og den Engle-Mund! han saae paa hende, men han sagde ikke et Ord. Han kjendte hende vist ikke. Han vendte sig om, vilde gaae igjen, men da tog hun hans Haand, trykkede den op til sin Mund! "Naa, det er godt!" sagde han, og saa gik han ud af Stuen, han, hendes Kjærligheds Tanke, han, som hun havde elsket og elskede høiest, han, hendes jordiske Stolthed.
Anne Lisbeth gik udenfor Slottet paa den aabne Landevei, hun var saa trist; han havde været saa fremmed imod hende, ikke havt Tanke for hende, ikke Ord, han, som hun engang ved Nat og Dag havde baaret, og altid bar i Tanken.
Der fløi en stor sort Ravn ned paa Veien foran hende, skreg, skreg igjen, "Eia!" sagde hun, "hvad er Du for en Ulykkensfugl!"
Hun kom forbi Grøftegraverens Huus, der stod Konen i Døren og saa talte de sammen.
"Du er vel ved Magt!" sagde Grøftegraverens Kone, "Du er tyk og fed! Dig gaaer det godt!"
"Saamænd!" sagde Anne Lisbeth.
"Fartøiet med dem er da forgaaet!" sagde Grøftegraverens Kone. "Lars Skipper og Drengen ere druknede begge To. Nu har de Ende paa det. Jeg havde dog troet, at Drengen engang skulde kunne have hjulpet mig med en Skilling, Dig kostede han nu ikke meer, Anne Lisbeth!"
"Ere de druknede!" sagde Anne Lisbeth, og saa talte de ikke mere om den Ting. Anne Lisbeth var saa bedrøvet, fordi hendes Grevebarn ikke gad tale til hende, hun, som elskede ham og havde taget den lange Vei for at komme her, det havde ogsaa kostet Penge, Fornøielsen, hun havde faaet, var ikke stor, men det sagde hun her ikke et Ord om, hun vilde ikke lette sit Sind ved at tale om det til Grøftegraverens Kone, hun kunde jo troe, at hun ikke meer var anseet hos Grevens. Da skreg igjen Ravnen hen over hende.
"Det sorte Spectakel," sagde Anne Lisbeth, "gjør mig nok forskrækket i Dag!"
Hun havde bragt med kaffebønner og Cichorie, det vilde være en Velgjerning mod Grøftegraverens Kone at give hende det til at lave en Skaal Kaffe, Anne Lisbeth kunde faae sig en kop med, og Grøftegraverens Kone gik hen at koge den, og Anne Lisbeth satte sig paa en Stol og der faldt hun i Søvn; da drømte hun om Den, hun aldrig før havde drømt om, det var underligt nok: hun drømte om sit eget Barn, der her i Huset havde sultet og skraalet, drevet for Lud og koldt Vand, og nu laae i det dybe Hav, Vor Herre vidste hvor. hun drømte, at hun sad hvor hun sad, og at Grøftegraverens Kone var ude at lave kaffe, hun kunde lugte Bønnerne, og der stod i Døren saadan en deilig Een, han var ligesaa kjøn som Grevebarnet, og den Lille sagde:
"Nu forgaaer Verden! hold Dig fast ved mig, for Du er dog min Moder! Du har en Engel i Himmeriges Rige! hold fast ved mig!"
Og saa greb han efter hende, men der lød saadan et Rabalder, det var nok Verden der gik fra hinanden, og Englen løftede sig og holdt hende fast i hendes Særkeærme, saa fast, syntes hun, at hun lettedes fra Jorden, men der hang sig Noget saa tungt ved hendes Been, det laae hen over hendes Ryg, det var ligesom om hundrede Qvinder klyngede sig fast, og de sagde: "Skal Du frelses, maae vi ogsaa! hæng paa! hæng paa!" og saa hang de Allesammen paa; det var for Meget, "Ritsch-ratsch!" sagde det, Ærmet flængedes og Anne Lisbeth faldt forfærdeligt, saa at hun vaagnede ved det - og var lige ved at styrte om med Stolen, hun sad paa, hun var saa fortumlet i Hovedet, at hun slet ikke kunde huske hvad hun havde drømt, men noget Ilde havde det været.
Saa blev Kaffen drukken, saa blev der talt, og saa gik Anne Lisbeth til den nærmeste By, hvor hun skulde træffe Fragtmanden og endnu denne Aften og Nat kjøre med ham til sit Hjemsted; men da hun kom til Fragtmanden, sagde han, at de ikke kunde komme afsted før den næste Dags Aften, hun tænkte da over, hvad det vilde koste hende at blive, tænkte over Veilængden og betænkte, at gik hun langs Stranden og ikke af Kjøreveien, da var det næsten to Miil kortere; det var jo høit Veir og nok Fuldmaane, og saa vilde Anne Lisbeth gaae, næste Dag kunde hun være hjemme
Solen var nede, Aftenklokkerne klang endnu, - nei, det var ikke Klokkerne, det var Peder Oxes Frøer, der koaxede i Kærene. Nu taug de, Alt var stille, ikke en Fugl hørte man, hver af dem var til Ro, og Uglen var nok ikke hjemme; lydløst var der ved Skov og Strand, hvor hun gik, hun hørte sine egne Fodtrin i Sandet, Havet havde ikke Skvulpen, Alt derude i det dybe Vand var lydløst; stumme vare de Alle dernede, de Levende og de Døde.
Anne Lisbeth gik og tænkte ikke paa nogen Ting, som man siger, hun var borte fra sine Tanker, men Tankerne vare ikke borte fra hende, de ere aldrig borte fra os, de ligge bare i en Døs, baade de levendegjorte Tanker, der havde lagt sig, og de, som endnu ikke have rørt sig. Men Tankerne kommer nok frem, de kunne røre sig i Hjertet, røre sig i vort Hoved eller falde ned over os!
"God Gjerning har sin Velsignelsens Frugt!" staaer der skrevet; "i Synden er Død!" staaer der ogsaa skrevet! Meget staaer skrevet, Meget er sagt, man veed det ikke, man husker ikke, saadan gik det Anne Lisbeth; men det kan gaae op for Een, det kan komme!
Alle Laster, alle Dyder ligge i vort Hjerte! i dit, i mit! de ligge som smaa ikke synlige Korn; saa kommer der udenfra en Solstraale, en ond Haands Berørelse, Du dreier om Hjørnet, til Høire eller Venstre, ja, det kan afgjøre det, og det lille Frøkorn rystes, det svulmer derved, det sprænges, og gyder sine Safer i alt dit Blod og saa er Du paa Farten. Det er ængstende Tanker; dem har man ikke naar man gaaer i en Døs, men de ere i Røre: Anne Lisbeth gik i en Døs, Tankerne vare i Røre! Fra Kyndelmisse til Kyndelmisse har Hjertet Meget paa sit Regnebræt, det har Aars Regnskab, Meget er glemt, Synd i Ord og Tanker mod Gud, vor Næste og mod vor egen Samvittighed; vi tænke ikke derover, det gjorde heller ikke Anne Lisbeth, hun havde intet Ondt gjort mod Lands Lov og Ret, hun var meget godt anseet, skikkelig og hæderlig, vidste hun. Og som hun nu gik ved Stranden, - hvad var det der laae? Hun standsede; hvad var der skyllet op? en gammel Mandshat laae der. Hvor mon den var gaaet overbord. Hun gik nærmere, blev staaende og saae paa den, - eia! hvad laae der! hun blev ganske forskrækket; men der var ikke Noget at blive forskrækket over, det var Tang og Siv, der laae snoet hen over en stor aflang Steen, det saae ud som et heelt Menneske, det var kun Siv og Tang, men forskrækket blev hun og idet hun gik videre, kom hende i Tanke saa Meget, hun havde hørt som Barn, al den Overtro om "Strandvarslet," Spøgelset af den Ubegravne, der laae skyllet op paa den øde Strandbred. "Strandvaskeren": den døde Krop, den gjorde Intet, men dens Spøgelse, Strandvarslet fulgte den eensomme Vandrer, hang sig fast og forlangte at bæres til Kirkegaarden, for at begraves i christen Jord. "Hæng paa! hæng paa!" sagde det; og som Anne Lisbeth gjentog for sig selv disse Ord, gik med Eet op for hende hele hendes Drøm, saa lyslevende, hvorledes Mødrene havde klyget sig til hende med dette Udraab: "hæng paa! hæng paa!" hvorledes Verden sank, hendes Særkeærme revnede og hun faldt fra sit Barn, der i Dommens Stund vilde have holdt hende oppe. Hendes Barn, hendes eget kjødelige Barn, det, hun aldrig havde elsket, ja, ikke engang tænkt paa, dette Barn var nu paa Havsens Bund, det kunde som Strandvarsel komme og raabe: "hæng paa! hæng paa! bring mig i christen Jord!" og idet hun tænkte det, prikkede Angesten hende i Hælene, saa at hun gik raskere; Frygten kom som en kold klam Haand og lagde sig i hendes Hjertekule, saa hun var lige ved at faae ondt, og i det hun nu saae ud over Havet, blev der tykkere og tættere; en tung Taage skød sig frem, lagde sig om Busk og Træer, de fik et underligt Udseende derved. Hun vendte sig for at see efter Maanen, der stod bagved hende, den var som en bleg Skive uden Straaler, det var som Noget havde lagt sig tungt paa alle hendes Lemmer: hæng paa! hæng paa! tænkte hun, og da hun igjen vendte sig om og saae paa Maanen, syntes hun, at dens hvide Ansigt var lige tæt ved hende, og Taagen hang som et Lin ned over hendes Skuldre: "hæng paa! bring mig i christen Jord!" vilde hun høre og hørte ogsaa en Lyd, saa huul, saa sær, den kom ikke fra Frøerne i Kæret, ikke fra Ravne eller Krager, for dem saae hun jo ikke, "begrav mig! begrav mig!" klang det lydeligt! ja, det var Strandvarslet af hendes Barn, der laae paa Havsens Bund, det fik ikke Fred før det blev baaret til Kirkegaarden og Graven gravet i christen Jord. Derhen vilde hun gaae, der vilde hun grave, hun gik i den Retning hvor Kirken laae, og da syntes hun at Byrden blev lettere, den forsvandt, og hun vilde saa igjen vende om og naae ad den korteste Vei hjem, men da knugede det hende igjen: hæng paa! hæng paa! - det lød som Frøernes Qvæk, det lød som en klynkende Fugl, det lød saa grangiveligt "begrav mig! begrav mig!"
Taagen var kold og klam, hendes Haand og Ansigt var koldt og klamt af Rædsel! udenom hende klemte det, indeni hende blev der et uendeligt Rum for Tanker, hun før aldrig havde fornummet.
I een Foraarsnat her i Norden kan Bøgeskoven springe ud, staae i sin unge, lyse Pragt ved Dagens Solskin, i eet eneste Secund kan indeni os hæve og udfolde sig den Sæd af Synd i Tanke, Ord og Gjerning, der i vort første Liv er nedlagt; den løfter og udfolder sig i eet eneste Secund, naar Samvittigheden vaagner; og Vor Herre vækker den, naar vi mindst vente det; da er det Intet at undskylde, Gjerningen staaer og vidner, Tankerne faae Ord og Ordene klinge lydeligt ud over Verden. Vi forfærdes over, hvad vi have baaret i os og ikke qvalt, forfærdes over, hvad vi i Overmod og Tankeløshed have strøet ud. Hjertet har i Gjemme alle Dyder, men ogsaa alle Laster, og de kunne trives selv i den goldeste Grund.
Anne Lisbeth rummede i Tankerne, hvad vi her have sagt i Ord, hun var overvældet deraf, hun sank til Jorden, krøb henad den et Stykke, "Begrav mig! begrav mig!" sagde det, og helst havde hun begravet sig selv, dersom Graven var en evig Forglemmelse af Alt. - Det var Alvorens Vækkelses-Stund med Gru og Angest. Overtroen kom Hedt og Koldt i hendes Blod, saa Meget, hun aldrig gad tale om, kom i Tanke. Lydløs, som Skyens Skygge i det klare Maaneskin, foer forbi hende et Syn, hun havde hørt om det før. Tæt forbi hende joge fire fnysende Heste, Ilden skinnede dem ud af Øine og Næsebor, de trak en gloende Karreet, i den sad den onde Herremand, der for meer end et hundred Aar siden havde huseret her i Egnen. Hver Midnat, hed det, foer han ind i sin Gaard og vendte strax igjen, han var ikke hvid som man siger den Døde er, nei, han var sort som et Kul, et udbrændt Kul. Han nikkede til Anne Lisbeth og vinkede: "hæng paa! hæng paa! saa kan Du igjen kjøre i grevelig Vogn og glemme dit Barn!"
Mere iilsom skyndte hun sig afsted og hun naaede Kirkegaarden; men de sorte Kors og de sorte Ravne blandede sig for hendes Øine, Ravnene Skreg som Ravnen i Dag havde skreget, dog nu forstod hun hvad det var, den sagde: "jeg er Ravnemoder! jeg er Ravnemoder!" sagde hver af dem, og Anne Lisbeth vidste, at Navnet ogsaa gjaldt hende, hun vilde maaskee blive forvandlet til saadan en sort Fugl og ideligt maatte skrige, hvad den skreg, fik hun ikke Graven gravet.
Og hun kastede sig ned paa Jorden, og hun gravede med sine Hænder en Grav i den haarde Jord, saa at Blodet sprang hende ud af Fingrene.
"Begrav mig! begrav mig!" lød det ideligt, hun frygtede for Hanegal og den første røde Stribe i Øst, thi kom de før hendes Arbeide var endt, da var hun fortabt. Og Hanen galede og i Øst lyste det - - Graven var kun halv gravet, en isnende Haand gled hen over hendes Hoved og Ansigt ned til Hjertestedet. "Halv Grav kun!" sukkede det og svævede bort, ned paa Havsens Bund, ja, det var Strandvarslet; Anne Lisbeth sank overvældet og betagen til Jorden, hun havde ikke Tanke eller Fornemmelse.
Det var lys Dag, da hun kom til sig selv, to Karle løftede hende i Veiret; hun laae ikke paa Kirkegaarden, men nede paa Strandbredden, og der havde hun gravet foran sig et dybt Hul i Sandet og skaaret sine Fingre tilblods paa et sønderbrudt Glas, hvis skarpe Stilk stak i en blaamalet Træfod. Anne Lisbeth var syge; Samvittigheden havde blandet Overtroens Kort, lagt dem op og faaet ud deraf, at nu havde hun kun en halv Sjæl, den anden Halvdel havde hendes Barn taget med sig ned paa Havsens Bund; aldrig vilde hun kunne flyve op mod Himmeriges Naade, før hun havde igjen den anden halve Deel, der holdtes paa i det dybe Vand; Anne Lisbeth kom til sit Hjem, hun var ikke det Menneske meer, hun før havde været; hendes Tanker vare spegede som Garnet, der speges, een Traad kun havde hun red, den, at bære Strandvarslet til Kirkegaarden, grave det en Grav og derved vinde sin hele Sjæl tilbage.
Mangen Nat blev hun savnet i sit Hjem og altid fandt man hende da ved Stranden, hvor hun ventede paa Strandvarslet; saaledes hengik et heelt Aar, da forsvandt hun igjen en Nat, men var ikke at finde; hele den følgende Dag gik hen med forgjæves Søgen.
Henimod Aften, da Degnen kom ind i Kirken for at ringe til Solnedgang, saae han foran Altret laae Anne Lisbeth; her havde hun været fra den tidlige Morgenstund, hendes Kræfter vare næsten borte, men hendes Øine lyste, hendes Ansigt havde en rødmende Glands; de sidste Solstraaler skinnede ind paa hende, straalede hen over Alterbordet paa de blanke Spænder af Bibelen, der laae opslaaet, med de Ord af Propheten Joel: "Sønderriver Eders Hjerter og ikke Eders Klæder, vender om til Herren!" - "det var nu saaledes tilfældigt!" sagde man, som saa Meget er tilfældigt!
I Anne Lisbeths Ansigt, som Solen belyste, var der at læse om Fred og Naade. Hun var saa vel! sagde hun. Nu havde hun forvundet Sit! i Nat havde Strandvarslet, hendes eget Barn, været hos hende, det havde sagt: Du gravede kun halv Grav - for mig, men Du har nu Aar og Dag begravet mig heelt i dit Hjerte, og der gjemmer en Moder sit Barn bedst! og saa havde det givet hende igjen hendes tabte halve Sjæl og ledet hende herind i Kirken.
"Nu er jeg i Guds huus!" sagde hun, "og i det er man salig!"
Da Solen var heelt nede, var Anne Lisbeths Sjæl heelt oppe, hvor der er ingen Frygt, naar den her udstridt, og udskridt havde Anne Lisbeth.