Érase un pececillo marino de buena familia, cuyo nombre no recuerdo; pero esto te lo dirán los sabios. El pez tenía mil ochocientos hermanos, todos de la misma edad. No conocían a su padre ni a su madre, y desde un principio tuvieron que gobernárselas solos, nadando de un lado para otro, lo cual era muy divertido. Agua para beber no les faltaba: todo el océano, y en la comida no tenían que pensar, pues venía sola. Cada uno seguía sus gustos, y cada uno estaba destinado a tener su propia historia, pero nadie pensaba en ello.
La luz del sol penetraba muy al fondo del agua, clara y luminosa, e iluminaba un mundo de maravillosas criaturas, algunas enormes y horribles, con bocas espantosas, capaces de tragarse de un solo bocado a los mil ochocientos hermanos; pero a ellos no se les ocurría pensarlo, ya que hasta el momento ninguno había sido engullido.
Los pequeños nadaban en grupo apretado, como es costumbre de los arenques y caballas. Y he aquí que cuando más a gusto nadaban en las aguas límpidas y transparentes, sin pensar en nada, de pronto se precipitó desde lo alto, con un ruido pavoroso, una cosa larga y pesada, que parecía no tener fin. Aquella cosa iba alargándose y alargándose cada vez más, y todo pececito que tocaba quedaba descalabrado o tan mal parado, que se acordaría de ello toda la vida. Todos los peces, grandes y pequeños, tanto los que habitaban en la superficie como los del fondo del mar, se apartaban espantados, mientras el pesado y larguísimo objeto se hundía progresivamente, en una longitud de millas y millas a través del océano.
Peces y caracoles, todos los seres vivientes que nadan, se arrastran o son llevados por la corriente, se dieron cuenta de aquella cosa horrible, aquella anguila de mar monstruosa y desconocida que de repente descendía de las alturas.
¿Qué era pues? Nosotros lo sabemos. Era el gran cable submarino, de millas y millas de longitud, que los hombres tendían entre Europa y América.
Dondequiera que cayó se produjo un pánico, un desconcierto y agitación entre los moradores del mar. Los peces voladores saltaban por encima de la superficie marina a tanta altura como podían; el salmonete salía disparado como un tiro de escopeta, mientras otros peces se refugiaban en las profundidades marinas, echándose hacia abajo con tanta prisa, que llegaban al fondo antes que allí hubieran visto el cable telegráfico, espantando al bacalao y a la platija, que merodeaban apaciblemente por aquellas regiones, zampándose a sus semejantes.
Unos cohombros de mar se asustaron tanto, que vomitaron sus propios estómagos, a pesar de lo cual siguieron vivos, pues para ellos esto no es un grave trastorno. Muchas langostas y cangrejos, a fuerza de revolverse, se salieron de su buena coraza, dejándose en ella sus patas.
Con todo aquel espanto y barullo, los mil ochocientos hermanos se dispersaron y ya no volvieron a encontrarse nunca; en todo caso, no se reconocieron. Sólo media docena se quedó en un mismo lugar, y, al cabo de unas horas de estarse quietecitos, pasado ya el primer susto, empezaron a sentir el cosquilleo de la curiosidad.
Miraron a su alrededor, arriba y abajo, y en las honduras creyeron entrever el horrible monstruo, espanto de grandes y chicos. La cosa estaba tendida sobre el suelo del mar, hasta más lejos de lo que alcanzaba su vista; era muy delgada, pero no sabían hasta qué punto podría hincharse ni cuán fuerte era. Se estaba muy quieta, pero, temían ellos, a lo mejor era un ardid.
- Dejadlo donde está. No nos preocupemos de él -dijeron los pececillos más prudentes; pero el más pequeño estaba empeñado en saber qué diablos era aquello. Puesto que había venido de arriba, arriba le informarían seguramente, y así el grupo se remontó nadando hacia la superficie. El mar estaba encalmado, sin un soplo de viento. Allí se encontraron con un delfín; es un gran saltarín, una especie de payaso que sabe dar volteretas sobre el mar. Tenía buenos ojos, debió de haberlo visto todo y estaría enterado. Lo interrogaron, pero resultó que sólo había estado atento a sí mismo y a sus cabriolas, sin ver nada; no supo contestar, y permaneció callado con aire orgulloso.
Dirigiéronse entonces a la foca, que en aquel preciso momento se sumergía. Ésta fue más cortés, a pesar de que se come los peces pequeños; pero aquel día estaba harta. Sabía algo más que el saltarín.
- Me he pasado varias noches echada sobre una piedra húmeda, desde donde veía la tierra hasta una distanciada varias millas. Allí hay unos seres muy taimados que en su lengua se llaman hombres. Andan siempre detrás de nosotros pero generalmente nos escapamos de sus manos. Eso es lo que yo he hecho, y de seguro que lo mismo hizo la anguila marina por quien preguntáis. Estuvo en su poder, en la tierra firme, Dios sabe cuánto tiempo. Los hombres la cargaron en un barco para transportarla a otra tierra, situada al otro lado del mar. Yo vi cómo se esforzaban y lo que les costó dominarla, pero al fin lo consiguieron, pues ella estaba muy débil fuera del agua. La arrollaron y dispusieron en círculos; oí el ruido que hacían para sujetarla, pero, con todo, ella se les escapó, deslizándose por la borda. La tenían agarrada con todas sus fuerzas, muchas manos la sujetaban, pero se escabulló y pudo llegar al fondo. Y supongo que allí se quedará hasta nueva orden.
- Está algo delgada -dijeron los pececillos.
- La han matado de hambre -respondió la foca-, pero se repondrá pronto y recobrará su antigua gordura y corpulencia. Supongo que es la gran serpiente de mar, que tanto temen los hombres y de la que tanto hablan. Yo no la había visto nunca, ni creía en ella; ahora pienso que es ésta -y así diciendo, se zambulló.
- ¡Lo que sabe ésa! ¡Y cómo se explica! -dijeron los peces-. Nunca supimos nosotros tantas cosas. ¡Con tal que no sean mentiras!
- Vámonos abajo a averiguarlo -dijo el más pequeñín-. En camino oiremos las opiniones de otros peces.
- No daremos ni un coletazo por saber nada -replicaron los otros, dando la vuelta.
- Pues yo, allá me voy -afirmó el pequeño, y puso rumbo al fondo del mar. Pero estaba muy lejos del lugar donde yacía "el gran objeto sumergido". El pececillo todo era mirar y buscar a uno y otro lado, a medida que se hundía en el agua.
Nunca hasta entonces le había parecido tan grande el mundo. Los arenques circulaban en grandes bandadas, brillando como una gigantesca embarcación de plata, seguidos de las caballas, todavía más vistosas. Pasaban peces de mil formas, con dibujos de todos los colores; medusas semejantes a flores semitransparentes se dejaban arrastrar, perezosas, por la corriente. Grandes plantas crecían en el fondo del mar, hierbas altas como el brazo y árboles parecidos a palmeras, con las hojas cubiertas de luminosos crustáceos.
Por fin el pececillo distinguió allá abajo una faja oscura y larga, y a ella se dirigió; pero no era ni un pez ni el cable, sino la borda de un gran barco naufragado, partido en dos por la presión del agua. El pececillo estuvo nadando por las cámaras y bodegas. La corriente se había llevado todas las víctimas del naufragio, menos dos: una mujer joven yacía extendida, con un niño en brazos. El agua los levantaba y mecía; parecían dormidos. El pececillo se llevó un gran susto; ignoraba que ya no podían despertarse. Las algas y plantas marinas colgaban a modo de follaje sobre la borda y sobre los hermosos cuerpos de la madre y el hijo. El silencio y la soledad eran absolutos. El pececillo se alejó con toda la ligereza que le permitieron sus aletas, en busca de unas aguas más luminosas y donde hubiera otros peces. No había llegado muy lejos cuando se topó con un ballenato enorme.
- ¡No me tragues! -rogóle el pececillo-. Soy tan pequeño, que no tienes ni para un diente, y me siento muy a gusto en la vida.
- ¿Qué buscas aquí abajo, dónde no vienen los de tu especie? le preguntó el ballenato.
Y el pez le contó lo de la anguila maravillosa o lo que fuera, que se había sumergido desde la superficie, asustando incluso a los más valientes del mar.
- ¡Oh, oh! -exclamó la ballena, tragando tanta agua, que hubo de disparar un chorro enorme para remontarse a respirar-. Entonces eso fue lo que me cosquilleo en el lomo cuando me volví. Lo tomé por el mástil de un barco que hubiera podido usar como estaca.
Pero eso no pasó aquí; fue mucho más lejos. Voy a enterarme. Así como así, no tengo otra cosa que hacer.
Y se puso a nadar, y el pececito lo siguió, aunque a cierta distancia, pues por donde pasaba el ballenato se producía una corriente impetuosa.
Encontráronse con un tiburón y un viejo pez-sierra; uno y otro tenían noticias de la extraña anguila de mar, tan larga y delgaducha; como verla, no la habían visto, y a eso iban.
Acercóse entonces un gato marino.
- Voy con vosotros -dijo; y se unió a la partida.
- Como esa gran serpiente marina no sea más gruesa que una soga de ancla, la partiré de un mordisco-. Y, abriendo la boca, exhibió seis hileras de dientes-. Si dejo señales en un ancla de barco, bien puedo partir la cuerda.
- ¡Ahí está! -exclamó el ballenato-. Ya la veo -. Creía tener mejor vista que los demás-. ¡Mirad cómo se levanta, mirad cómo se dobla y retuerce!
Pero no era sino una enorme anguila de mar, de varias varas de longitud, que se acercaba.
- Ésa la vimos ya antes -dijo el pez-sierra-. Nunca ha provocado alboroto en el mar, ni asustado a un pez gordo.
Y, dirigiéndose a ella, le hablaron de la nueva anguila, preguntándole si quería participar en la expedición de descubrimiento.
- Si la anguila es más larga que yo, habrá una desgracia -dijo la recién llegada.
- La habrá -contestaron los otros-. Somos bastantes para no tolerarlo -y prosiguieron la ruta.
Al poco rato se interpuso en su camino algo enorme, un verdadero monstruo, mayor que todos ellos juntos. Parecía una isla flotante que no pudiera mantenerse a flor de agua. Era una ballena matusalénica; tenía la cabeza invadida de plantas marinas, y el lomo tan cubierto de animales reptadores, ostras y moluscos, que toda su negra piel parecía moteada de blanco.
- Vente con nosotros, vieja -le dijeron-. Ha aparecido un nuevo pez que no podemos tolerar.
- Prefiero seguir echada -contestó la vieja ballena-. Dejadme en paz, dejadme descansar. ¡Uf!, tengo una enfermedad grave; sólo me alivio cuando subo a la superficie y saco la espalda del agua. Entonces acuden las hermosas aves marinas y me limpian el lomo. ¡Da un gusto cuando no hunden demasiado el pico! Pero a veces lo hincan hasta la grasa. ¡Mirad! Todavía tengo en la espalda el esqueleto de un ave. Clavó las garras demasiado hondas y no pudo soltarse cuando me sumergí. Los peces pequeños la han mondado. ¡Buenas estamos las dos! Estoy enferma.
- Pura aprensión -dijo el ballenato-. Yo no estoy nunca enfermo. Ningún pez lo está jamás.
- Dispensa -dijo la vieja-. Las anguilas enferman de la piel, la carpa sufre de viruelas, y todos padecemos de lombrices intestinales.
- ¡Tonterías! -exclamó el tiburón, y se marcharon sin querer oír más; tenían otra cosa que hacer.
Finalmente llegaron al lugar donde había quedado tendido el cable telegráfico. Era una cuerda tendida en el fondo del mar, desde Europa a América, sobre bancos de arena y fango marino, rocas y selvas enteras de coral. Allí cambiaba la corriente, formábanse remolinos y había un hervidero de peces, en bancos más numerosos que las innúmeras bandadas de aves que los hombres ven desfilar en la época de la migración. Todo es bullir, chapotear, zumbar y rumorear. Algo de este ruido queda en las grandes caracolas, y lo podemos percibir cuando les aplicamos el oído.
- ¡Allí está el bicho! -dijeron los peces grandes, y el pequeño también. Y estuvieron un rato mirando el cable, cuyo principio y fin se perdían en el horizonte.
Del fondo se elevaban esponjas, pólipos y medusas, y volvían a descender doblándose a veces encima de él, por lo que a trechos quedaba visible, y a trechos oculto. Alrededor rebullían erizos de mar, caracoles y gusanos. Gigantescas arañas, cargadas con toda una tripulación de crustáceos, se pavoneaban cerca del cable. Cohombros de mar -de color azul oscuro-, o como se llamen estos bichos que comen con todo el cuerpo, yacían oliendo el nuevo animal que se había instalado en el suelo marino. La platija y el bacalao se revolvían en el agua, escuchando en todas direcciones. La estrella de mar que se excava un hoyo en el fango y saca sólo al exterior los dos largos tentáculos con los ojos, permanecía con la mirada fija, atenta a lo que saliera de todo aquel barullo.
El cable telegráfico seguía inmóvil en su sitio, y, sin embargo, habían en él vida y pensamientos; los pensamientos humanos circulaban a su través.
- Este objeto lleva mala intención -dijo el ballenato-. Es capaz de pegarme en el estómago, que es mi punto sensible.
- Vamos a explorarlo -propuso el pólipo-. Yo tengo largos brazos y dedos flexibles; ya lo he tocado, y voy a cogerlo un poco más fuerte.
Y alargó los más largos de sus elásticos dedos para sujetar el cable.
- No tiene escamas -dijo- ni piel. Me parece que no dará crías vivas.
La anguila se tendió junto al cable, estirándose cuanto pudo.
- ¡Pues es más largo que yo! -dijo-. Pero no se trata sólo de la longitud. Hay que tener piel, cuerpo y agilidad.
El ballenato, joven y fuerte, descendió a mayor profundidad de la que jamás alcanzara.
- ¿Eres pez o planta? -preguntó-. ¿O serás solamente una de esas obras de allá arriba, que no pueden medrar entre nosotros?
Mas el cable no respondió; no lo hace nunca en aquel punto. Los pensamientos pasaban de largo; en un segundo recorrían centenares de millas, de uno a otro país.
- ¿Quieres contestar, o prefieres que te partamos a mordiscos? -preguntó el fiero tiburón, al que hicieron coro los demás peces.
El cable siguió inmóvil, entregado a sus propios pensamientos, cosa natural, puesto que está lleno de ideas.
- Si me muerden, ¿a mi qué? Me volverán arriba y me repararán. Ya le ocurrió a otros miembros de mi familia, en mares más pequeños.
Por eso continuó sin contestar; otros cuidados tenía. Estaba telegrafiando, cumpliendo su misión en el fondo del mar.
Arriba, se ponía el sol, como dicen los hombres. Volvióse el astro como de vivísimo fuego, y todas las nubes del cielo adquirieron un color rojo, a cual más hermoso.
- Ahora llega la luz roja -dijeron los pólipos-. Así veremos mejor la cosa, si es que vale la pena.
- ¡A ella, a ella! -gritó el gato marino, mostrando los dientes.
- ¡A ella, a ella! -repitieron el pez-espada, el ballenato y la anguila.
Y se lanzaron al ataque, con el gato marino a la cabeza; pero al disponerse a morder el cable, el pez-sierra, de puro entusiasmo, clavó la sierra en el trasero del gato. Fue una gran equivocación, pues el otro no tuvo ya fuerzas para hincar los dientes.
Aquello produjo un gran revuelo en la región del fango: peces grandes y chicos, cohombros de mar y caracoles se arrojaron unos contra otros, devorándose mutuamente, aplastándose y despedazándose, mientras el cable permanecía tranquilo, realizando su servicio, que es lo que ha de hacer.
Arriba reinaba la noche oscura, pero brillaban las miríadas de animalículos fosforescentes que pueblan el mar. Entre ellos brillaba un cangrejo no mayor que una cabeza de alfiler. Parece mentira, pero así es.
Todos los peces y animales marinos miraban el cable.
- ¿Qué será, qué no será?-. Ahí estaba el problema.
En esto llegó una vaca marina, a la que los hombres llaman sirena. Era hembra, tenía cola y dos cortos brazos para chapotear, y un pecho colgante; en la cabeza llevaba algas y parásitos, de lo cual estaba muy orgullosa.
- Si deseáis adquirir ciencia y conocimientos -dijo-, yo soy la única que os los puede dar; pero a cambio reclamo pastos exentos de peligro en el fondo marino para mí y los míos. Soy un pez como vosotros, y, además, terrestre, a fuerza de ejercicio. En el mar soy el más inteligente; conozco todo lo que se mueve acá abajo y todo lo que hay allá arriba. Este objeto que os lleva de cabeza procede de arriba, y todo lo que de allí cae, está muerto, o se muere y queda impotente. Dejadlo como lo que es, una invención humana y nada más.
- Pues yo creo que es algo más -dijo el pececito.
- ¡Cállate la boca, caballa! -gritó la gorda vaca marina.
- ¡Perca! -la increparon los demás, lo cual era aún más insultante.
Y la vaca marina les explicó que aquel animal que tanto les había alarmado y que, por lo demás, no había dicho esta boca es mía, no era otra cosa sino una invención de la tierra seca. Y pronunció una breve conferencia sobre la astucia de los humanos.
- Quieren cogernos -dijo-; sólo viven para esto. Tienden redes, y vienen con cebo en el anzuelo para atraernos. Éste de ahí es una especie de larga cuerda, y creyeron que la morderíamos, los tontos. Pero a nosotros no nos la pegan. Nada de tocarla, ya veréis cómo ella sola se pudre y se deshace. Todo lo que viene de arriba no vale para nada.
- ¡No vale para nada! -asintieron todos, y para tener una opinión adoptaron la de la vaca marina.
Mas el pececillo se quedó con su primera idea.
- Esta serpiente tan delgada y tan larga es quizás el más maravilloso de todos los peces del mar. Lo presiento.
- El más maravilloso -decimos también los hombres; y lo decimos con conocimiento de causa.
Es la gran serpiente marina, que desde hace tiempo anda en canciones y leyendas.
Fue gestada como hija de la humana inteligencia, y bajada al fondo del mar desde las tierras orientales a las occidentales, para llevar las noticias y mensajes con la misma rapidez con que los rayos del sol llegan a nuestro Planeta. Crece crece en poder y extensión, año tras año, a través de todos los mares, alrededor de toda la Tierra, por debajo de las aguas tempestuosas y de las límpidas y claras, cuyo fondo ve el navegante, como si surcara el aire transparente, descubriendo el inmenso tropel de peces que constituyen un milagroso castillo de fuegos artificiales.
Allá en los abismos marinos yace la serpiente, el bendito monstruo marino que se muerde la cola al rodear todo el Globo. Peces y reptiles arremeten de cabeza contra él, no comprenden esta creación venida de lo alto: la serpiente de la ciencia del bien y del mal, repleta de pensamientos humanos, silenciosa, y que, no obstante, habla en todas las lenguas, la más maravillosa de las maravillas del mar de nuestra época: la gran serpiente marina.
Der var en lille havfisk af god familie, navnet husker jeg ikke, det må de lærde sige dig. Den lille fisk havde attenhundrede søskende, alle lige gamle; de kendte ikke deres fader eller moder, de måtte straks skøtte sig selv og svømme om, men det var en stor fornøjelse; vand havde de nok at drikke, hele verdenshavet, føden tænkte de ikke på, den kom nok; hver ville følge sin lyst, hver ville få sin egen historie, ja det tænkte heller ingen af dem på.
Solen skinnede ned i vandet, det lyste om dem, det var så klart, det var en verden med de forunderligste skabninger, og nogle så gruelig store, med voldsomme gab, de kunne sluge de attenhundrede søskende, men det tænkte de heller ikke på, for ingen af dem var endnu blevet slugt.
De små svømmede sammen, tæt op til hverandre, som sildene og makrellerne svømmer; men som de allerbedst svømmede i vandet og tænkte på ingenting, sank, med forfærdelig lyd, ovenfra, midt ned imellem dem, en lang, tung ting, der slet ikke ville holde op; længere og længere strakte den sig, og hver af småfiskene, som den ramte, blev kvast eller fik et knæk, som de ikke kunne forvinde. Alle småfisk, de store med, lige oppe fra havets flade og ned til dets bund, fór i forfærdelse til side; den tunge, voldsomme ting sænkede sig dybere og dybere, den blev længere og længere, milelang, gennem hele havet.
Fisk og snegle, alt hvad svømmer, alt hvad kryber, eller drives af strømninger, fornemmede denne forfærdelige ting, denne umådelige, ubekendte havål, der lige med ét var kommet ned ovenfra.
Hvad var det dog for en ting? Ja det ved vi! det var det store, milelange telegraftov, menneskene sænkede mellem Europa og Amerika.
Der blev en forskrækkelse, der blev et røre mellem havets retmæssige beboere, hvor tovet sænkedes. Flyvefisken satte til vejrs over havfladen, så højt den kunne, ja knurhanen tog fart et helt bøsseskud over vandet, for det kan den; andre fisk søgte mod havbunden, de fór med sådan hastighed, at de kom længe før telegraftovet endnu var set dernede; de skræmte både kabliau og flynder, som gik fredeligt i havets dyb og åd deres medskabninger.
Et par søpølser blev så forskrækket, at de spyede deres mave ud, men levede endda, for det kan de. Mange hummere og taskekrabber gik ud af deres gode harnisk og måtte lade benene blive tilbage.
Under al den skræk og forvirring kom de attenhundrede søskende fra hverandre, og mødtes ikke mere, eller kendte ikke hverandre, kun en halv snes blev på samme plet, og da de i et par timer havde holdt sig stille, forvandt de den første skræk og begyndte at blive nysgerrige.
De så sig om, de så op og de så ned, og der i dybden troede de at øjne den forfærdelige ting, som havde skræmt dem, skræmt store og små. Tingen lå hen over havbunden, så langt de kunne øjne; meget tynd var den, men de vidste jo ikke, hvor tyk den kunne gøre sig, eller hvor stærk den var. Den lå ganske stille, men, tænkte de, det kunne være lumskhed.
"Lad den ligge, hvor den ligger! Den kommer ikke os ved!" sagde den forsigtigste af småfiskene, men den allermindste af dem ville ikke opgive at komme til kundskab om hvad den ting kunne være; ovenfra var den kommen ned, ovenfra måtte man bedst kunne hente besked, og så svømmede de op mod havfladen, det var blikstille vejr.
Der mødte de en delfin; det er sådan en springfyr, en havstryger, der kan slå kolbøtter hen ad havfladen; øjne har den at se med, og den måtte have set og vide besked; den spurgte de ad, men den havde kun tænkt på sig selv og sine kolbøtter, ikke set noget, vidste ikke at svare, og så tav den og så stolt ud.
Derpå henvendte de sig til sælhunden, der just dukkede ned; den var høfligere, uagtet den æder småfisk; men i dag var den mæt. Den vidste lidt mere end springfisken.
"Jeg har mangen nat ligget på en våd sten og set ind mod land, milevidt herfra; der er lumske skabninger, de kaldes i deres sprog mennesker, de efterstræber os, men oftest smutter vi dog fra dem, det har jeg forstået, og det har nu også den havål, I spørger om. Den har været i deres magt, været oppe på landjorden, vist i umindelige tider; derfra har de ført den på fartøj for at bringe den over havet til et andet fjerntliggende land. Jeg så, hvilket besvær de havde, men magte den kunne de, den var jo blevet mat på landjorden. De lagde den i krans og kreds, jeg hørte, hvor den ringlede og ranglede, da de lagde den, men den slap dog fra dem, slap herud. De holdt på den af alle kræfter, mange hænder holdt fast, den smuttede dog og nåede til bunds; der ligger den, tænker jeg, til videre!"
"Den er noget tynd!" sagde de små fisk.
"De har sultet den!" sagde sælhunden, "men den kommer sig snart, får sin gamle tykkelse og storhed. Jeg antager, at den er den store søslange, som menneskene er så bange for og taler så meget om; jeg havde før aldrig set den og aldrig troet på den; nu tror jeg, den er det!" og så dukkede sælhunden.
"Hvor han vidste meget! Hvor han talte meget!" sagde de små fisk. "Jeg har aldrig været så klog før! - Når det bare ikke er løgn!"
"Vi kan jo svømme ned og undersøge!" sagde den mindste; "på vejen hører vi de andres mening!"
"Jeg gør ikke et slag med mine finner, for at få noget at vide!" sagde de andre og drejede af.
"Men jeg gør det!" sagde den mindste og styrede af sted ned i det dybe vand; men den var langt fra stedet, hvor "den lange sænkede ting" lå. Den lille fisk så og søgte til alle sider ned mod dybet.
Aldrig før havde den fornemmet sin verden så stor. Sildene gik i store stimer, skinnende som en kæmpebåd af sølv, makrellerne fulgtes også ad og så endnu prægtigere ud. Der kom fisk i alle skikkelser og med tegninger i alle farver; meduser, som halvgennemsigtige blomster, der lod sig bære og føre af strømningerne. Store planter voksede fra havbunden, favnehøjt græs og palmeformede træer, hvert blad besat med skinnende skaldyr.
Endelig øjnede den lille havfisk en lang mørk stribe dernede og styrede mod den, men det var hverken fisk eller tov, det var rælingen af et stort sunket fartøj, hvis øverste og nederste dæk var brudt itu ved havets tryk. Den lille fisk svømmede ind i rummet, hvor de mange mennesker, der var omkommet da skibet sank, nu var skyllet bort, på to nær: En ung kvinde lå der udstrakt med et lille barn i sine arme. Vandet lettede dem og ligesom vuggede dem, de syntes at sove. Den lille fisk blev ganske forskrækket, den var uvidende om, at de ikke kunne vågne mere. Vandplanter hang som løvværk ned over rælingen, hen over de to smukke lig af moder og barn. Der var så stille, der var så ensomt. Den lille fisk skyndte sig bort så hurtigt den kunne, ud hvor vandet var klarere belyst og hvor der var fisk at se. Den var ikke kommet langt, da mødte den en ung hval, så forfærdelig stor.
"Slug mig ikke!" sagde den lille fisk. "Jeg er ikke engang en mundsmag, så lille er jeg, og mig er det en stor behagelighed at leve!"
"Hvad vil du så dybt hernede, hvor din art ikke kommer?" spurgte hvalen. Og så fortalte den lille fisk om den lange forunderlige ål, eller hvad den ting nu var, der ovenfra havde sænket sig ned og forskrækket selv de allermodigste havskabninger.
"Ho, ho!" sagde hvalen og trak så voldsomt vand til sig, at den måtte sætte en mægtig vandstråle når den kom op og trak vejret. "Ho, ho!" sagde den, "så det var den ting, som krillede mig på ryggen, idet jeg vendte mig! Jeg troede, at det var en skibsmast, jeg kunne bruge til kløpind! Men på dette sted her var det ikke. Nej, langt længere ude ligger den ting. Jeg vil dog undersøge den, jeg har ikke andet at bestille!"
Og så svømmede den fremad og den lille fisk bagefter, ikke for nær, thi der kom ligesom en rivende strøm, hvor den store hval skød fart gennem vandet.
De mødte en haj og en gammel savfisk; de to havde også hørt om den sælsomme havål, så lang og så tynd; set den havde de ikke, men det ville de.
Nu kom der en havkat.
"Jeg tager med!" sagde han, den ville samme vej.
"Er den store søslange ikke tykkere end et ankertov, så skal jeg bide den over i ét bid!" og den åbnede sit gab og viste sine seks rækker tænder. "Jeg kan bide mærke i et skibsanker, sagtens kan jeg bide den stilk over!"
"Der er den!" sagde den store hval, "jeg ser den!" Han troede, han så bedre end de andre. "Se hvor den løfter sig, se hvor den svajer, bugter og krummer sig!"
Det var dog ikke den, men en umådelig stor havål, flere alen lang, som nærmede sig.
"Den der har jeg set før!" sagde savfisken, "den har aldrig gjort stort rabalder i havet, eller skræmt nogen storfisk!"
Og så talte de til den om den nye ål og spurgte, om den ville med på opdagelse.
"Er den ål længere end jeg!" sagde havålen, "så skal den ske en ulykke!"
"Det skal den!" sagde de andre. "Vi er nok til ikke at tåle den!" og så skyndte de sig fremad.
Men da kom der noget lige i vejen, et underligt uhyre, større end dem alle sammen.
Det så ud som en svømmende ø, der ikke kunne holde sig oppe.
Det var en ældgammel hval. Dens hoved var overgroet med havplanter, dens ryg besat med krybdyr og så umådelig mange østers og muslinger, at dens sorte skind var ganske hvidspættet.
"Kom med, gamle!" sagde de. "Her er kommet en ny fisk, som ikke skal tåles."
"Jeg vil hellere ligge, hvor jeg ligger!" sagde den gamle hval. "Lad mig i ro! Lad mig ligge! Åh ja, ja, ja! Jeg bærer på en svær sygdom! Min lindring har jeg ved at nå op i havfladen og få ryggen ovenfor! Så kommer de store, rare søfugle og piller mig, det gør så godt, når bare de ikke slår næbbet for dybt i, det går tit lige ind i mit spæk. Se engang dog! Hele benraden af en fugl sidder mig endnu i ryggen; fuglen slog kløerne for dybt og kunne ikke komme løs, da jeg gik til bunds. Nu har småfiskene pillet ham. Se hvorledes han ser ud og jeg ser ud! Jeg har sygdom!"
"Det er bare indbildning!" sagde hajen. "Jeg er aldrig syg. Ingen fisk er syg!"
"Undskyld!" sagde den gamle hval; "ålen har hudsygdom, karpen skal have kopper, og alle har vi indvoldsorme!"
"Vrøvl!" sagde hajen, han gad ikke høre mere, de andre ikke heller, de havde jo andet at tage vare.
Endelig kom de til stedet, hvor telegraftovet lå. Det har et langt leje på havbunden, fra Europa til Amerika, hen over sandbanker og havdynd, klippegrund og plantevildnis, hele skove af koraller, og så veksler strømmene dernede, vandhvirvler drejer sig, fisk myldrer frem, flere i flok end de talløse fugleskarer, som menneskene ser i trækfuglstiden. Der er et røre, en plasken, en summen, en susen: Den susen spøger der lidt af endnu i de store, tomme havkonkylier, når vi holder dem for vort øre.
Nu kom de til stedet.
"Der ligger dyret!" sagde de store fisk, og den lille sagde det også. De så tovet, hvis begyndelse og ende svandt i deres synskreds.
Svampe, polypper og gorgoner svajede fra grunden, sænkede og bøjede sig over det, så at det snart skjultes, snart var at se. Søpindsvin, snegle og orme rørte sig om det; kæmpemæssige edderkopper, der havde en hel besætning af krybdyr på sig, spankede hen ad tovet. Mørkeblå søpølser, eller hvad det kryb hedder, de æder med hele kroppen, lå ligesom og lugtede til det nye dyr, der havde lagt sig på havbunden. Flynder og kabliau vendte sig i vandet for at høre efter fra alle sider. Stjernefisken, der altid borer sig ned i dyndet og kun har de to lange stilke med øjne udenfor, lå og gloede for at se hvad der kom ud af det røre.
Telegraftovet lå uden bevægelse. Men liv og tanke var der i det; mennesketanker gik igennem det.
"Den ting er lumsk!" sagde hvalen. "Den er i stand til at slå mig på maven, og den er nu min ømme side!"
"Lad os føle os for!" sagde polyppen. "Jeg har lange arme, jeg har smidige fingre! jeg har rørt ved den, jeg vil nu tage lidt fastere."
Og den strakte sine smidige, længste arme ned til tovet og rundt om det.
"Den har ingen skæl!" sagde polyppen, "den har ingen skind! Jeg tror, den aldrig føder levende unger!"
Havålen lagde sig langs telegraftovet og strakte sig så langt den kunne.
"Den ting er længere end jeg!" sagde den. "Men det er ikke længden om at gøre, man må have hud, mave og smidighed."
Hvalen, den unge, stærke hval, nejede sig lige ned, dybere end den nogensinde havde været.
"Er du fisk eller plante?" spurgte den. "Eller er du kun ovenfrasværk, der ikke kan trives hernede hos os?"
Men telegraftovet svarede ikke; det har det ikke på den led. Der gik tanker igennem det, mennesketanker; de lød i ét sekund de mange hundrede mil fra land til land.
"Vil du svare eller vil du knækkes?" spurgte den glubende haj, og alle de andre store fisk spurgte om det samme: "Vil du svare eller vil du knækkes!"
Tovet rørte sig ikke, det havde sin aparte tanke, og en sådan kan den have, der er fyldt med tanker.
"Lad dem kun knække mig, så hales jeg op og kommer i stand igen, det er sket ved andre af mit slags, i mindre farvande!"
Det svarede derfor ikke, det havde andet at bestille, det telegraferede, lå i lovligt embede på havets bund.
Ovenover gik nu solen ned, som menneskene kalder det, den blev som den rødeste ild, og alle himlens skyer skinnede som ild, den ene prægtigere end den anden.
"Nu får vi den røde belysning!" sagde polypperne, "så ses den ting måske bedre, om så behøves."
"På den, på den!" råbte havkatten og viste alle sine tænder.
"På den, på den!" sagde sværdfisken og hvalen og havålen.
De styrtede frem, havkatten foran; men lige idet den ville bide om tovet, jog i bar heftighed savfisken sin sav lige ind i bagdelen på havkatten; det var en stor fejltagelse, og katten fik ikke kræfter til bid.
Der blev et mudder nede i det mudder: Storfisk og småfisk, søpølser og snegle løb mod hverandre, åd hverandre, masede, kvasede. Tovet lå stille og øvede sin gerning, og det skal man.
Den mørke nat rugede ovenover, men havets milliarder og milliarder levende smådyr lyste. Krebs, ikke så store som et knappenålshoved, lyste. Det er ganske vidunderligt, men således er det nu.
Havets dyr så på telegraftovet.
"Hvad er dog den ting, og hvad er den ikke?"
Ja, det var spørgsmålet.
Da kom der en gammel havko. Menneskene kalder det slags: Havfrue eller havmand. En hun var hun, havde hale og to korte arme at pjaske med, hængende bryst, og tang og snyltedyr i hovedet, og det var hun stolt af.
"Vil I have kundskab og kendskab?" sagde hun, "så er jeg nok den eneste, der kan give den; men jeg forlanger herfor farefri græsgang på havbunden for mig og mine. Jeg er fisk som I, og jeg er også krybdyr ved øvelse. Jeg er den klogeste i havet; jeg ved om alt, hvad der rører sig hernede, og om alt, hvad der er ovenfor. Den ting der, I grubliserer over, er ovenfra, og hvad deroppefra dumper ned, er dødt eller bliver dødt og magtesløst; lad den ligge for hvad den er. Den er kun menneskepåfund!"
"Jeg tror nu der er noget mere ved den!" sagde den lille havfisk.
"Hold mund, makrel!" sagde den store havko.
"Hundestejle!" sagde de andre, og det var endnu mere fornærmeligt sagt.
Og havkoen forklarede dem, at det hele alarmdyr, som forresten jo ikke sagde et muk, var kun påfund fra det tørre land. Og den holdt et lille foredrag over menneskenes træskhed.
"De vil have fat på os," sagde den, "det er det eneste, de lever for; de spænder garn ud, kommer med madding på krog for at lokke os. Denne der er et slags stor snøre, som de tror vi skal bide på, de er så dumme! Det er vi ikke! Rør kun ikke det makværk, det trevler op, bliver til smuld og dynd, det hele. Hvad ovenfra kommer, har knæk, bræk, dur ikke!"
"Dur ikke!" sagde alle havskabningerne og holdt sig til havkoens mening for at have en mening.
Den lille havfisk beholdt sin egen tanke. "Den umådelig lange, tynde slange er måske den vidunderligste fisk i havet. Jeg har en fornemmelse deraf."
"Den vidunderligste!" siger vi mennesker med, og siger det med kendskab og forvisning.
Den store søslange er det, omtalt længst forud i sange og sagn.
Den er født og båren, sprungen ud fra menneskets snilde og lagt på havets bund, strækkende sig fra Østens lande til Vestens lande, bærende budskab hurtig som lysets stråle fra Solen til vor Jord. Den vokser, vokser i magt og udstrækning, vokser år for år, gennem alle have, Jorden rundt, under de stormende vande og de glasklare vande, hvor skipperen ser ned, som sejlede han gennem den gennemsigtige luft, ser myldrende fisk, et helt farvefyrværkeri.
Dybest nede strækker sig slangen, en velsignelsens Midgårdsorm, der bider i sin hale, idet den omslutter Jorden; fisk og krybdyr løber med panden imod, de forstår dog ikke den ting ovenfra: Menneskehedens tankefyldte, i alle sprog forkyndende og dog lydløse kundskabsslange på godt og ondt, den vidunderligste af havets vidundere, vor tids den store søslange.